domingo, 18 de julio de 2010

UNA DE CABALLERÍAS



or el modo en que el Señor Guzmán de Mediavilla lo había mandado llamar, Fray Bartolomé de las Torres Lisas entendió que no se trataba de un asunto baladí. Oscurecía y amenazaba tormenta. Dos sirvientes lo condujeron hasta el salón principal de la casa y se retiraron en el acto cerrando el portón tras de sí. El comendador disimulaba su impaciencia manteniendo la vista fija en el fuego que crepitaba lentamente junto a la chimenea. Luces y sombras anaranjadas se reflejaban en su rostro barbudo. Tras los saludos de rigor, el de Mediavilla fue al tema. Habló de la restauración de la muralla norte de la ciudad. Y, bajando la voz hasta el límite, le informó de la misteriosa aparición de un cofre sellado en cuyo interior no se había hallado más que unos papeles que él no había sido capaz de descifrar. Pudiera tratarse de algún plano misterioso. La clave de un enigma. “Amigo Bartolomé, sois hombre leal y un sabio de las letras…, sólo en vos puedo confiar…”. Con aquella luz y aquellos garabatos tan extraños, el viejo fraile poco podía interpretar, pero empeñó su palabra: “Haré cuanto esté en mi mano…”. Fue un encuentro breve. A los pocos minutos, los dos sirvientes le habían acompañado de regreso a la abadía y, de no ser por aquel papel plegado que mantenía entre sus blandas manos, nadie diría que se había movido de allí en aquella noche de perros.

Permaneció horas y horas Fray Bartolomé encerrado familiarizándose con aquella grafía grotesca. Realizaba frecuentes pausas para oxigenar su mente, y bajaba hasta el río, por donde el puente romano. Allí se cruzaba con el rebaño que regresaba del pastoreo dejando un rastro de bolitas inconfundible. Y con la mirada perdida en el lecho transparente de cantos rodados, repetía las palabras de aquel texto que conseguía reproducir, pero a duras penas entender. Transcurridos siete días con sus correspondientes noches, provisto de pluma de ave y con la tinta húmeda, se dispuso a copiar el texto y hacer sus anotaciones al margen.


Antes de que sonara el despertador del móvil, me levanté porque tenía que echar una meadita. Una vez aliviado, tiré de la cadena, y visto que ya no eran horas para seguir durmiendo, me pegué una duchita Con el agua templada quedé como nuevo. Bajé al comedor y ya estaba el desayuno preparado. En total, seis napolitanas de chocolate. Un vaso de café con leche. Y dos de zumo. Y luego ya me dirigí al garaje. Cuando llegué al coche, me di cuenta de que la rueda de delante estaba un poco deshinchada. Al salir, hacía una rasca de narices. Salí con la música de Invictus para saludar al amanecer en el día que volvía a casa. Con el objetivo de las ventas cumplido. Y enfilé dirección Mardebé. A esas horas de la mañana no había prácticamente nadie en el camino. Pero aún no llevaba ni media hora a buena velocidad, cuando ¡zas!, flash que te crió. Y dos motocicletas de la guardia civil me rebasaron y me dieron el alto. Uno de ellos, sin quitarse el casco, y con el recetario en la mano, me pidió la documentación. Estaba perdido. Con la ITV por pasar. El tema se saldó con 600 euros y un mes de retirada de carné. Todo por mi mala cabeza. En un segundo, todo mi alegría por las ventas conseguidas y por el regreso a casa, se habían ido a la mierda.

“Antes de que sonara el despertador del móvil, me levanté porque tenía que echar una meadita”. Refiérese el autor al gallo que sin duda aguarda a que despunte el día para entonar su agudo canto. Por alguna desconocida razón, lo denomina “móvil”. Vacía la bacinilla quien en primera persona escribe por la ventana de la alcoba. Dedúcese que se encuentra en una posada.

“Una vez aliviado, tiré de la cadena, y visto que ya no eran horas para seguir durmiendo, me pegué una duchita Con el agua templada quedé como nuevo”. Si de una cadena tira este rufián, acaso fuere porque acaba de escapar de alguna lóbrega mazmorra enemiga, lo cual debiere estar descrito en capítulos anteriores que no se conservan. Por el entorno de la narración, concluye este humilde escribiente que “duchita” equivale a “palangana”, para el personal aseo.

“Bajé al comedor y ya estaba el desayuno preparado. En total, seis napolitanas de chocolate. Un vaso de café con leche. Y dos de zumo”. Viandas de las que da buena cuenta el autor de estas letras en la posada. Extraña jerga utilizada. Alimentos extranjeros y herejes, desconocidos por estos lares.

“Y luego ya me dirigí al garaje. Cuando llegué al coche, me di cuenta de que la rueda de delante estaba un poco deshinchada”. Colmo de despropósito. “Garaje” por “cuadra”. Mal caballero andante es quien se sirve de un carruaje en lugar de una sobria montura a lomos de un brioso corcel.

“Al salir, hacía una rasca de narices”. Flaca información aporta esta sentencia al ritmo de la historia. Que sienta picor en la nariz un hidalgo representa una burla canalla a la dignidad que se le supone.

“Salí con la música de Invictus para saludar al amanecer en el día que volvía a casa. Con el objetivo de las ventas cumplido. Y enfilé dirección Mardebé“. Licencias de un escritor que rompe con los moldes de las novelas de caballerías. ¡Osado atrevimiento suponer que un coro de ángeles canta al héroe en el momento de su partida, tras conseguir supuestas hazañas!

“Y dos motocicletas de la guardia civil me rebasaron y me dieron el alto. Uno de ellos, sin quitarse el casco, y con el recetario en la mano, me pidió la documentación. Estaba perdido”. “Motocicletas” por “cabalgaduras”. Y he aquí el lance donde el supuesto triunfador debiere desenvainar la espada, sus y a ellos, y empezar a repartir mandobles con arrojo y valor sobre los bellacos soldados recaudadores del Marqués de Civil. Antes que entregar el visado de su señor, presentar batalla desigual. Voto a bríos que tal cobardía no es propia de un noble caballero por humilde que éste sea.


Cuando terminó de escribir, Fray Bartolomé de las Torres Lisas presentaba los dedos de la mano derecha tiznados por el negro de humo. Letra gótica. Perfecta. Dobló cuidadosamente el pergamino y acudió raudo a la casa del comendador. Y una vez lo tuvo enfrente, le informó: “El hallazgo no tiene valor alguno. Se trata de una mala burla de una novela de caballerías. Con seguridad, obra de algún infiel resentido, que incapaz de proseguir un relato tan descabellado, lo dejó inconcluso”. El Señor Guzmán de Mediavilla tomó entonces en sus manos la caja hallada entre las piedras del muro norte. Introdujo en su interior el manuscrito original y el nuevo pergamino. Después, suavemente dejó el cofre en la chimenea sobre un grueso tronco que crepitaba lentamente. El fuego al principio, lo recibió con timidez. Pero pronto perdió la vergüenza, creció con virulencia, lo rodeó con intensidad, y lo redujo a simple ceniza. Una vez consumido el apócrifo documento, los dos notables personajes quedaron frente a frente. Advirtió Bartolomé: “Os encuentro muy contrariado…”. Guzmán, que se había tragado una maldición en arameo, suspiró. “Confieso que albergaba una leve esperanza en que ese documento contuviera algo trascendente y crucial: aquí en Mediavilla nunca, nunca ha pasado nada importante que merezca ser contado y pensé que había llegado el momento”. A esto, el de las Torres Altas, con palabras muy medidas, replicó: “No se amargue vuesa merced, las mejores historias se esconden donde menos pensamos”.

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