domingo, 27 de febrero de 2011

Bajarse del burro



I

La línea que separa a un tonto de un bueno es más estrecha que esa acequia. Así que si éste es el lado de los tontos, voy a saltar y cruzar, para que no quepan dudas. Hale hop. Le advierto a Esteban, que me sigue: “¡Cuidado, con cuidado, que esto resbala…!”. Pero al tiempo, yo me voy de culo. Pongo las manos para no darme con la espalda. Uf, suerte, no me he hecho mucho daño. Esteban se asusta: “¿Estás bien?”. Sí, sí, no ha sido nada. Me incorporo y me sacudo un poco. Está todo muy oscuro, sin luna y sin estrellas. Proseguimos la marcha. Y ahora, una piedra en la alpargata. No, no me paro, quiero llegar antes que el otro, si es que viene, que no vendrá. ¡Osssss….! “¡Joder, si es el perro de Lucio!”, grita Esteban. Nos corta el paso. Ladra compulsivamente. Nos enseña los dientes. “¡Chuchoooo! ¿No me conoces? Soy Joaquín… Tente quieto, no gruñas, párate ahí”. “Tranquilo, tranquilo...”. “Como se arrime más, le abro la cabeza con la tranca”. “Mira si es listo, esto sí que lo entiende”. “Ya le diré yo a Lucio, ya, que su perro lo vigila todo menos su campo…”. Me quedo pensando. Entonces le digo a Esteban: “Bueno, si esto sale mal, ya se lo dices tú”. Noto que Esteban murmura: “…aún estamos a tiempo de darnos la vuelta”. Hago como que no le oigo. A la mierda con la piedra que se me clava, al final sí, tengo que pararme para quitármela. Me ato los cordones de nuevo. La tapia del cementerio está recién encalada y es blanca y muy alta. Pero no la hemos intuido hasta que no la hemos tenido a dos palmos. Con el manto de la noche encima, es como si las cosas que no se ven no existieran.


II

Siento escalofríos. Pero tiene que ser del helor. Y del relente. El silencio no es absoluto. Mis oídos se agudizan. El aire mueve las ramas de los cipreses y me parecen pasos. Los bichitos nocturnos me parecen voces. Esteban habla en voz muy baja. Será para no molestar a los que descansan al otro lado de la pared. “Joaquín, aún podemos irnos… no merece la pena… mejor nos olvidamos de todo y nos vamos a casa”. Trago saliva. “Se lo dije. Yo se lo dije delante de todos los que estaban en el nuevo Café el Teatro”. Que se retractara. Que retirara todas sus sucias palabras. “…y no le dio la gana. Así que no tuve otra opción”. En cuanto escuchó que nos veríamos por última vez en el cementerio ya se dio cuenta de que la cosa iba en serio. No está acostumbrado a que le paren los pies. Le digo a Esteban: “Yo no creo que se atreva a venir”. Eso es lo que creo que va a pasar. Se hará de día. Acudirá al Café el Teatro como cada mañana, a tomarse su café y su copa, a leer el periódico y, de pasada, comentará que lo que pasó conmigo fue un malentendido. Y en ese momento, punto y aparte. Y a otra cosa. Aprieto el frío puño del viejo pistolón y le repito a Esteban: “…no vendrá”.


III

El tiempo parecía detenido. Pero el cielo ha empezado a clarear por el horizonte, detrás de las nubes grises. Hoy lloverá. Cuando empezaba a sentirme adormecido, he escuchado unas voces que se aproximan por el camino. Roncas, secas. “Esteban, espabila, están ahí”. Sí, es él. Viene con su primo. Al fondo, destaca la silueta del campanario, por encima de las casas del pueblo. Nos quedamos frente a frente. Viene trajeado. Como si hoy fuera fiesta. Yo también me puse la camisa limpia y el chaleco nuevo. Para dar menos trabajo cuando nos recojan a uno de los dos. Parece que íbamos a decirnos un “buenos días”. Pero no procede. Ahora, ahora pienso que es cuando va abrir la boca para decir dos palabras, “pido disculpas”, o “lo siento”, o algo parecido. Ahora, ahora es cuando se bajará del burro. Intento mantener la calma. Pero el corazón se me sale del sitio. Respiro fuerte y hondo. A Esteban le brillan los ojos llenos de pánico. El primo de éste mira el suelo y se rasca el pelo rasposo. Salimos al camino, frente a la puerta del nuevo cementerio inaugurado en 1911, hace cuatro años nada más. Aquí aún cabe mucha gente. Apoyamos la espalda de uno con la del otro. Esteban, lloroso, suplica, “¡coño, pensad que habéis sido amigos, joder, parad esto!”. Ahora tengo enfrente la huerta de alcachofas. Y detrás el pueblo. Ahora me surgen dudas. No estoy seguro si el lado de la acequia en que me puse es el de los tontos, y no el de los buenos.

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