I
Buuuffffff. ¡Pero qué cansado estaba y qué sueño
tenía! Me cuesta muuuucho abrir los ojos. Los tengo pegados. Ya faltará poco
para llegar. Qué nervios. ¡La cara que va a poner en casa Paqui cuando me vea
entrar! Descorro la cortinilla, me asomo por la ventana. Qué de día es. Qué
cielo tan azul. Oh, oh. No reconozco el paisaje. Demasiado agreste. Demasiada
montaña. Qué hora es. ¿Las once? Imposible. No, no puede ser. Me levanto de un
bote. Oh, oh. Tampoco me suena la cara de los que están sentados a mi alrededor
en el vagón. Tanto y tan profundamente no he podido dormir. Se me disparan las
pulsaciones. Pregunto: “Por favor, ¿para Catrus falta mucho?”. Ponen cara
extraña. “¿Para Catrus?”, repito levantando la voz. Niegan con una sonrisa. “¡Mierda,
mierda... Mier-da!”, mascullo mientras
avanzo hacia la parte delantera del vagón. Ya me he pasado de parada fijo.
II
“¿Y mi maleta? ¡Estaba aquí, en este descansillo!”.
Miro arriba, abajo, a un lado, a otro. Hay otras, pero la mía, con el escudo
del Catrus, no está. “¡Disculpen
señores! ¿Alquien ha visto una maleta de color azul marino?”. Silencio
absoluto. Aquí cada uno va a su bola. Espero unos segundos. Escruto miradas.
Pasan de mí. “¿Nadie? ¿Nadie?”. Les
amenazo: “Buscaré al revisor y entonces ya veremos”. Pero
como si oyeran llover. Con los huesos entumecidos, voy dando tumbos hacia el
vagón contiguo, cagándome en todo y acordándome de la madre que parió al que me
haya cogido mi pobre maleta azul.
III
Vagones, vagones, vagones. Qué tren más largo ¿Y
el revisor? ¿Y mi maleta?
IV
“Chucuchucuchú, saque sus billetes en un día azul”,
suena la voz de Ana Belén en la megafonía del tren. Parece que la locomotora
aminora la marcha. Al fin, ahí veo al revisor. Lo reconozco por su gorra de
plato. No puedo creerlo. Está fumando en la plataforma. Le abordo. Le explico.
Mi maleta. Mi parada. Al terminar, le pregunto: “¿Qué puedo hacer?”. El hombre,
aspirando una profunda calada y tirando el humo en toda mi cara, responde: “Bajarse
ya mismo antes de que le ponga una multa que no pueda pagarme”. Puaggg. Me
lloran los ojos. Y casi me asfixio.
V
Mientras se aleja el tren, en un bucólico atardecer, lo he sacado del
bolsillo y lo he encendido. Ha parpadeado ¿Hay algo más inútil que un móvil sin
cobertura? Sí. Un móvil sin cobertura y sin batería. Al cabo de diez segundos,
ha mostrado las palabras “sin servicio” y se ha fundido. A ver cómo aviso yo
ahora a Paqui, “Paqui, me he pasado de parada y ahora estoy aquí”. Estará muy preocupada.
VI
Toc, toc. “Disculpe, perdone, ¿habla usted mi
idioma? ¿puede escucharme, por favor? Mire… sé que es difícil de creer… que esto
va a sonar un poco surrealista… pero es que yo iba a Catrus y me quedé dormido…
Ahora pienso que igual alguien me ha puesto un somnífero para robarme la maleta,
porque ésa es la otra: me la han robado. El caso es que cuando me he
despertado, pues se me había pasado la parada… y, si le digo la verdad, que no tengo
por qué decirle otra cosa, no sé dónde
estoy, porque aquí tampoco es que se vea ningún cartelito… Por favor, le ruego
me diga a qué hora pasa el próximo tren de vuelta, que yo me espero aquí a que
llegue… Y, si puede ser, déjeme llamar un segundo a casa para decirle a mi mujer
que estoy bien. Y, bueno, por supuesto, cueste lo que cueste, deme un billete
hasta Catrus…”.
VII
Quién es el hijoputa que cambió el dinero en mi
cartera por billetes del monopoly. Quién.
VIII
Aquí, haciéndose de noche. Aquí, tiritando. Aquí,
acurrucado. Y con las manos apretadas. No, no me quiero dormir, no sea que
venga un tren que vaya de vuelta. Yo, cuando llegue y pare, me subo sí o sí. Me
tiro en plancha. Luego ya veré cómo me las apaño. Me parece que oigo algo. Me levanto.
No, nada. Es el viento. Ahora sí que sí. Oigo algo. Me vuelvo a levantar. Tampoco
nada. Es mi estomaguito, que de puro vacío, cruje como si fueran a bajar las
barreras de un paso a nivel.
IX
No quería dormirme. Pero sí, el cansancio me ha
vuelto a vencer. Y, nada más cerrárseme los ojos, una pesadilla de las gordas. Más
me valía haberme quedado insomne. He visto a Paqui. Con unas ojeras tremendas. Le
han preguntado por mí. Entre sollozos y con la voz muy bajita les ha contestado
que es un milagro, que soy el único superviviente, que lograron reanimarme, que
ahora estoy sedado, que respiro con ventilación asistida y que sólo cabe rezar
y esperar. Se me han puesto los pelos de punta. Se me ha escapado un grito,
llamándola. Pero ella no me ha oído. Con los ojos vidriosos, he deseado muy
fuerte que venga, que venga ya de una puñetera vez ese tren que me tiene que
llevar de vuelta a Catrus, que yo prometo por la parte que me toca nunca más
pasarme de parada.
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