domingo, 1 de noviembre de 2015

Tarjeta blanca



I
Yo no vuelvo a casa. Ni de coña. Ahí se ha quedado el plato frío, encima de la mesa. A ellos no les entra que no me entre. Lentejas, buag. Cuando lleguen ya verán que me he ido. Que me busquen si quieren. Me he puesto la sudadera. He cogido la bolsa de deporte, he metido un poco de ropa, y mientras despejo mi sofoco con el aire frío de la calle, he ido pensando… dónde voy yo ahora. Lo más fácil, lo mejor:  A la estación.  A comprar un billete cualquiera de lo primero que salga. Lo que faltaba. Que empiece a chispear. Qué fastidio. Me muerdo los labios, agacho la cabeza. Me puede la rabia. Me ciega la injusticia. Me… HIIIII…. HIIIII….. PLOOOMMMMMMMMMMM
II
“De verdad, no se preocupe señor, que no me he hecho nada”. Uffff, qué golpe. “…la culpa ha sido mía, por no mirar y por cruzar donde no debía”. Me sacudo las mangas y los codos. La bolsa de deporte se ha ido a tomar por saco. Hay una señora que me la trae. “Toma chico… para haberte matado”. El vaquero sí, el vaquero tiene un siete a la altura de la pantorrilla. Me recompongo. El hombre, lívido, apenas articula palabras sin tartamudear. “…por lo menos vamos a un centro médico, que te miren para más tranquilidad”. Siempre he sido tozudo. “No, no, no”. Se ha formado atasco. Un impaciente machaca su claxon unos metros más hacia abajo. Desde la acera, un peatón le increpa, “¡pítale a la oreja de tu madre…!“, e interviene: “yo lo he visto todo y usted iba un poquito fuerte”. Zanjo el tema. “Váyase tranquilo: estoy bien”.  El señor saca de su cartera una tarjeta y me la tiende: “para lo que necesites”, me dice. La guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Luego, sube a su coche, un Tiburón. Arranca. Me aparto. Se descongestiona el tráfico. A los tres minutos, aquí no ha pasado nada. Vehículos y peatones vuelven a ir cada uno a la suya. Me apoyo en una farola. Me siento un poco desorientado. Calle del Limbo, parece que pone. No sabía que existiera esa calle en Mardebé. Respiro fatigado. Renqueante, apoyando poco la pierna, regreso hacia casa. Ésta será sin duda una de las fugas más breves que en la historia se han dado.
III
Aquí estoy. Sentado frente a un libro que no miro. Menuda ayuda la tarjeta que me ha dado el tío ése. Está en blanco. Por delante y por detrás. Me dan ganas de partirla a trocitos. Me contengo. La guardo. De recuerdo. Para recuerdo, el de mi pantorrilla que arde y se enciende por momentos. Oigo la llave de casa. Qué raro a estas horas. Pasos en el pasillo. La puerta se abre bruscamente. Aparece mi padre. De las lentejas no habla. “Levántate, Enzo, te esperan en la Clínica Riviera. Vas a que te miren. YA”. ¿Qué? ¿Cómo se ha enterado? Arrastro la silla. Obedezco con una mueca de escozor. Le sigo. No me hace preguntas. A lo que interpreto, el que me ha atropellado esta mañana con el Tiburón no se ha quedado convencido, ha dado instrucciones en ese hospital privado, allí, indagando, han dado con mi padre, y ahora vamos a lo que vamos. 
LXV
Tenía la esperanza de que la rebajaran. Pero quiá. Rebajas de Enero, y ahí la tienes, Raqueta Jack Kramer, mil quinientas pelas. Como tienen la venta asegurada, amarran el beneficio y no bajan ni un duro. Qué aprovechones. Pero yo la quiero. La he cogido, la he empuñado. Qué ligereza. Qué cordaje. Qué color amarillo más potente. La he llevado a la caja, con la funda blanca a juego. La cajera me ha mirado como se mira a un sospechoso. Sí. Qué pasa. Yo la puedo comprar y la compro. “Mil quinientas setenta y cinco”, ha pedido. He abierto la cartera. He empezado a rascar. Yo juraría que tenía. De la hucha, pasaban de mil cuatrocientas. Casi todo por las estrenas de Navidad. Yo tenía. He empezado a sumar. He empezado a acelerarme al constatar que me quedo corto. Detrás, una cola que empuja y apremia. Glup. He mirado con cara de lástima. ¿Les vale con las mil cuatrocientas sesenta y seis? He rebuscado en mi cartera vacía y repelada. Nada. Qué chasco, qué sensación más desagradable, pensar que uno llevaba contante y sonante suficiente y comprobar luego que se queda corto. Qué vergüenza. La señora cajera ha señalado: “puedes pagar con la tarjeta blanca si quieres”. ¿Quéeee? Se refiere a aquella tarjeta blanca que me dio hace dos años el del Tiburón. ¡Pero si es un papel sin nombre, sin letra, sin nada! Se la he mostrado “¿con esto se paga?”. “Pues claro”. Glup. He tenido una duda existencial. Lo hago o no lo hago. Sí o no. De indecisos está el mundo lleno. Sea. Adelante. He salido de los grandes almacenes con una flamante raqueta Jack Kramer. Con las mil cuatrocientas sesenta y seis en la cartera. Y con la sensación de que me estaba llevando algo que no es mío.
LXVI
Menudo chollo. Yo primero voy al de la taquilla del cine con las cien pesetas que vale la entrada. Pero al mismo tiempo, le pregunto: ¿Esta tarjeta vale?. Ni pestañean. Me dan el ticket. Y con media reverencia me invitan a pasar a la sala. Me estoy poniendo morado a ver todas las películas de estreno de Mardebé por el morro. Excalibur la he visto dos veces. Por encontrar una pena, la pena es no haberme dado cuenta antes de lo que se puede hacer con la tarjeta blanca.
LXVII
Él entra en mi habitación. En el frío que le acompaña de fuera noto lo recalentada que está. “Estoy estudiando. Mañana tengo examen de Física”. Se me queda mirando. Dejo el boli encima de la mesa. “¿Pasa algo?”.  “Estoy extrañado, Enzo… siempre me persigues para que te adelante la paga… y hace como cosa de dos semanas que no nos pides un céntimo… Bien por ti, hijo… bien porque empiezas a valorar lo que nos cuesta de ganar”. De la cartera, saca uno de quinientos, y lo deja encima de la mesa. Gluppp. Pienso en rechazarlo, pero se va a notar un montón. Así que me sale una sonrisa de iluminado, agradezco la gratificación, y pongo el dinero en la hucha. Estoy rumiando que me he cansado de la Jack Kramer y ya le he puesto el ojo a una Donnay que es la pera limonera.
LXVII
La duda total: ¿Tiene límite en el tiempo y en la cantidad esta tarjeta blanca? ¿La aceptan en todos los sitios? ¿En todas las monedas? ¿Puedo entrar en un concesionario y comprarme un bólido? ¿Puedo ir al piso piloto de una constructora y dar la entrada para dejar de vivir en esta casa llena de goteras y grietas? Y sobre todo: Si el dinero no se crea, aunque sí se destruye… ¿de dónde sale todo esto…? Se me hace un nudo en el estómago. Me da por pensar que, si hago ostentación, la gente allegada me hará preguntas y yo no sabré dar respuestas... En mis pesadillas, sueño que me roban la tarjeta. Mi tar-jetaaaaa. Bueno, últimamente no tengo demasiadas pesadillas, porque también últimamente, tengo la cabeza tan acelerada que por mucho que quiera y me canse, apenas duermo.
CCVIII
Al salir de clase, Avril se me ha acercado. La noto extraña. En un aparte, a la primera que ha podido, me lo ha soltado: “Enzo: tú robas”. Qué sacudida escuchar eso. Al instante me he rebotado, “¿Yo? Qué va, qué va… pero bueno, por qué dices eso”. Me acusa ella, que es quien más me importa en este mundo. “…no sé cómo lo haces… con el sueldo que tienen tus padres… no me cuadra que hoy hayas estrenado otros vaqueros con etiqueta roja… y no puedo aceptar que me regales este reloj precioso… a no ser que me digas que es una imitación”.  No se lo puedo decir  porque es auténtico. “Más vale que no sigamos con lo nuestro… no quiero tener que ver cómo cualquier día viene la policía y se te lleva”. Se ha levantado de la cafetería y se ha despedido. Me he quedado quieto, solo, helado, con la certeza de que tiene razón. No sé a quién, pero yo robo.
CCIX
Avril significa tanto que se lo he querido contar con pelos y señales. Que me quería escapar de casa por un plato de lentejas. Que crucé sin mirar. Y que un Tiburón dio al traste con mi fuga. Le muestro la tarjeta blanca. Sin trampa ni cartón. Aquel tipo me dijo: “para lo que necesites”. Le he contado que tardé dos años en darme cuenta de para qué servía. “Y, créeme, engancha”. Ella puede creer que efectivamente engancha. Lo que le cuesta creer más es el episodio en sí. Pregunta, a pregunta, me hace empezar de nuevo por el principio. Y revivo la historia, segundo a segundo, desde la calle del Limbo.
CCXX
Ya no me quedan uñas. Ni lágrimas en los ojos. Me derrumbo en la sala de espera. Alrededor están sus padres, sus hermanos. Avisan a los familiares de los ingresados en cuidados intensivos. Me dan con el codo, “pasa tú, Enzo, a ver si la animas”. Tiemblan mis piernas. “Qué has hecho, Avril, qué has hecho”. Entorna los ojos hinchados. Me ve. Y solloza. Después de mucho buscar, topó con la calle del Limbo. La buscaba cada día, desde que le conté la historia de mi tarjeta blanca. Y justo en la bocacalle, vio acercarse un Tiburón con sus luces amarillas. Qué casualidad, con lo raros que son ahora.  Avril me dijo que lo vio tan, tan claro, que con toda la fe del mundo se tiró a su paso. El coche entonces le pasó por encima. “…el joputa se dio a la fuga… querido Enzo: a ti te atropelló un ángel… y a mí un demonio”.
CCXXI
Cae intensa la lluvia colmatando los imbornables. Subo el cuello de mi cazadora con caballito de polo en la entrada del hospital, después de discutir agriamente con la dirección. Los muy estúpidos no quieren admitir mi tarjeta blanca para acelerar el tratamiento de Avril. “lo sentimos… esa tarjeta es intransferible… para esta paciente no sirve”, se limitan a decir. Hago una bola con ella. A la papelera. A la mierda. No quiero nada para mí que no me haya merecido por mí mismo. Nada. Como si me hubiera liberado de un peso, mi tar-jetaaaa, mi tesorooo, me sacudo las manos y vuelvo hacia dentro. Sí. Seguro que, ahora cuando se lo cuente,  Avril estará muy orgullosa de mi gesto.
CCXXII
Pues no. Todo lo contrario. Avril me llamó “idiota con todas sus letras”. Y me empujó, “búscala otra vez…esa tarjeta blanca es tuya, es la que te ha regalado a ti esta vida… aprovecha la oportunidad… sin complejos… exprímela… haz el bien con ella…”.  Ufff. Avril me ha puesto los pelos de punta. Así que aquí estoy otra vez, mojándome la cara porque llueve de lado. Llevo media hora revolviendo la papelera y no la encuentro, BUFFF… yo la había tirado aquí… pero si no aparece, no pasa nada, porque pienso en un plan B… Salir corriendo hacia la estación del tren, con la idea de coger un tren cualquiera… Y, de camino, cruzar a todo meter y sin mirar la calle del Limbo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario