I
Yo no vuelvo a casa. Ni de coña. Ahí se ha quedado
el plato frío, encima de la mesa. A ellos no les entra que no me entre. Lentejas,
buag. Cuando lleguen ya verán que me he ido. Que me busquen si quieren. Me he
puesto la sudadera. He cogido la bolsa de deporte, he metido un poco de ropa, y
mientras despejo mi sofoco con el aire frío de la calle, he ido pensando… dónde
voy yo ahora. Lo más fácil, lo mejor: A
la estación. A comprar un billete
cualquiera de lo primero que salga. Lo que faltaba. Que empiece a chispear. Qué
fastidio. Me muerdo los labios, agacho la cabeza. Me puede la rabia. Me ciega
la injusticia. Me… HIIIII…. HIIIII….. PLOOOMMMMMMMMMMM
II
“De verdad, no se preocupe señor, que no me he
hecho nada”. Uffff, qué golpe. “…la culpa ha sido mía, por no mirar y por
cruzar donde no debía”. Me sacudo las mangas y los codos. La bolsa de deporte
se ha ido a tomar por saco. Hay una señora que me la trae. “Toma chico… para
haberte matado”. El vaquero sí, el vaquero tiene un siete a la altura de la
pantorrilla. Me recompongo. El hombre, lívido, apenas articula palabras sin
tartamudear. “…por lo menos vamos a un centro médico, que te miren para más
tranquilidad”. Siempre he sido tozudo. “No, no, no”. Se ha formado atasco. Un
impaciente machaca su claxon unos metros más hacia abajo. Desde la acera, un
peatón le increpa, “¡pítale a la oreja de tu madre…!“, e interviene: “yo lo he
visto todo y usted iba un poquito fuerte”. Zanjo el tema. “Váyase tranquilo:
estoy bien”. El señor saca de su cartera
una tarjeta y me la tiende: “para lo que necesites”, me dice. La guardo en el
bolsillo trasero del pantalón. Luego, sube a su coche, un Tiburón. Arranca. Me
aparto. Se descongestiona el tráfico. A los tres minutos, aquí no ha pasado
nada. Vehículos y peatones vuelven a ir cada uno a la suya. Me apoyo en una
farola. Me siento un poco desorientado. Calle del Limbo, parece que pone. No
sabía que existiera esa calle en Mardebé. Respiro fatigado. Renqueante, apoyando
poco la pierna, regreso hacia casa. Ésta será sin duda una de las fugas más
breves que en la historia se han dado.
III
Aquí estoy. Sentado frente a un libro que no miro.
Menuda ayuda la tarjeta que me ha dado el tío ése. Está en blanco. Por delante
y por detrás. Me dan ganas de partirla a trocitos. Me contengo. La guardo. De recuerdo.
Para recuerdo, el de mi pantorrilla que arde y se enciende por momentos. Oigo
la llave de casa. Qué raro a estas horas. Pasos en el pasillo. La puerta se
abre bruscamente. Aparece mi padre. De las lentejas no habla. “Levántate, Enzo,
te esperan en la Clínica Riviera. Vas a que te miren. YA”. ¿Qué? ¿Cómo se ha
enterado? Arrastro la silla. Obedezco con una mueca de escozor. Le sigo. No me
hace preguntas. A lo que interpreto, el que me ha atropellado esta mañana con
el Tiburón no se ha quedado convencido, ha dado instrucciones en ese hospital
privado, allí, indagando, han dado con mi padre, y ahora vamos a lo que vamos.
LXV
Tenía la esperanza de que la rebajaran. Pero quiá.
Rebajas de Enero, y ahí la tienes, Raqueta Jack Kramer, mil quinientas pelas.
Como tienen la venta asegurada, amarran el beneficio y no bajan ni un duro. Qué
aprovechones. Pero yo la quiero. La he cogido, la he empuñado. Qué ligereza.
Qué cordaje. Qué color amarillo más potente. La he llevado a la caja, con la
funda blanca a juego. La cajera me ha mirado como se mira a un sospechoso. Sí. Qué
pasa. Yo la puedo comprar y la compro. “Mil quinientas setenta y cinco”, ha
pedido. He abierto la cartera. He empezado a rascar. Yo juraría que tenía. De
la hucha, pasaban de mil cuatrocientas. Casi todo por las estrenas de Navidad.
Yo tenía. He empezado a sumar. He empezado a acelerarme al constatar que me
quedo corto. Detrás, una cola que empuja y apremia. Glup. He mirado con cara de
lástima. ¿Les vale con las mil cuatrocientas sesenta y seis? He rebuscado en mi
cartera vacía y repelada. Nada. Qué chasco, qué sensación más desagradable,
pensar que uno llevaba contante y sonante suficiente y comprobar luego que se
queda corto. Qué vergüenza. La señora cajera ha señalado: “puedes pagar con la
tarjeta blanca si quieres”. ¿Quéeee? Se refiere a aquella tarjeta blanca que me
dio hace dos años el del Tiburón. ¡Pero si es un papel sin nombre, sin letra,
sin nada! Se la he mostrado “¿con esto se paga?”. “Pues claro”. Glup. He tenido
una duda existencial. Lo hago o no lo hago. Sí o no. De indecisos está el mundo
lleno. Sea. Adelante. He salido de los grandes almacenes con una flamante
raqueta Jack Kramer. Con las mil cuatrocientas sesenta y seis en la cartera. Y
con la sensación de que me estaba llevando algo que no es mío.
LXVI
Menudo chollo. Yo primero voy al de la taquilla
del cine con las cien pesetas que vale la entrada. Pero al mismo tiempo, le pregunto:
¿Esta tarjeta vale?. Ni pestañean. Me dan el ticket. Y con media reverencia me
invitan a pasar a la sala. Me estoy poniendo morado a ver todas las películas
de estreno de Mardebé por el morro. Excalibur la he visto dos veces. Por
encontrar una pena, la pena es no haberme dado cuenta antes de lo que se puede
hacer con la tarjeta blanca.
LXVII
Él entra en mi habitación. En el frío que le
acompaña de fuera noto lo recalentada que está. “Estoy estudiando. Mañana tengo
examen de Física”. Se me queda mirando. Dejo el boli encima de la mesa. “¿Pasa
algo?”. “Estoy extrañado, Enzo… siempre
me persigues para que te adelante la paga… y hace como cosa de dos semanas que
no nos pides un céntimo… Bien por ti, hijo… bien porque empiezas a valorar lo que
nos cuesta de ganar”. De la cartera, saca uno de quinientos, y lo deja encima
de la mesa. Gluppp. Pienso en rechazarlo, pero se va a notar un montón. Así que
me sale una sonrisa de iluminado, agradezco la gratificación, y pongo el dinero
en la hucha. Estoy rumiando que me he cansado de la Jack Kramer y ya le he
puesto el ojo a una Donnay que es la pera limonera.
LXVII
La duda total: ¿Tiene límite en el tiempo y en la
cantidad esta tarjeta blanca? ¿La aceptan en todos los sitios? ¿En todas las
monedas? ¿Puedo entrar en un concesionario y comprarme un bólido? ¿Puedo ir al
piso piloto de una constructora y dar la entrada para dejar de vivir en esta
casa llena de goteras y grietas? Y sobre todo: Si el dinero no se crea, aunque
sí se destruye… ¿de dónde sale todo esto…? Se me hace un nudo en el estómago. Me
da por pensar que, si hago ostentación, la gente allegada me hará preguntas y
yo no sabré dar respuestas... En mis pesadillas, sueño que me roban la tarjeta.
Mi tar-jetaaaaa. Bueno, últimamente no tengo demasiadas pesadillas, porque
también últimamente, tengo la cabeza tan acelerada que por mucho que quiera y
me canse, apenas duermo.
CCVIII
Al salir de clase, Avril se me ha acercado. La
noto extraña. En un aparte, a la primera que ha podido, me lo ha soltado: “Enzo:
tú robas”. Qué sacudida escuchar eso. Al instante me he rebotado, “¿Yo? Qué va,
qué va… pero bueno, por qué dices eso”. Me acusa ella, que es quien más me
importa en este mundo. “…no sé cómo lo haces… con el sueldo que tienen tus
padres… no me cuadra que hoy hayas estrenado otros vaqueros con etiqueta roja… y
no puedo aceptar que me regales este reloj precioso… a no ser que me digas que
es una imitación”. No se lo puedo decir porque es auténtico. “Más vale que no sigamos
con lo nuestro… no quiero tener que ver cómo cualquier día viene la policía y
se te lleva”. Se ha levantado de la cafetería y se ha despedido. Me he quedado
quieto, solo, helado, con la certeza de que tiene razón. No sé a quién, pero yo
robo.
CCIX
Avril significa tanto que se lo he querido contar
con pelos y señales. Que me quería escapar de casa por un plato de lentejas.
Que crucé sin mirar. Y que un Tiburón dio al traste con mi fuga. Le muestro la
tarjeta blanca. Sin trampa ni cartón. Aquel tipo me dijo: “para lo que
necesites”. Le he contado que tardé dos años en darme cuenta de para qué
servía. “Y, créeme, engancha”. Ella puede creer que efectivamente engancha. Lo
que le cuesta creer más es el episodio en sí. Pregunta, a pregunta, me hace
empezar de nuevo por el principio. Y revivo la historia, segundo a segundo,
desde la calle del Limbo.
CCXX
Ya no me quedan uñas. Ni lágrimas en los ojos. Me
derrumbo en la sala de espera. Alrededor están sus padres, sus hermanos. Avisan
a los familiares de los ingresados en cuidados intensivos. Me dan con el codo, “pasa
tú, Enzo, a ver si la animas”. Tiemblan mis piernas. “Qué has hecho, Avril, qué
has hecho”. Entorna los ojos hinchados. Me ve. Y solloza. Después de mucho
buscar, topó con la calle del Limbo. La buscaba cada día, desde que le conté la
historia de mi tarjeta blanca. Y justo en la bocacalle, vio acercarse un
Tiburón con sus luces amarillas. Qué casualidad, con lo raros que son ahora. Avril me dijo que lo vio tan, tan claro, que
con toda la fe del mundo se tiró a su paso. El coche entonces le pasó por
encima. “…el joputa se dio a la fuga… querido Enzo: a ti te atropelló un ángel…
y a mí un demonio”.
CCXXI
Cae intensa la lluvia colmatando los imbornables.
Subo el cuello de mi cazadora con caballito de polo en la entrada del hospital,
después de discutir agriamente con la dirección. Los muy estúpidos no quieren
admitir mi tarjeta blanca para acelerar el tratamiento de Avril. “lo sentimos… esa
tarjeta es intransferible… para esta paciente no sirve”, se limitan a decir. Hago
una bola con ella. A la papelera. A la mierda. No quiero nada para mí que no me
haya merecido por mí mismo. Nada. Como si me hubiera liberado de un peso, mi
tar-jetaaaa, mi tesorooo, me sacudo las manos y vuelvo hacia dentro. Sí. Seguro
que, ahora cuando se lo cuente, Avril estará
muy orgullosa de mi gesto.
CCXXII
Pues no. Todo lo contrario. Avril me llamó “idiota
con todas sus letras”. Y me empujó, “búscala otra vez…esa tarjeta blanca es
tuya, es la que te ha regalado a ti esta vida… aprovecha la oportunidad… sin
complejos… exprímela… haz el bien con ella…”. Ufff. Avril me ha puesto los pelos de punta. Así
que aquí estoy otra vez, mojándome la cara porque llueve de lado. Llevo media hora revolviendo la papelera y no la encuentro, BUFFF… yo la había
tirado aquí… pero si no aparece, no pasa nada, porque pienso en un plan B… Salir corriendo
hacia la estación del tren, con la idea de coger un tren cualquiera… Y, de
camino, cruzar a todo meter y sin mirar la calle del Limbo.
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