martes, 10 de noviembre de 2015

Recuerdo del líder


I
No sé si este cole nuevo me va a gustar. Para empezar es enorme. Tenía que haber venido el Sábado pasado para ver dónde están las clases. Pero mis padres no podían. Aún hay globos en la entrada de la fiesta de bienvenida. Cuarto B. Busco Cuarto B. Me han dicho arriba, al fondo, a la izquierda. Será por aquí. Entre empujones subo, peldaño a peldaño. Cuánta gente. Cuánto grito. La sirena ha sonado hace un buen rato. No conozco a nadie. Ellos sí se conocen del curso pasado. Hablan todos con un acento muy raro. No hay quien les entienda a la primera. Me entra sentimiento. Yo quiero volverme a Gorroperdido. Cartel en la puerta. Cuarto B. Puerta cerrada. Abro. Asomo la cabeza. Pregunto: “¿Cu, cu, cu cuarto B?”. Descojone general. De mi cara. De mi voz. Mal principio. Sí, sí, sí: Yo quiero volverme a Gorroperdido.
II
Hoy había partido en el patio. Contra Cuarto A. He preguntado si podía jugar. Uno grande y gordo que se llama Héctor me ha ordenado: “Tú, Cucú, ponte de portero”. Me pusieron “Cucú” por lo de “cu, cu, cuarto”, en mi entrada triunfal el primer día de clase. He parado un penalty. Más bien me han fusilado. No me he movido y el balón casi me revienta los pulmones. Me he quedado grogui. Un poco más abajo y digo yo que me deshueva. O un poco más arriba y digo yo que el Ratoncito Pérez tiene faena extra esta noche. Al final hemos perdido de dos. Conste que ninguno de los goles que me han colado ha sido culpa mía. Hemos vendido cara la derrota. Resudados y de vuelta a clase, Héctor ha refunfuñado: “Esto con Barea no hubiera pasado”. “¿Barea? ¿Quién es Barea?”.  “Un tío grande de veras”, ha dicho esto y ha buscado la confirmación de los otros. Todos, a coro, han asentido: “Un fenómeno, Barea”.
III
Barea por aquí, Barea por allá. En clase hablan de él a todas horas. “Tú, Cucú, como eres nuevo…”. Ya está. Como soy nuevo me lo he perdido y no le he conocido. Hablan tan bien, pero tan bien, que me extraña no tenga un monumento en la entrada del colegio, o que ésta no sea la Avenida Barea en lugar de la Avenida del Este. Hoy, por ejemplo, el Balaguer, el de Lengua, ha preguntado el pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo “saber”, y todo bicho viviente ha agachado la cabeza a la vez que ha escondido la mano. Entonces el Bala ha soltado su ocurrencia: “Barea lo hu-bie-ra sa-bi-do”. Cuando, con efecto retardado, la gente ha caído en la cuenta, “ahhh…..”, la carcajada ha sido general. Barea lo tenía todo. Por lo que interpreto, también debía de ser el empollón.
IV
“Y Barea era muuuuy guapo”. Me lo dice Geli con tanta rotundidad que me doy por aludido. Que yo soy el contrapunto. Que  yo soy feo un rato. “Ese sitio, contigo ha perdido mucho”. Me rasco la cabeza. Yo me senté aquí porque vi el pupitre vacío. No porque supiera que el año pasado él se sentaba en él. Resoplo. Tanto que, el rotulador Carioca rula y cae al suelo. Me agacho. Y al levantarme, en el dorso de la mesa qué veo. Un corazón en el contrachapado. Y dentro, dos nombres. Barea y Geli. Una evidencia. Una prueba de que este tío existió y dejó huella. “¡Geli, agacha, mira!”. La llamo. Se asoma. Ensombrece entonces su rostro. Traga saliva con dificultad. Tiemblan sus labios. Y enrojecen sus ojos. Vaya. “Qué te pasa Geli, por qué te pones así”. Se encoge de hombros. “…porque lo nuestro ya no será… porque lo echo mucho de menos”. Me incorporo. Con envidia, pienso… Qué tío más grande debía de ser este Barea. 
V
Revuelo en el aula. Es que hay carta de Barea. Por lo bajini. Ha escrito a Héctor. “Nos da recuerdos para todos…”. Por debajo de las mesas, entre las piernas va pasando un folio. La letra es de aquellas que se adivinan más que se leen. Cuando llega mi turno para leerla, me miran y me saltan. Me siento excluido. El gigantón prosigue: “…dice que vayamos a visitarle a Delcid”. Chissss, chissss, que viene el Bala. Antes de que el profesor entre en la clase, Héctor ha dado la consigna: “Reunión en el patio: Vamos a verle”.
VI
“Tú no”, me paran con la palma de la mano. Eso me sienta como una patada en los mismísimos. “Por qué yo no”, protesto. Insisto. Soy de Cuarto B. Quiero ir. “...porque tú no le conoces”. El Chufi, el Paella, Geli, esperan a que me retire para empezar a desarrollar el plan. Van listos. Me quedo quieto. Héctor me reta con la mirada. La mantengo. Al final, ve que los minutos pasan, y cede anunciando: “…el día D será el Sábado 7 de Noviembre”.
VII
Al cerrar la puerta y dejar a todos durmiendo en casa, qué cielo tan raso. Tan plagado de estrellas. Tan frío. Brrrr. Qué relente. Cargo con la mochila en el hombro. Pesa. Dentro, llevo lo que me tocaba a mí. Diez sandwichs de york. Cuatro latas de berberechos. Cuatro bolsas de ganchitos al queso. Ocho latas de naranjada. Un tubo de leche condensada. Y tabletas de chocolate crujiente.  En la cartera, mis ahorros, por si acaso. Bate mi corazón con nervio. Cuando llego, apenas nadie en la Estación. Qué luz tan apagada la de estas farolas. Un tipo durmiendo en un banco. Habíamos quedado a las seis y media junto a la taquilla de Trenes con Salida Inmediata. Por ahí van llegando. Ahí veo al Paella. “Ehhhh….”. Por allá se acerca el Chufi. Así se hace. Con puntualidad mardebiana. Todos con cara de susto. A ver qué pasa cuando nuestros padres lean la nota que hemos dejado diciendo que volvemos mañana. Geli ya se borró y dijo que no podía venir. Pero… “¿Y Héctor…? Es el principal”. Miramos el reloj. Faltan diez minutos para que salga el tren. “¡Ahí viene!, ¡Bien! ¡ya estamos todos!”. Palabras las justas. Un poco de miedo en el cuerpo sí que entra, sí. Vamos al andén, vía cuatro. Por encima de la megafonía, suena una llamada: “¡Héctoooorrrrrrrr!, ¡Ven aquí inmediatamente!”. Ese grito paraliza al grandullón, y por efecto dominó también a nosotros. “¡Arrea!¡Es su madre!”, exclama el Chufi. La señora, en dos zancadas se planta ante nosotros. A Héctor le sale una vocecilla deconocida, suplicante: “…mamá… yo te explico… yo te cuento…”. Ufff, cómo le coge la oreja. “…. Ay, ay, suéltame mamá, por favor, ay…”. Me duele hasta a mí. “¡A mí no me cuentes nada… a tu padre sí, cuando lleguemos a casa, vamos…! ¡Nos vas a matar a disgustos!”. Cómo le estira. Se va. Se va. Sin decirnos nada. Nos quedamos quietos. Ha sido un visto y no visto. Acaba de caernos un mito. Héctor. Ahora qué. Retrocede Paella. “¿…se aborta la misión, Cucú?”. “Después de todo… tan poco pasa nada si no vamos a verle”, inquiere Chufi. Me muerdo los labios.  “Tren con destino Delcid se encuentra situado en Vía 4. Efectuará su salida en breves momentos”. Pienso en una fracción de segundo y resuelvo: “…primero, no se os ocurra llamarme más Cucú… segundo: ¡…nosotros no nos rajamos! ¡vamos arriba, venga…!”. Me secundan. Ya estamos arriba en la plataforma. Suena el último silbido del tren a Delcid. Ahí me pongo trascendente: “…y tercero: aunque ya pocos te recuerden, ¡va por ti, Barea!”. Ellos me miran raro. Debe ser porque lo he dicho yo,  que soy el único que no lo conoce.



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