I
No sé si este cole nuevo me va a gustar. Para
empezar es enorme. Tenía que haber venido el Sábado pasado para ver dónde están
las clases. Pero mis padres no podían. Aún hay globos en la entrada de la
fiesta de bienvenida. Cuarto B. Busco Cuarto B. Me han dicho arriba, al fondo,
a la izquierda. Será por aquí. Entre empujones subo, peldaño a peldaño. Cuánta
gente. Cuánto grito. La sirena ha sonado hace un buen rato. No conozco a nadie.
Ellos sí se conocen del curso pasado. Hablan todos con un acento muy raro. No
hay quien les entienda a la primera. Me entra sentimiento. Yo quiero volverme a
Gorroperdido. Cartel en la puerta. Cuarto B. Puerta cerrada. Abro. Asomo la
cabeza. Pregunto: “¿Cu, cu, cu cuarto B?”. Descojone general. De mi cara. De mi
voz. Mal principio. Sí, sí, sí: Yo quiero volverme a Gorroperdido.
II
Hoy había partido en el patio. Contra Cuarto A. He
preguntado si podía jugar. Uno grande y gordo que se llama Héctor me ha
ordenado: “Tú, Cucú, ponte de portero”. Me pusieron “Cucú” por lo de “cu, cu,
cuarto”, en mi entrada triunfal el primer día de clase. He parado un penalty.
Más bien me han fusilado. No me he movido y el balón casi me revienta los pulmones.
Me he quedado grogui. Un poco más abajo y digo yo que me deshueva. O un poco
más arriba y digo yo que el Ratoncito Pérez tiene faena extra esta noche. Al
final hemos perdido de dos. Conste que ninguno de los goles que me han colado
ha sido culpa mía. Hemos vendido cara la derrota. Resudados y de vuelta a
clase, Héctor ha refunfuñado: “Esto con Barea no hubiera pasado”. “¿Barea?
¿Quién es Barea?”. “Un tío grande de
veras”, ha dicho esto y ha buscado la confirmación de los otros. Todos, a coro,
han asentido: “Un fenómeno, Barea”.
III
Barea por aquí, Barea por allá. En clase hablan de
él a todas horas. “Tú, Cucú, como eres nuevo…”. Ya está. Como soy nuevo me lo
he perdido y no le he conocido. Hablan tan bien, pero tan bien, que me extraña
no tenga un monumento en la entrada del colegio, o que ésta no sea la Avenida
Barea en lugar de la Avenida del Este. Hoy, por ejemplo, el Balaguer, el de
Lengua, ha preguntado el pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo “saber”, y todo
bicho viviente ha agachado la cabeza a la vez que ha escondido la mano.
Entonces el Bala ha soltado su ocurrencia: “Barea lo hu-bie-ra sa-bi-do”. Cuando, con efecto retardado, la gente ha
caído en la cuenta, “ahhh…..”, la carcajada ha sido general. Barea lo tenía
todo. Por lo que interpreto, también debía de ser el empollón.
IV
“Y Barea era muuuuy guapo”. Me lo dice Geli con
tanta rotundidad que me doy por aludido. Que yo soy el contrapunto. Que yo soy feo un rato. “Ese sitio, contigo ha
perdido mucho”. Me rasco la cabeza. Yo me senté aquí porque vi el pupitre
vacío. No porque supiera que el año pasado él se sentaba en él. Resoplo. Tanto
que, el rotulador Carioca rula y cae al suelo. Me agacho. Y al levantarme, en
el dorso de la mesa qué veo. Un corazón en el contrachapado. Y dentro, dos nombres.
Barea y Geli. Una evidencia. Una prueba de que este tío existió y dejó huella. “¡Geli,
agacha, mira!”. La llamo. Se asoma. Ensombrece entonces su rostro. Traga saliva
con dificultad. Tiemblan sus labios. Y enrojecen sus ojos. Vaya. “Qué te pasa
Geli, por qué te pones así”. Se encoge de hombros. “…porque lo nuestro ya no
será… porque lo echo mucho de menos”. Me incorporo. Con envidia, pienso… Qué tío
más grande debía de ser este Barea.
V
Revuelo en el aula. Es que hay carta de Barea. Por
lo bajini. Ha escrito a Héctor. “Nos da recuerdos para todos…”. Por debajo de
las mesas, entre las piernas va pasando un folio. La letra es de aquellas que
se adivinan más que se leen. Cuando llega mi turno para leerla, me miran y me
saltan. Me siento excluido. El gigantón prosigue: “…dice que vayamos a
visitarle a Delcid”. Chissss, chissss, que viene el Bala. Antes de que el
profesor entre en la clase, Héctor ha dado la consigna: “Reunión en el patio:
Vamos a verle”.
VI
“Tú no”, me paran con la palma de la mano. Eso me
sienta como una patada en los mismísimos. “Por qué yo no”, protesto. Insisto.
Soy de Cuarto B. Quiero ir. “...porque tú no le conoces”. El Chufi, el Paella,
Geli, esperan a que me retire para empezar a desarrollar el plan. Van listos.
Me quedo quieto. Héctor me reta con la mirada. La mantengo. Al final, ve que
los minutos pasan, y cede anunciando: “…el día D será el Sábado 7 de Noviembre”.
VII
Al cerrar la puerta y dejar a todos durmiendo en
casa, qué cielo tan raso. Tan plagado de estrellas. Tan frío. Brrrr. Qué relente.
Cargo con la mochila en el hombro. Pesa. Dentro, llevo lo que me tocaba a mí. Diez
sandwichs de york. Cuatro latas de berberechos. Cuatro bolsas de ganchitos al
queso. Ocho latas de naranjada. Un tubo de leche condensada. Y tabletas de chocolate
crujiente. En la cartera, mis ahorros,
por si acaso. Bate mi corazón con nervio. Cuando llego, apenas nadie en la
Estación. Qué luz tan apagada la de estas farolas. Un tipo durmiendo en un
banco. Habíamos quedado a las seis y media junto a la taquilla de Trenes con
Salida Inmediata. Por ahí van llegando. Ahí veo al Paella. “Ehhhh….”. Por allá
se acerca el Chufi. Así se hace. Con puntualidad mardebiana. Todos con cara de
susto. A ver qué pasa cuando nuestros padres lean la nota que hemos dejado
diciendo que volvemos mañana. Geli ya se borró y dijo que no podía venir. Pero…
“¿Y Héctor…? Es el principal”. Miramos el reloj. Faltan diez minutos para que
salga el tren. “¡Ahí viene!, ¡Bien! ¡ya estamos todos!”. Palabras las justas.
Un poco de miedo en el cuerpo sí que entra, sí. Vamos al andén, vía cuatro. Por
encima de la megafonía, suena una llamada: “¡Héctoooorrrrrrrr!, ¡Ven aquí
inmediatamente!”. Ese grito paraliza al grandullón, y por efecto dominó también
a nosotros. “¡Arrea!¡Es su madre!”, exclama el Chufi. La señora, en dos zancadas
se planta ante nosotros. A Héctor le sale una vocecilla deconocida, suplicante:
“…mamá… yo te explico… yo te cuento…”. Ufff, cómo le coge la oreja. “…. Ay, ay,
suéltame mamá, por favor, ay…”. Me duele hasta a mí. “¡A mí no me cuentes nada…
a tu padre sí, cuando lleguemos a casa, vamos…! ¡Nos vas a matar a disgustos!”.
Cómo le estira. Se va. Se va. Sin decirnos nada. Nos quedamos quietos. Ha sido un
visto y no visto. Acaba de caernos un mito. Héctor. Ahora qué. Retrocede Paella.
“¿…se aborta la misión, Cucú?”. “Después de todo… tan poco pasa nada si no
vamos a verle”, inquiere Chufi. Me muerdo los labios. “Tren con destino Delcid se encuentra situado
en Vía 4. Efectuará su salida en breves momentos”. Pienso en una fracción de
segundo y resuelvo: “…primero, no se os ocurra llamarme más Cucú… segundo: ¡…nosotros
no nos rajamos! ¡vamos arriba, venga…!”. Me secundan. Ya estamos arriba en la
plataforma. Suena el último silbido del tren a Delcid. Ahí me pongo
trascendente: “…y tercero: aunque ya pocos te recuerden, ¡va por ti, Barea!”. Ellos
me miran raro. Debe ser porque lo he dicho yo, que soy el único que no lo conoce.
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