I
Ya verás, ya verás. Me paro en la esquina. En
seco. Mi nieta Daniela me mira, “qué te pasa, abuelo”. Le respondo enfadado:
“…como si tú no lo supieras: yo por aquí no paso”. Ya me la quería colar. Hace
treinta años que no piso la calle Mayor y no va a ser hoy el día que rompa mi
costumbre. Ella cae ahora en la cuenta. “…pero abuelo… entonces para llegar al
Teatro tenemos que dar toda la vuelta”. Así es la vida. No tendría porqué, pero
aún le doy explicaciones: “No lo ves: pero para mí ahí hay un muro invisible con
el que yo me daría de morros”. Se cariacontece la niña. “…es porque no te da la
gana pasar por delante de la puerta del escultor Román, es por eso”. Pues sí.
Es por eso. No es un secreto. Toda Mediavilla lo sabe. Lo que no le digo
mientras retrocedemos buscando la plaza, es que él tampoco pasa por la puerta
de mi casa. Y que lo tiene mucho peor: porque
yo vivo en la entrada del Este; y si quiere salir hacia Mardebé, no le queda
otra que tomar la del Oeste y circunvalar
el pueblo. Ahora es Daniela la que se detiene. “…abuelo: no sé lo que pasaría
entre vosotros… la mamá me dijo que ahora no os podéis ver, pero que hace
muchos años, vosotros érais muy amigos”. Murmuro un: “Tu madre, qué bocazas…”. “…mi amiga Reyes, ayer me dijo que su yayo
Román está muy enfermo”. “¿Sabes qué? Que ya era hora y que me alegro”. Mi nieta
no me reconoce. Lo he dicho rotundo, muy rotundo. Pero por dentro, un
calambrazo me ha sacudido de arriba a abajo. Para la alegría que se supone que
tengo, menudo calambrazo.
II
Ahí están otra vez. Daniela y esa chiquita… Reyes.
No entiendo cómo ellas se entienden tan bien. Como si no hubiera otra niña en
Mediavilla. Vale: No tiene ninguna culpa de tener ese abuelo, no… pero, lo
reconozco, no la puedo ver, se me
atraganta. Se ríe igual que su abuelo. A mandíbula suelta. Así: “Hi, hi, hi… “.
Me lo recuerda tremendamente. No me chupo el dedo. Algo traman. Titubean. Con escuchitas.
Una a la otra. “Lo que sea, soltadlo ya”, les he pedido. Ha hablado Daniela,
siempre le toca la peor parte, la de dar la cara: “…abuelo, tienes que ir a ver
al señor Román, antes de que ya no puedas hacerlo”. Levantarme del sillón,
salir hacia mi taller y darles un portazo. Ésa ha sido mi reacción. Quiénes se
creen estas niñas que son para decirme lo que debo hacer a estas alturas.
III
A este lado de la calle Mayor, ni hay un gas
venenoso que obtura mis pulmones, ni me ha partido un rayo en dos cuando he
cruzado esa línea invisible entre la esquina y la Plaza del ayuntamiento, ni he
recibido un perdigonazo cuando se supone que he estado a tiro de la ventana de
su casa. Mis pies, eso sí, estaban un poco más torpes y temblorosos al subir el
desnivel del portalón. Cuando mi vista se ha acostumbrado a la penumbra, he
reconocido una a una todas las esculturas que jalonan la entrada de la planta
baja. Mármol vivo. Sentado de espaldas, he adivinado su sombra. Qué ruina de
tío. Espero que a él no se le ocurra pensar lo mismo de mí. He carraspeado una,
dos veces. No pienso ser el primero en hablar. Al final he escuchado un: “…parece
que te has acatarrado, Ramón”. Yo lo he replicado con un: “…es del frío que
hace en tu casa, Román”.
IV
Las farolas estaban encendidas cuando he salido de
la casa de la calle Mayor. Encogido. Con la piel erizada. He escuchado lo que
de él nunca hubiera imaginado. “…lo siento, Ramón… ojalá pudiera rectificar… y
ojalá pudiera enmendar el daño que te he hecho”. Yo me frotaba los ojos. No me
lo podía creer. El orgulloso Román pidiéndome disculpas. A mí. Cómo estaría su
conciencia. Cómo. Se ha incorporado, con ayuda del bastón, ha ido hasta la
vitrina, la ha abierto… y con pulso tembloroso, ha cogido la figura de
porcelana de la niña. Mi pequeña niña. “…cógela, te pertenece”. Yo, yo… ufff.
No sabía que decir. Al fin y al cabo, es así: Es mi niña, se la quedó él, y con
eso empezó su imperio y se hundió el mío. El aire es frío. Cuello de la
chaqueta subido. Con cuidado, con ternura, aprieto la figura de la niña… Será
de porcelana, pero es tan real, que os aseguro, os prometo que mis manos
sienten su calor.
V
Fuera llueve. Los cristales empañados. Lentamente
tañen las campanas en la Iglesia. Tañen por Román, mi amigo Román.
X
Lo digo a gritos. “¡Créanme!¡Es la verdad! ¡Me la
dio! ¡Me la regaló él!”. La voz ya no me sale entre sollozos. “Eso dígaselo al
juez, Ramón: todo el mundo sabe el odio que le tenía al señor Román de toda la
vida”. El inspector me empuja hacia fuera y me desnivela. Una policía, con
guantes de nitrilo, sostiene la figurita de la niña, “qué suerte: está intacta…
¡con el valor que tiene!”. La deposita en una cajita acolchada. Con las esposas
puestas y la cabeza agachada, me sacan a la calle. Fuera, tumulto. Vecinos, fotógrafos
y cámaras se agrupan. “¡Chorizoooo!”. “¡Ladrooooón!”. Eso es lo más bonito que
me dedican. En mi mente se hace repentinamente la luz. Siento su puntilla
maquiavélica. Qué pardillo he sido. Qué milimétricamente había calculado que
esto me iba a ocurrir el cabronazo de Román.
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