martes, 9 de junio de 2015

Para que la abuela no esté sola


I
“…así la abuela tampoco estará sola”. Al escuchar esto, Leonor se muerde la lengua. Luego, las despedidas son rápidas. Es Domingo por la tarde y habrá caravana seguro para entrar en Mardebé. Un beso al aire, un tened cuidado, y un hasta el Sábado que viene. Arranca el Renault 18 a la segunda. Dos toques de claxon. Un intermitente, y el coche sale en primera. Cuando la hija y el yerno desaparecen tras la esquina, ahí quedan, frente a frente, Leonor y su nieto. Él contiene su rabia. “Qué rollo, Gorroperdido”. Ella simula no haberle oído: “Bueno… habrá que arreglar tu habitación”. “Ve arreglándola tú, que yo me voy a dar una vuelta y vengo enseguida”. Esto ella ya se lo sabe. Según vuelve entrar en la casa, Leonor imita la voz de su hija: “…así la abuela tampoco estará sola…”. Guarda el bastidor con el bordado que, de momento, no terminará. Cuadra los folios donde trataba de revivir historias dormidas y los pone dentro de un archivador. Y cuando cree que ya no la oye nadie, se le escapa un contundente: “…y una mierda”.

II
Cuando él gira la llave, ella se incorpora levemente en su mecedora. Se quita las gafas. Hace como que leía una revista. Él entra de puntillas, como intentando no despertarla. Los latidos del corazón de Leonor vuelven al sitio. El chico ya está en casa. Él habla bajito: “Buenas noches, abuela”. Ella abre la puerta de su dormitorio y contesta: “Buenas noches, David”. Ya dentro, mira la hora en el despertador de la mesita. Las seis. Menos mal que Gorroperdido era un rollo. Las seis nada menos. Antes de que se duerma, se asomará el sol por el Este espantando a las estrellas.

III
Ni que hubiera comprado piedras. El asa del bolso estrangula la yema de sus dedos. Y se le desconyunta el hombro. Eso es por comprar para dos. De tienda en tienda. Primero el horno. Después la carnicería. Ahora el Ultramarinos. No puede con la cuesta empedrada, no puede. Leonor deja caer la carga en el suelo. Y busca el apoyo en una pared. Se cruza con Cayetana. No podía ser otra. Le lanza un dardo en forma de pregunta: ¿No tienes al nieto para que te ayude?”. Ella, que se preocupa ahora de recuperar el aliento, se ahorra la respuesta. Al fondo, ha advertido las barreras puestas y preparadas para la suelta de la vaca por la tarde, ya estamos ahí, en lo de todos los años. Levanta el bolso, saca fuerzas que no sabe que tiene, y reemprende el camino, con un nudo en la boca del estómago. “…veremos cómo le digo a David, que las vacas, ni en pintura”.

IV
No cabe más gente en la calle. De parte a parte. Subida a las rejas de las ventanas. Asomada en los balcones. Encaramada en el quinto tablón de la barrera. De fiesta, con el vaso de vino y melocotón en la mano. Como si no fuera a sonar el aviso, el petardazo, en menos de cinco minutos, anunciando la suelta de la vaca. Apretujado, manteniendo el equilibrio, en lo alto del “carafal”, murmura David:  “Ni que estuviera yo loco”. Recuerda el sermón de la abuela. No hace falta que ella se lo advierta. Ya lo sabe él, ya. Sólo de sentarse allá arriba siente vértigo. POOOOOM Suena el aviso. En un momento, una riada de gente corre calle arriba. Los primeros al trote. Los últimos, despavoridos, al degüello, entre gritos y entre ay-ay-ay delante de una vaca que les pisa los talones. Tensión en la calle. Fluye la adrenalina. Medio mundo se ha volatilizado. El otro se ha quedado, de valiente,  para intentar escabullirse, todos a la vez, en el último segundo. La barrera se tambalea. David se agarra fuerte. “¿Bajar yo? Ni que estuviera yo loco”. En un visto y no visto, la vaca pasa. Qué bicho. El peligro parece que también. Luego los minutos van cayendo. No era la vaca tan fiera como la pintaban. Los comentarios aseguran que es un muermo. Que no hace caso a los requerimientos de quienes tratan de recortarla y marearla a un lado y a otro. Cada vez más gente vuelve a pisar la calle. No pasa nada. El animal está en la otra punta. Y estar ahí, arriba en el “carafal”, empieza a ser aburrido. Nadie le dice nada. Total, por bajar un poco. Le duele la rabadilla de estar tanto tiempo sentado. Duda. Pero luego la duda disminuye. Titubea. Sigue escuchando que esta vaca está dormida. Pulsaciones a mil. Baja o no baja. Todos los amigotes están bajo. Se decide. Se incorpora. No pasa nada. Está en la calle, pisando empedrado. Respira hondo. Fuerza una sonrisa. Como si le faltara aire, respira hondo.

X
“Así, con cuidado al girar los escalones, no se os vaya a caer de la camilla”. La cama está dispuesta en el piso de arriba, donde la cocina, que es la parte central y más amplia de la casa, mirando hacia el balcón.. Cayetana, la vecina, ha entrado detrás, detrás, con un “le tenía que tocar a él” y se recrea explicando que “pudo ser peor: el chico parecía un muñeco de trapo cuando la vaca fue a por él y lo enganchó”. Los de la ambulancia se despiden, deseando un “…en lo posible, buen lo que queda de Verano”. La vecina se aparta para dejarles paso, y les sigue repitiendo: “lo que necesitéis, ya lo sabéis…”. Se hace el silencio. Tenso. Ya no quedan reproches de la hija hacia su madre: “…le tenías que haber controlado mejor”. La abuela está pálida. Cruza una mirada con el nieto, que luce un fuerte vendaje desde la cadera hasta la punta del pie. Actúa la fibra sensible, porque sus ojos, los de ambos, se humedecen. Es Lunes. Mañana hay que trabajar en Mardebé. La madre, mira el reloj, recoge su bolso, se acerca, le da un beso y dice: “…ahora sí que sí, hijo, te quedas para que la abuela no esté sola”. David niega la mayor. Busca la mano de la abuela Leonor. La estrecha. Y le contesta: “…ahora sí que sí, mamá… también me quedo para que la abuela me cuide”.

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