I
Porque es la hora que es, si no, a mí ni se me
ocurre. Ellos me dieron llaves de su casa desde el primer día, con toda la
confianza del mundo, pero son para lo que son. No sé quién de los dos es más
despistado, Enzo o Samantha: van a la par en eso también. De tanto en tanto, mi
hijo me llama, me pone esa cara de niño travieso que va a pedir algo, y yo, que
le adivino y lo veo venir, le digo: “Qué, ya os habéis dejado las llaves dentro
otra vez, ¿no? Ay, ay, ay… el cerrajero se hubiera puesto las botas a vuestra
costa si no me tuviérais a mí de guardesa”. Una vez, una sola, se me ocurrió abrir,
llamando antes al timbre, eso sí, y…. madre mía, Jesús, María y José… no los vi, pero los oí, de fiesta-fiesta. Habían
perdido la noción del tiempo. No sabrían ni la hora ni el día que era. Volví a
cerrar enseguida. Sin hacer ruido, por supuesto. Para mí que no se dieron
cuenta. Pero, desde entonces, una y no más. Llamo y espero. Y si no abren, pues
me vuelvo a mi casa. Ya aparecerán. Lo que pasa es que hoy… fueron ellos los
que me dijeron que viniera. Samantha me pidió: “¿Y por qué no nos haces una lasaña rica-rica,
de las tuyas, vienes y nos la comemos aquí los tres juntos?”. Yo, encantada.
Toda la mañana en la cocina. Ahora es tarde: son ya las dos y media. Creo que quedamos a
las dos. A lo mejor lo entendí yo mal, y la querían para merendar. Sus móviles,
parados. Saltan sus buzones de voz,
fritos con mis llamadas perdidas. Yo, aquí en la calle… Y está a punto de ponerse a llover. Se
estropeará la lasaña. Fría no vale nada. Cogeré la llave. Entraré a voz en
grito, avisando a los navegantes, “¡QUE SOY YOOOO!”. Y me meteré en su cocina,
sin ver, mirar ni oír nada. Seguramente se acostarían más que muy tarde ayer, muy temprano esta mañana, y estarán sopas.
Mmmm. Porque esto es una situación de emergencia, si no, a mí abrir así ni se
me ocurre. A qué santo.
II
Me lo esperaba todo. Todo, menos eso. Los dos de
pie, mirando cada uno a una pared. Me lo soltaron a bocajarro. Casi me caigo
allí mismo. “Benigna, no te lo tomes así, que no pasa nada”. ¿Nada, Samantha ?
¿Cómo que nada, Enzo? “Estamos de acuerdo, no tenemos niños, es mejor ahora
así”. Niños… no tienen niños… Como si sólo se tuviera que mirar hacia abajo,
sin mirar hacia arriba. Hacia abajo estará el suelo que los sostiene. Pero
hacia arriba… hacia arriba está el cielo que los trajo. Él tiene una madre que
soy yo. Y ella unos padres. Los veo y me cruzo con ellos casi cada día… La
lasaña habrá ido a la basura. No pasará nada, no pasará nada de nada, pero para
no pasar nada, ninguno de los tres ha tenido ganas de comer.
III
Alguien ha entrado en casa. Es él. Estiro el
cuello desde el sofá. Por si viene ella detrás. Ojalá. No. Es Enzo solo. Qué
mal aspecto tiene. Va descuidado. Sin afeitar. Lo conozco bien. Aunque no me lo
diga. Me muerdo los labios, la lengua. Lo pienso, pero no se lo digo. “Hijo qué
tonto eres. Pero tonto, tonto, tonto. No vas a encontrar en toda tu puñetera
vida a alguien como Samantha. No habrá nadie mejor. Lo sabré yo. Te había transformado
de los pies a la cabeza en positivo. Y ahora… mírate, dándote pena a ti mismo”.
En lugar de eso, hablamos del tiempo, del frío que hace este invierno. De que
me deja las fiambreras vacías y se lleva las que preparé para que él pase la
semana. Me pregunta si estoy bien, si me falta algo. Claro que me falta. Pero
no se lo voy a decir. Me pregunta si he quedado y he salido con las amigas. “No
tengo ganas”. Se enfada. “Cómo que no, mamá”. También lo pienso, pero tampoco no
se lo digo. “No quiero que chafardeen, que me metan cizaña, que se compadezcan
de mí, sobre todo no quiero escuchar ni una sola vez eso de lo buena parejita que hacíais”.
IV
Es la tercera vez que quedamos. En el Liberto. En
eso , todo igual. Para mí una infusión. Para Samantha su café solo con
sacarina. La cafeína no le quitaba el sueño. La miro a los ojos. Le preguntaría
mil veces por qué. Me reconcome no saberlo. Pero no abro la boca en ese
sentido. No es mi tema. Es una cuestión sólamente suya, de ellos. Me enseña la
ropa que ha comprado en las Rebajas. Le doy mi opinión. Sé que la tiene muy en
cuenta. Me habla de planes. Del chico con el que ha empezado a salir. Se me
hace de noche. Hace ya un año. Me cambia la cara. Y me lo nota. Pone su mano en
mi antebrazo: “Benigna, nosotras siempre seremos amigas, siempre”. Noto un nudo
en la garganta. Nos levantamos. Es la tercera vez que quedamos. Pero creo que
ya no habrá una cuarta.
XXXI
Porque es la hora que es, si no, a mí ni se me
ocurre. Ellos me dieron llaves de su casa desde el primer día, con toda la
confianza del mundo, pero son para lo que son. No sé quién de los dos es más
despistado, Enzo o Fania: van a la par en eso también.
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