I
Me enfado cuando las cosas no salen como yo
quiero. Y lo disimulo mal. Se me nota a la legua. Enmudezco. Como sin apetito.
Y la comida en el plato crece, en lugar de menguar. Padre lo nota. Me pregunta:
“…qué te pasa, Jimena”. “Nada”, es mi respuesta. No insiste, y yo no le voy a
contar que me atasqué con el último cuento, que terminaré por romperlo, por
empezarlo de nuevo desde la primera letra, y que la culpa de todo está en que
necesito absorber aires nuevos, aires que me inspiren, aires que ya no
encuentro aquí en Gorroperdido. Necesito salir de estas cuatro paredes. Ése es
el resumen de lo que me pasa. En casa cenamos con la tele apagada, porque así,
dice él, podemos hablar. Lo que termina ocurriendo, es que engullimos a toda
velocidad, abrasándonos la tráquea, sin mediar casi palabra, para deprisa,
deprisa, tumbarnos en el sofá y tratar de hacernos dueñas del mando a
distancia. Casi siempre gana Herminia, que con dos cucharaditas dice que tiene
bastante. Pero hoy, mírala, ahí la tienes. Respirando hondo. Como si tuviera
que anunciar algo. “Qué te pasa Herminia”, le pregunta finalmente a ella también.
Ella se limpia los labios con la servilleta. “Me voy”. Un terremoto de grado
siete no hubiera tenido tanto impacto en el comedor de la casa. Menuda bomba. Padre
salta: “¿Qué? Tú no te vas a ninguna parte”. Cree que con esa sentencia ha
zanjado el tema, pero no es así. Como rúbrica, suelta un puñetazo seco sobre la
mesa. Cruje la cristalería. Se pone de pie, arrastrando la silla. Y le lanza
una mirada desafiante. “…qué te has creído…”. Si esta escena llega a durar unos
segundos más, aquí pasa algo. Herminia se levanta y se va a la habitación. Yo pienso,
“mierda, yo quería decir eso, y ella va y se me adelanta…”. Mi padre, con las
mejillas al rojo vivo, sale también. Antes, me ordena: “recoge tú, Jimena”.
¿Ves? Ya está adjudicado quién recoge. La de siempre. Hoy que el mando está
libre, no lo quiero. No me gusta ver la tele cuando estoy enfadada.
II
Padre ha removido todos los cajones. No quiere ni
rastro de nada que recuerde a Herminia. Yo sí he guardado y puesto a salvo
entre las páginas de mis libros una foto suya. Todo lo que él ha pillado de
ella, ha ido de tiro al desván. Cualquier día se le cruzan los cables y le
prende fuego. Sacudiéndose las manos después de cada criba, ha dejado claro que
esto es un punto y final: “…como si no hubiera existido jamás esa desagradecida”.
No intento contemporizar, porque si no, él aún descargará su ira sobre mí. De
hecho ya lo hace. Si antes controlaba mis horarios, ahora mucho más. Es tarde,
Jimena. Dónde has estado. Pues dónde va a a ser. En Gorroperdido no hay muchos
sitios para estar. Era tanto y tan denso el silencio en nuestas cenas, que
finalmente, padre ha cogido el mando y ha apretado el botón. En casa, desde
hace poco, cenamos con la tele encendida. El no tener nada que decirnos así
duele menos.
III
Hoy lo he pillado con las gafas de ver de cerca leyendo
la Biblia. A él, que no es nada de
creer. Por el rabillo del ojo me he interesado.
No terminaba de ver bien esas letras tan pequeñas. En eso, que se ha dado
cuenta y me lo ha refregado. “¿Quieres saber qué miraba? La parábola del hijo
pródigo”. Bueno, bueno. “¡Lo lleva claro! ¡Ahora, ahora mismo compro yo un
ternero cebado si a ésa se le ocurre volver con la cabeza agachada!”. Sombra en
mis ojeras. Algunas canas salpicadas en mi pelo. Y mucha tristeza y mucha resignación
a partes iguales en los últimos cuentos que he terminado.
IV
Esta mañana nos han parado en la panadería. “…hemos
visto a Herminia…¡caray, la tienda que ha montado por todo lo alto! Estaréis
orgullosos de ella”. Lo dicen a mala uva, porque saben que padre va a saltar
por algún lado. “No conocemos a ninguna Herminia”, dice en seco. Se hace un
silencio que corta. Yo pido las tres hogazas de siempre, muy cocidas a poder
ser. Mientras las pongo en la bolsa de pan, mi corazón da un vuelco. No son
noticias muy frescas, pero para mí son nuevas y buenas. A Herminia, por lo
menos, le va bien.
V
Cuando he visto a padre tan mal, no me lo he pensado
dos veces. Tengo que hacerme con ella. Tengo que avisarla. Iré al bar, cogeré
la guía. Sé cómo se llama su megatienda. La llamaré. Me pongo el abrigo. Aún no
he girado el pomo de la puerta, cuando desde su habitación escucho un firme: “¡Ni
se te ocurra!”. Es lo que tiene que, de tantos años juntos, nos tenemos muy
calados.
VI
No hago más que mirar por la ventana. El viento
levanta los rastrojos, doblega la copa de los árboles y hace tambalear las
farolas. Por fin, un coche ha aparcado en la puerta. Por fin, alguien ha
bajado. He corrido hacia la entrada, pero a mitad camino, he frenado en seco y
he vuelto al comedor. El mando de la tele a mi bolsillo, por si las moscas. Luego
sí, he abierto la puerta. Sin abrazos de película, sólo un: “…ya no habla, ya
no entiende…”. Hemos ido las dos hacia su habitación. En silencio, hacia su
cama. Padre, entonces, ha abierto los ojos y ha soltado un atronador: “¡JIMENA.
COÑO! ¿…por qué no has traído el ternero cebado de la carnicería?”.
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