I
“¿Molesto?”. Antes de que el abuelo Gregorio me
pueda decir que sí, que no o ninguna de las dos cosas, yo ya me he colado
dentro de su despacho. Él ya ha tenido que dejar el libro que estaba leyendo. Y
antes de que pase un minuto más ya me está advirtiendo: “Sindo, los cajones de
las personas mayores no se registran”.
II
“¿Y esto para qué lo quiero?”. Me esperaba otra
cosa. Me había anunciado tantas veces el abuelo que me iba a regalar algo muy
especial, que ahora que ha llegado no puedo disimular mi decepción. Bajando la voz, me explica: “chisss… es un
talismán”. No sé: A mí me parece un botón. Con una “G” de Gregorio, pero un
simple botón al fin y al cabo. “Ahora te parece una birria, pero ya te darás
cuenta de las cosas que puedes lograr gracias a esto… conforme te vayas haciendo
más y más poderoso”. “Gracias, abuelo”, le digo educadamente guardándolo en el
bolsillo. Tal y como soy yo, que lo pierdo casi todo, veremos lo que me dura.
III
Son las jornadas deportivas del cole. Hay siete corredores
preparados en la línea de salida. Les ha fallado el octavo finalista. Don Luis
busca entre los alumnos que hacen de público a alguien que cubra el hueco.
Todos van con su uniforme. Menos yo, que he venido con el chándal. De un grito,
ordena: “¡Sindo! ¡A correr!”. ¿Quién yo? La gente se ríe. ¡Te-ha-to-ca-do!
Bueno. Me acerco. Voy en la calle ocho, para rellenar. Preparados. Listos.
¡YAAAAAA! Jopeta. Éstos corren que se las pelan. Un, dos, un, dos. Pero yo no
me achanto. Uf, uf. Acelero un poco. Un poco más. Voy a tope. A lo que dan mis
piernas. Me coloco delante. No miro hacia atrás. Un ciclón, eso es lo que soy.
Hale hop. Ahí está la meta. Entro el primero. Los que me siguen van tirando el
higadillo. La gente no da crédito. “¡Ha ganado la tortuga!” . Mientras recupero
el resuello, me llevo las manos al bolsillo, toco y… glup: el talismán. La
sonrisa se me borra. Me da que mi victoria no está limpia del todo. No sé. Me
entran dudas. Mientras recibo palmadas admirativas, y me preparo para subir al
podio, me aturdo… no sé. No sé si esto ha estado bien. Me parece que tendré que
confesarme.
IV
¡Estoy en-tu-sias-ma-do!. Examen de mates. No he
estudiado. Pero ahí viene conmigo. El talismán. Leo las preguntas. Ni pajolera.
Pero ahí está conmigo. El talismán. Leo otra vez. Sigo sin pajolera. Aprieto el
talismán con el puño cerrado. Me entra un sudor frío. Sí, sí. Ni pajolera. Vaya
una porrrrrquería de talismán. Me levanto. Le digo a Don Luis que me duele
mucho la cabeza. Le entrego el examen en blanco. Se preocupa por mi palidez. Me
acompaña a la enfermería. Y me acaba diciendo: “No te preocupes, cuando se te
pase, yo te repito el examen”.
V
“Toma, abuelo, te lo devuelvo”. El abuelo Gregorio
se sorprende. “¿Por qué?”. “Porque esto no es un talismán. Es un botón. Es un
blufff”. El abuelo parece que se hace cargo. Toma aire. “A ver cómo te lo
explico”. Espero su razonamiento, pero ya me puede contar para hacerme cambiar
de opinión, ya. “¿A ti te gusta mi coche nuevo?”. Anda por dónde me sale. Pues
claro. Menudo SuperMirafiori se ha comprado. Más cómodo y más rápido no se
puede. “Éste es el que yo quiero cuando sea mayor”, le digo. “Pues imagínate ahora
que este coche van y se lo dan al Cid Campeador en plena Edad Media”. Me pongo
en situación. Vislumbro a Rodrigo Díaz de Vivar descabalgando de su Babieca y
acercándose al coche. “¿Qué crees que hubiera pensado al verlo? Que este coche,
puesto ahí, sin un Manual a lo Poema del Mío Cid, no le servía de nada porque
no sabría ni arrancarlo ni ponerlo en
marcha”. Barrunto lo que trata de explicarme. “…al talismán le pasa igual… nos
parece que no sirve porque no sabemos cómo funciona… nos falta el Libro de Instrucciones…
¿entiendes lo que quiero decir, Sindo?”. Asiento no muy convencido. Mi abuelo
me devuelve el botón, perdón el talismán. Lo pone en mi mano. Mientras, me transporto
a las puertas de Mardebé, que está a punto de ser reconquistada por el de Vivar
e imagino a mi abuela con el plumero kraft en la mano gritándole: “¡eh, tú,
barbudo, ni se te ocurra acercarte a la chapa con esa armadura oxidada, que me
rayas la pintura metalizada! ¡y mucho menos subirte que, con la mugre que
habrás pisado, me vas a dejar la tapicería perdida!”.
VI
Tengo una cosa, un artilugio que no sé cómo va. Me
afano en averiguarlo. En la papeleria compro una libreta tamaño cuartilla, hoja
de una raya. Lo titulo con rotulador negro Carioca. “Manual de Instrucciones”.
Hace correr. Pero de mates, ni pajolera. Éstos son mis primeros apuntes.
VII
El de la joyería pone una cara rara cuando me ve
entrar. Como si yo fuera a robarle algo. Se pone serio, serio. “Qué quieres,
chaval”. Mmm. No sé cómo explicarme. Pero sí. Quiero algo para hacer como una
medalla, con una cadena, y colgarme del cuello mi querido talismán. El hombre
se pone las gafas de ver de cerca. Abre un cajón estrecho. Y saca unas cadenas.
Finas, finas, que casi ni se ven. “Oro veinticuatro quilates”, me aclara. “¿Cuánto
vale?”. Tal y como lo dice ya sé que no me va a rebajar ni una peseta. No hago
ni el gesto de sacar la hucha que llevo en el bolsillo del chaquetón para
exprimirla. No me llega ni aunque le hubiera quitado un cero a la derecha. Con
un orgulloso: “ya me lo pensaré si eso”, me doy la vuelta y salgo por donde he
entrado. Era una buena idea lo de colgármelo del cuello. Me hubiera venido bien
a mí, que lo pierdo casi todo.
VIII
¿Y si…? Antes de que mi pensamiento termine de
formular la pregunta, dicho y hecho. Con el vaso de chocolate con leche del
desayuno. Glu, glu. Y para dentro. Me lo trago como si fuera una pastilla de
antibiótico. Luego a esperar los efectos. Que todo mi ser absorba todo su
potencial benéfico. A esperar ser más sabio, a tener mucha buena suerte. A
esperar mi metamorfosis.
IX
Lo que ha venido después ha sido un… retortijón
indescriptible. Cagüen. Cagüen. Qué dolor, qué desasosiego. Rápidamente,
escribo en el manual, que “no surte efecto por vía oral”. Rebusco en el
trastero un viejo orinal de plástico verde, y espero a que el talismán termine
el largo y tortuoso camino por mis oscuras tuberías. Perdón por lo escatológico
del tema. Cruzo los dedos y pido que por favor no se me camufle mucho, que no se
me demore, y que salga lo más limpio dentro de lo imposible con las primeras
monas del alba.
(………………..)
LX
Con el talismán en el bolsillo, Marga me quiere.
Sin él, no tanto. Escribo en el Manual. UAAHHHUUU.
LXI
Con el talismán en el bolsillo, Olivia me quiere.
Sin él, no he probado. Glup.
LXII
Yo quería dejarme el talismán en casa. Pero se me
olvidó. Clara dice ahora que también me quiere. Marga, Olivia, Clara. ¡Uffffff….
Todas a la vez!
(……………………..)
CCI
Seis libretas de una raya llevo escritas ya en mi
Manual de Instrucciones. Va mejor en Verano que en Invierno. De día que de
noche. No funciona muy bien con los juegos de azar. Un poco menos mal con la
lotería que con la quiniela. Previene pero no cura. Sin centrifugado y programa
corto mejor que con prelavado. … Es… mecagüen, dónde lo habré dejado… Es… aquí
tampoco está… Es… ostras tú, cincuenta años conmigo, y ahora a estas alturas lo
voy a perder… ¿Habrase visto?
(…………………)
MCMLXXIV
“ ¿Molestooooo? ¡Buelo Sindo, buelo Sindo!”. Mi
nieto me grita. Se cree que no le oigo, y me zarandea el hombro, pero sí. Yo me
entero de todo. Qué quiere. Qué. “¡Mira lo que tengo, mira! He encontrado este
Manual de Instrucciones, completo… me lo he leído todo… es…es… ¡Guau!”. Me
exhibe las seis libretas, me arranca una sonrisa. “…pero, ¿dónde está el
talismán, abuelo Sindo?”. Encojo mis pobres y encorvados hombros. Me imagino que
habrá vuelto décadas atrás, de nuevo a manos de mi abuelo Gregorio, que estará
a punto de regalármelo otra vez, para que esta vez sí, siguiendo el Manual de Instrucciones,
yo sepa emplearlo bien. Me imagino al Cid flipando con el Supermirafiori, con
las instrucciones escritas en latín encima del salpicadero. Me imagino… “¡…buelo,
que te digo que ya tengo las Instrucciones!, dime ahora por favor… ¿dónde
guardas ese talismán mágico?”.
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