I
A mí no me cuadra. Éste era de los torpes en los
estudios. De los que llenaban los márgenes de los libros de garabatos. De los
que nunca aprobaban a la primera. Era de los torpes en el patio. De los que, a
portería vacía, encalaban la pelota por encima de la valla. De los que se
quedaban solos porque nadie quería ser su amigo por ser tan torpe en todo. Goyo
era así. Por eso mismo, porque lo conozco bien, y lo conozco de toda la vida, no
me cuadra. Nadie hubiera dicho que, con los años, a él le iba a ir de cine, y a
mí con mi carrera de medicina terminada me iba a ir de pena y me iba a estar
muriendo de asco. Qué injusto y desigual es este mundo. Acaba de pasar justo a
mi lado, de la mano de una tía impresionante, con un traje Llamani impecable. Me
ha saludado con su voz de pito de siempre, “¡Hola, Cándido!”. Y sí, se ha
subido a un superdeportivo de lujo. Me froto los ojos. Brooom, brooom; dos
acelerones. Me lo ha refregado. La semana pasada también me crucé con él. E iba
con otra chica igual de llamativa. Y, después de saludarme, se fue con otro
coche no menos espectacular. Hace ostentación. Me lo refriega. Arrugo mi
bonobús en el bolsillo. Qué asco de nuevo rico. Por supuesto, yo, que le iba a
decir que de mayor quiero ser como él, hoy ni le he dirigido la palabra.
II
Me puede la curiosidad. Qué hará, a qué se dedicará para llevar ese tren de vida. Aparto la cortina. Me asomo. Vigilo sus entradas, sus salidas. Por qué seguirá viviendo en este barrio si podría haberse marchado ya a cualquier zona residencial de Mardebé. Ya está ahí otra vez. Mira hacia aquí. Me retiro. Ufff. Por poco me pilla. Se mete de nuevo en su casa, su bajo, su cueva. Este tío… no me huele bien lo que hace… Seguro, seguro que Goyo tiene una tapadera.
Me puede la curiosidad. Qué hará, a qué se dedicará para llevar ese tren de vida. Aparto la cortina. Me asomo. Vigilo sus entradas, sus salidas. Por qué seguirá viviendo en este barrio si podría haberse marchado ya a cualquier zona residencial de Mardebé. Ya está ahí otra vez. Mira hacia aquí. Me retiro. Ufff. Por poco me pilla. Se mete de nuevo en su casa, su bajo, su cueva. Este tío… no me huele bien lo que hace… Seguro, seguro que Goyo tiene una tapadera.
III
Clic, clic, clic, clic. Uno a uno con todos los
nudillos de la mano. Me decido. Le llamo al timbre. En base a nuestro viejo compañerismo.
Me colaré en su casa. Miraré ojo avizor. Algo me dará una pista. Cualquier
cosa. Subo el cuello de mi chaqueta. Vigilo a derecha, a izquierda. No quiero
que me vean entrar. No por nada, no porque él fuera torpe y yo no. Pero no
quiero que me vean. “¡Hola, Cándido!”. Raassss, raassss, muchas persianas
arriba. Lo han oído en toda la finca. Anda que no tiene pito ni nada este Goyo.
Se alegra de verme. Me invita a pasar. De puntillas, me cuelo dentro. Ya estoy.
Uffff. Hace frío aquí dentro. Se está en penumbra. La casa está casi vacía,
pelada. Ya decía yo, mucha fachada y poco fondo es lo que tiene este tío. Avanzo.
Me siento en el salón. Una mesa. Cuatro sillas. Dónde está. La última chica que
entró con él en esta casa. No salió. Se habrá escondido en alguna parte. Me
pregunta si me apetece algo. Digo que no, pero he visto que estaba exprimiendo
naranjas y me corrijo. Me apunto a su zumo. Me dice que espere un momento. Entra
en la cocina. Mientras, curioseo. A ver qué puedo pillar. Qué estará haciendo.
Entre las bisagras me asomo. Parece que… ¿dibuja? ¿No tendría que estar
cogiendo más naranjas y punto? Silbo. “Ya voooy”, dice. Sí. Sale con dos
naranjas partidas por la mitad, grandes como melones. Madre mía. Medio litro de
zumo de cada una. Enciende el exprimidor. Me ofrece el vaso. Lo tomo. Pruebo. Era
muy aparente, muy anaranjado. Pero totalmente insípido. No me lo puedo acabar.
Espera que le diga que qué me trae por aquí. Mmmm. No sé cómo empezar. Cojo
impulso y sin rodeos. “…oye, Goyo… ¿cuál es el secreto de tu éxito, de lo bien
que te va?”. Encaja la pregunta. Retira el vaso de la mesa. “Así que querías
saber eso… A ti te lo puedo contar, Cándido”. A partir de ahí se me abren los
ojos y las orejas como platos.
IV
Pero qué se habrá creído el cretino éste… ¡Se ha
quedado conmigo! ¿No me ha dicho el tío que materializa todo lo que dibuja?
Anda ya con ese cuento a otra parte… Miro por la rendija. Ya, ya sale con otra.
Ésta es nueva. No la había visto antes. Ni que yo me chupara el dedo, caramba.
V
La del kiosko donde compro el periódico está
consternada. Esta mañana la policía de delitos económicos se ha presentado en
la planta baja de Goyo, y después de registrar palmo a palmo toda la casa, lo
han esposado y se lo han llevado en un coche patrulla. Me lo cuenta a mí, que
lo he visto desde el palco del mirador. “...algo habrá hecho”, le digo yo. “¿Goyo?
¡Si Goyo es un bendito!”. “Sí, sí… un bendito… pero de dónde habrá sacado todo
lo que tiene… ¡que demuestre que es suyo! A mí me han dicho que ni trabaja, ni
está dado de alta como autónomo, ni paga impuestos, ni nada”. Ni con ésas. “Me gustaría darme de
frente con el tiparraco que le ha debido de denunciar… ¡me iba a oír hasta que
yo dijera basta!”. Me achanto. No, no me descubro. Dejo las monedas encima del
mostrador y me despido con un “Cada uno tiene lo que se merece”. Según me da el
aire en la cara, mis palabras me rebotan y me doy cuenta de que yo mismo,
mecagüen, tengo más que poco, casi nada… ¿será lo que me merezco?
VI
Querría olvidarme, pero no puedo. Sin noticias de
Goyo. Mañana se cumplen tres meses desde que se lo llevaran y su planta baja
sigue cerrada a cal y canto.
VII
Tengo contactos. Indago. Pregunto por él. La cosa
es seria. ¿Dónde están sus misteriosas acompañantes? Nadie lo sabe. ¿Dónde sus
extraordinarios coches deportivos, que por otro lado tenían matrículas falsas y
no estaban asegurados? Nadie lo sabe tampoco. Por eso sigue y se prorroga casi
indefinidamente su encierro preventido. Empieza a martillearme en la cabeza…
eso de que “materializaba todo lo que dibujaba”.
XXXVIII
Mientras le receto antibiótico a la kioskera, que tiene
un trancazo terrible, me dice eufórica: “¿Sabe doctor Cándido, que ha vuelto
Goyo?”. Me da un vuelco el corazón. “¿Sí? ¿Cuándo?”. “¡Esta mañana… lo he visto!… Está arruinadito el pobre… tiene las manos atrofiadas… lo han absuelto por
falta de pruebas, de denuncias… aunque debe presentarse en el juzgado todas las
semanas…”. Era mi última paciente de hoy. Me quito la bata. Respiro aliviado
mientras cierro la consulta. Tres años. Se dice pronto. Treinta y seis meses. Camino
hacia casa. Hay luz detrás del portalón de su planta baja. Menos mal. Por fin
ha vuelto Goyo.
XXXIX
GLUP. ¿Dijo manos atrofiadas? Entonces… ¿Cómo se
valdrá? ¿Cómo podrá dibujar para materializar lo que necesita? Salto de la
cama. Cruzo la calle a todo correr. Aporreo la puerta. Rassss, rassss,
persianas arriba de los vecinos cotillas. Me da igual. No me abre. Le doy más
fuerte. Le llamo: “¡ABRE, GOYO, QUE SOY YO!”. Son unos minutos interminables.
Al final, escucho el cerrojo. Escucho las bisagras. Lo veo. Ojos de vidrio. Me
asusto de lo demacrado que está. De su estado lamentable. No le doy opción. “…nos
vamos, Goyo, vengo a cuidarte, vas a ponerte bien de nuevo”.
L
Goyo recupera peso, recupera salud. Todavía le
tiembla mucho el pulso. La gente del barrio comenta mi buena acción. “Este
doctorcito no aparentaba lo buen tipo que es”, es lo que he podido escuchar de
mí. Claro: No saben de mis remordimientos. Mientras, he podido ver las carpetas y carpetas de donde
salieron los manjares que, después de ser dibujados, le alimentaron, los lienzos donde se esbozaron
las chicas que le acompañaron, los prototipos de coches con los que paseaba. Uno
a uno todo su atrezzo. No cabe un mundo tan mágico en este mundo tan materialista.
Toc, toc. Llamo a la puerta de su habitación. “Te traigo lápices y láminas, por
si te apetece volver a dibujar como tú sabes”. Me sonríe enseñando las palmas
temblorosas de sus manos. Aún es pronto. No le quiero presionar cuando le pido:
“…es cuestión de tiempo, y de paciencia. Cuando puedas, Goyo, dibuja algo para
mí”.
LXVI
Hoy tenía
pacientes en la consulta hasta en la puerta. Es uno de esos días en los que mi
hipocondría hace que padezca todos los males que he diagnosticado. Vuelvo a
casa con temblores. “¡Goyo, ya estoy aquí!”. Espero encontrarlo frente a la
tele. O preparando la mesa. O quizá ya, haciendo algún dibujo. “¡Goyo!
¿Goyoooo?¿ GOYOOOOO?”. Busco por la casa. Nada. Nada de nada. La luz del
pasillo está encendida. Hay… ¡hay una ventana dibujada en la pared! Con una
vista a una playa… con dunas… un mar azul intenso… un cielo claro y raso. Trago
saliva. Entiendo. Respiro hondo. Entiendo. Llaman al timbre. Insisten. Voy. Voy.
Qué casualidad. La policía. Qué hace aquí. Preguntan por Goyo, que no se
presentó esta semana en el juzgado. Entran. Registran. Lo ponen todo patas
arriba. Me preguntan si sé dónde está. Me encojo de hombros. Hasta que no les
digo que se coló por la ventana pintada del pasillo, no me han puesto las
esposas en las muñecas, ni me han leído mis derechos ni me han dicho que me iba
a ir con ellos a la comisaría.
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