domingo, 4 de enero de 2015

Dibuja para mí


I

A mí no me cuadra. Éste era de los torpes en los estudios. De los que llenaban los márgenes de los libros de garabatos. De los que nunca aprobaban a la primera. Era de los torpes en el patio. De los que, a portería vacía, encalaban la pelota por encima de la valla. De los que se quedaban solos porque nadie quería ser su amigo por ser tan torpe en todo. Goyo era así. Por eso mismo, porque lo conozco bien, y lo conozco de toda la vida, no me cuadra. Nadie hubiera dicho que, con los años, a él le iba a ir de cine, y a mí con mi carrera de medicina terminada me iba a ir de pena y me iba a estar muriendo de asco. Qué injusto y desigual es este mundo. Acaba de pasar justo a mi lado, de la mano de una tía impresionante, con un traje Llamani impecable. Me ha saludado con su voz de pito de siempre, “¡Hola, Cándido!”. Y sí, se ha subido a un superdeportivo de lujo. Me froto los ojos. Brooom, brooom; dos acelerones. Me lo ha refregado. La semana pasada también me crucé con él. E iba con otra chica igual de llamativa. Y, después de saludarme, se fue con otro coche no menos espectacular. Hace ostentación. Me lo refriega. Arrugo mi bonobús en el bolsillo. Qué asco de nuevo rico. Por supuesto, yo, que le iba a decir que de mayor quiero ser como él, hoy ni le he dirigido la palabra. 


II
Me puede la curiosidad. Qué hará, a qué se dedicará para llevar ese tren de vida. Aparto la cortina. Me asomo. Vigilo sus entradas, sus salidas. Por qué seguirá viviendo en este barrio si podría haberse marchado ya a cualquier zona residencial de Mardebé. Ya está ahí otra vez. Mira hacia aquí. Me retiro. Ufff. Por poco me pilla. Se mete de nuevo en su casa, su bajo, su cueva. Este tío… no me huele bien lo que hace… Seguro, seguro que Goyo tiene una tapadera. 


III

Clic, clic, clic, clic. Uno a uno con todos los nudillos de la mano. Me decido. Le llamo al timbre. En base a nuestro viejo compañerismo. Me colaré en su casa. Miraré ojo avizor. Algo me dará una pista. Cualquier cosa. Subo el cuello de mi chaqueta. Vigilo a derecha, a izquierda. No quiero que me vean entrar. No por nada, no porque él fuera torpe y yo no. Pero no quiero que me vean. “¡Hola, Cándido!”. Raassss, raassss, muchas persianas arriba. Lo han oído en toda la finca. Anda que no tiene pito ni nada este Goyo. Se alegra de verme. Me invita a pasar. De puntillas, me cuelo dentro. Ya estoy. Uffff. Hace frío aquí dentro. Se está en penumbra. La casa está casi vacía, pelada. Ya decía yo, mucha fachada y poco fondo es lo que tiene este tío. Avanzo. Me siento en el salón. Una mesa. Cuatro sillas. Dónde está. La última chica que entró con él en esta casa. No salió. Se habrá escondido en alguna parte. Me pregunta si me apetece algo. Digo que no, pero he visto que estaba exprimiendo naranjas y me corrijo. Me apunto a su zumo. Me dice que espere un momento. Entra en la cocina. Mientras, curioseo. A ver qué puedo pillar. Qué estará haciendo. Entre las bisagras me asomo. Parece que… ¿dibuja? ¿No tendría que estar cogiendo más naranjas y punto? Silbo. “Ya voooy”, dice. Sí. Sale con dos naranjas partidas por la mitad, grandes como melones. Madre mía. Medio litro de zumo de cada una. Enciende el exprimidor. Me ofrece el vaso. Lo tomo. Pruebo. Era muy aparente, muy anaranjado. Pero totalmente insípido. No me lo puedo acabar. Espera que le diga que qué me trae por aquí. Mmmm. No sé cómo empezar. Cojo impulso y sin rodeos. “…oye, Goyo… ¿cuál es el secreto de tu éxito, de lo bien que te va?”. Encaja la pregunta. Retira el vaso de la mesa. “Así que querías saber eso… A ti te lo puedo contar, Cándido”. A partir de ahí se me abren los ojos y las orejas como platos. 


IV

Pero qué se habrá creído el cretino éste… ¡Se ha quedado conmigo! ¿No me ha dicho el tío que materializa todo lo que dibuja? Anda ya con ese cuento a otra parte… Miro por la rendija. Ya, ya sale con otra. Ésta es nueva. No la había visto antes. Ni que yo me chupara el dedo, caramba. 


V

La del kiosko donde compro el periódico está consternada. Esta mañana la policía de delitos económicos se ha presentado en la planta baja de Goyo, y después de registrar palmo a palmo toda la casa, lo han esposado y se lo han llevado en un coche patrulla. Me lo cuenta a mí, que lo he visto desde el palco del mirador. “...algo habrá hecho”, le digo yo. “¿Goyo? ¡Si Goyo es un bendito!”. “Sí, sí… un bendito… pero de dónde habrá sacado todo lo que tiene… ¡que demuestre que es suyo! A mí me han dicho que ni trabaja, ni está dado de alta como autónomo, ni paga impuestos,  ni nada”. Ni con ésas. “Me gustaría darme de frente con el tiparraco que le ha debido de denunciar… ¡me iba a oír hasta que yo dijera basta!”. Me achanto. No, no me descubro. Dejo las monedas encima del mostrador y me despido con un “Cada uno tiene lo que se merece”. Según me da el aire en la cara, mis palabras me rebotan y me doy cuenta de que yo mismo, mecagüen, tengo más que poco, casi nada… ¿será lo que me merezco?


VI

Querría olvidarme, pero no puedo. Sin noticias de Goyo. Mañana se cumplen tres meses desde que se lo llevaran y su planta baja sigue cerrada a cal y canto. 


VII

Tengo contactos. Indago. Pregunto por él. La cosa es seria. ¿Dónde están sus misteriosas acompañantes? Nadie lo sabe. ¿Dónde sus extraordinarios coches deportivos, que por otro lado tenían matrículas falsas y no estaban asegurados? Nadie lo sabe tampoco. Por eso sigue y se prorroga casi indefinidamente su encierro preventido. Empieza a martillearme en la cabeza… eso de que “materializaba todo lo que dibujaba”. 


XXXVIII

Mientras le receto antibiótico a la kioskera, que tiene un trancazo terrible, me dice eufórica: “¿Sabe doctor Cándido, que ha vuelto Goyo?”. Me da un vuelco el corazón. “¿Sí? ¿Cuándo?”. “¡Esta mañana… lo he visto!… Está arruinadito el pobre… tiene las manos atrofiadas… lo han absuelto por falta de pruebas, de denuncias… aunque debe presentarse en el juzgado todas las semanas…”. Era mi última paciente de hoy. Me quito la bata. Respiro aliviado mientras cierro la consulta. Tres años. Se dice pronto. Treinta y seis meses. Camino hacia casa. Hay luz detrás del portalón de su planta baja. Menos mal. Por fin ha vuelto Goyo. 


XXXIX

GLUP. ¿Dijo manos atrofiadas? Entonces… ¿Cómo se valdrá? ¿Cómo podrá dibujar para materializar lo que necesita? Salto de la cama. Cruzo la calle a todo correr. Aporreo la puerta. Rassss, rassss, persianas arriba de los vecinos cotillas. Me da igual. No me abre. Le doy más fuerte. Le llamo: “¡ABRE, GOYO, QUE SOY YO!”. Son unos minutos interminables. Al final, escucho el cerrojo. Escucho las bisagras. Lo veo. Ojos de vidrio. Me asusto de lo demacrado que está. De su estado lamentable. No le doy opción. “…nos vamos, Goyo, vengo a cuidarte, vas a ponerte bien de nuevo”. 


L

Goyo recupera peso, recupera salud. Todavía le tiembla mucho el pulso. La gente del barrio comenta mi buena acción. “Este doctorcito no aparentaba lo buen tipo que es”, es lo que he podido escuchar de mí. Claro: No saben de mis remordimientos. Mientras,  he podido ver las carpetas y carpetas de donde salieron los manjares que, después de ser dibujados,  le alimentaron, los lienzos donde se esbozaron las chicas que le acompañaron, los prototipos de coches con los que paseaba. Uno a uno todo su atrezzo. No cabe un mundo tan mágico en este mundo tan materialista. Toc, toc. Llamo a la puerta de su habitación. “Te traigo lápices y láminas, por si te apetece volver a dibujar como tú sabes”. Me sonríe enseñando las palmas temblorosas de sus manos. Aún es pronto. No le quiero presionar cuando le pido: “…es cuestión de tiempo, y de paciencia. Cuando puedas, Goyo, dibuja algo para mí”. 


LXVI

 Hoy tenía pacientes en la consulta hasta en la puerta. Es uno de esos días en los que mi hipocondría hace que padezca todos los males que he diagnosticado. Vuelvo a casa con temblores. “¡Goyo, ya estoy aquí!”. Espero encontrarlo frente a la tele. O preparando la mesa. O quizá ya, haciendo algún dibujo. “¡Goyo! ¿Goyoooo?¿ GOYOOOOO?”. Busco por la casa. Nada. Nada de nada. La luz del pasillo está encendida. Hay… ¡hay una ventana dibujada en la pared! Con una vista a una playa… con dunas… un mar azul intenso… un cielo claro y raso. Trago saliva. Entiendo. Respiro hondo. Entiendo. Llaman al timbre. Insisten. Voy. Voy. Qué casualidad. La policía. Qué hace aquí. Preguntan por Goyo, que no se presentó esta semana en el juzgado. Entran. Registran. Lo ponen todo patas arriba. Me preguntan si sé dónde está. Me encojo de hombros. Hasta que no les digo que se coló por la ventana pintada del pasillo, no me han puesto las esposas en las muñecas, ni me han leído mis derechos ni me han dicho que me iba a ir con ellos a la comisaría.

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