I
El R-12 entra en el camino de tierra. A cada lado
le sobra un centímetro. Casi raya la chapa. Primitivo conduce despacio. Duda.
No recuerda si era por ahí. Crujen las ruedas con la grava. Ahora frena. La
estela de polvo se disipa. Antes de parar el motor deja que termine la música
del Screibson. Radio Dos. Un altavoz de acero metalizado a toda potencia. Distorsiona
un poco. Algún capullo dobló la antena y la recepción nunca volvió a ser la misma.
La voz grave del locutor interviene: “Les hemos ofrecido el concierto en do
menor de…” Clic. Primitivo abre la puerta del coche. Pone pie en tierra. Se
endereza. Mira la parcela. La casita cerrada. El cielo encapotado. Lo mismo
llueve y se pone todo hecho un patatal. Siempre dijo que lo que padre
dispusiera, bien hecho estaba. Pero, me cagüen… a él sólo ese secarral y a Ciriaco
todo lo demás: la casa y las tres naves del polígono. Se muerde los labios. Se
encoge de hombros. “…si eso era lo que él quería, bien hecho está”.
II
Debajo de la escalera hay leña seca. Periódicos de
hace tres años. Del 77. El rey, con barba, navega por aguas de Mallorca. Primitivo
piensa en encender la chimenea. Entra con las manos amoratadas. Con arañazos en
los antebrazos, porque ha intentado arrancar unas hierbas y se ha puesto como
se ha puesto. A la vista está que no está hecho él para el campo. Esos olivos
asilvestrados con ramas afiladas hasta el cielo piden a gritos una poda. Y la
tierra dura como la piedra clama por quien le are. En el bolsillo, un
encendedor clipper. Dispone los troncos. Pero
necesita más papel. Se encarama. Ahí debe de haber. Una caja. Telarañas. Folios.
Más folios. Papel amarillento. Con los bordes carcomidos. Eh, qué es esto.
“CUANDO VENGA EL OTOÑO”, lee en voz alta la primera hoja. Se intriga. Coge un
taburete. Se sienta. Murmura: “…esto lo escribió padre…”. Empieza a leer. Al
rato, cae la tarde y oscurece. Entonces sale hacia el coche. Y sube. Allí
enchufa la radio. Dirige Karajan. Enciende la luz de cortesía. Y sigue. Sigue
leyendo. Ya no puede parar. Hasta la última página. Doscientas doce. Acaba con
la cabeza embotada. Las orejas rojas. Una lágrima brillando en la pupila. El
frío cogido. Le da al contacto. Clic. Clic. El coche ni hace amago. Se caga en
la leche. Escucha algún lejano ladrido. Ahora qué. Se ha quedado allí, lejos de
la civilización, sin batería.
III
Primitivo no se ha recuperado bien de aquel
trancazo bien pescado el día que se tuvo que quedar por la noche en la casita
de los olivos. Sentado frente al televisor, sorbe una infusión, cuando suena el
teléfono. Se levanta. Baja el volumen. Lo descuelga. Se le nota la voz tomada. “¿Dígame?”.
Es Rencillo, el de la editorial. Está entusiasmado: “¡Primitivo esto es una
caña!”. Él se aturde. Esta mañana le había dicho con desgana: “deja eso ahí, pero
que sepas que no te prometo nada” y ahora lo tiene al otro lado del auricular
dándole jabón: “¡Dominas el lenguaje, dominas los tiempos: esta historia
conmueve!”. Primitivo balbucea, quiere contestar que no, que no es él quien “domina”
tanto, sino su padre. “Sí, pero, Rencillo, escucha…”. “¡Me ha encantado, es soberbia! ¡Cuando
venga el Otoño se estudiará en los libros de literatura en los años
venideros! ¡Enhorabuena, Primitivo!”. Para
cuando cuelga, Primitivo sube el volumen. Emiten el anuncio de “¡Hombre,
Manolo, coche nuevo!; No, no: Rallye. ¡Pero Manolo, coche nuevo!; No, no, que
es Rallye…”. Y al final, efectivamente,
Primitivo ve el paralelismo: claro que sí: coche nuevo, novela escrita por él y
lo que quiera la gente. Sin complejos.
IV
Cuando ha oído el timbre, pensaba Primitivo que
era Rencillo, que acaba de traerle el cheque con los derechos por la séptima
edición de “Cuando venga el Otoño”. Pero es su hermano Ciriaco. Trae mala cara.
“Me hace falta, hermano: vendo una de las naves de padre”.
V
Está inspirado. Con la Olivetti ha empezado
escribiendo con dos dedos y ahora va como una moto. A cuatro dedos en cada mano,
y más que tuviera. La historia le está saliendo de un tirón. Un mes de trabajo,
un mes de reclusión. Ahora arranca la última hoja. La relee. “NO PASA NADA” es
el título. Fuera, el viento agita las ramas de los olivos como si éstas fueran
los brazos de enormes gigantes aplaudiéndole.
VI
Una semana. Dos. ¿Lo habrá leído? Primitivo mira
fijamente al teléfono de rueda para que suene. Para que sea Rencillo. Llaman a
la puerta. Qué inoportuno. Quién será. El mismísimo Rencillo. Sin paños calientes,
le devuelve el manuscrito y le dice: “Chico, con lo que fue la otra, este NO
PASA NADA no hay por dónde cogerlo”.
VII
Tiene que haber otra novela. Escondida entre las
cuatro paredes de la casita, tiene que estar en alguna parte. Remueve cajas,
cajones. Mirar por mirar, mira por debajo de la cama de las siestas. Nada. Nada.
Ahí parece que hay algo. Mete el brazo. Sacude el polvo. Una caja. Unos folios.
Le tiembla el pulso al abrirla. Lee los primeros párrafos, “ESPERANDO LA
PRIMAVERA” y exclama: “… lo tuyo eran las estaciones: qué grande eres. Padre”.
VIII
Se habrán cruzado en la escalera. Ciriaco que
viene de decirle a Primitivo que ahora tiene que vender la segunda nave. Y
Rencillo, para felicitarle por su talento y darle personalmente, el primer
talón de ese segundo gran libro que tal como llega, se agota en todas las
librerías.
IX
“No has querido quedarte en tu habitación
estudiando… pues ahora te vas a sentar dentro de la caseta y no vas a moverte
hasta que no termines”. Primitivo está que muerde. Su hijo Iván dice hoy que no
quiere estudiar y no estudia. Como si eso se pudiera elegir. El chico,
cabizbajo obedece y se mete hacia dentro. Él se queda fuera. Por fin, subido a una
escalera, recortando ramas a los olivos, que ya lo necesitan. Va por el quinto
árbol. Qué silencio. No escucha ni la música estridente que Iván se pone para
estudiar. Se acerca. Entra. En la mesa, Iván con una caja destapada delante de
él. Con los folios amarillentos de “Cuando venga el Otoño”. El chico mira a su
padre. Ojos con ojos. “…esto es del abuelo… no es tuyo”. Primitivo traga saliva
entonces. No dice nada. Sale fuera porque necesita aire frío. Dentro, Iván
tampoco dice nada. Pero a él se le acaba de caer el mito.
X
El Tiguán entra en el camino de tierra derrapando.
Suerte que una excavadora ensanchó el camino, si no, no hubiera cabido. Iván conduce
como si estuviera en un rally. Crujen las ruedas con la grava. Ahora frena en
seco. La estela de polvo se disipa. Antes de parar el motor termina de escuchar
en la radio la noticia que sacude la mañana. El rey abdica. La voz grave del
locutor interviene: “…estamos a la espera de conectar con el palacio de la
Zarzuela…”. Clic. Iván abre la puerta
del coche. Pone pie en tierra. Se endereza. Mira la parcela. La casita cerrada.
El cielo encapotado. Lo mismo llueve y se pone todo hecho un patatal. Siempre
dijo que lo que padre dispusiera, bien hecho estaba. Pero, cagüen… a él sólo
ese secarral y a Primi todo lo demás: la casa y las tres naves del polígono. Se
muerde los labios. Se encoge de hombros. “…si era lo que él quería, bien hecho
está”. Ha dejado la llave del candado en
la guantera. Va a buscarla. En ésas, suena el móvil. “¿Dígame?”. Es Tendillo,
el de la editora digital. Está entusiasmado: “¡Iván esto es una caña!”. Se
aturde. “¡Dominas el lenguaje, dominas los tiempos setenteros: esta historia
conmueve!”. Iván balbucea, quiere contestar que no, que no es él quien “domina”
tanto, sino su padre. “Eh, eh, para un momento…”. “¡Me ha encantado cómo
escribes, tío, tienes un don! ¡NO PASA NADA marcará un antes y un
después en la literatura del siglo veintiuno!
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