XII
Hoy a las doce suben al Colegio los de la tele. Preparan un reportaje sobre las actividades
extraescolares y a mí me hacen una entrevista como ganador absoluto del torneo
de ajedrez. Por eso voy con el jersey de Fred Perry, el nuevo, el rojo. Por eso
también he llegado a la parada el primero, porque hoy no quiero perder el bus.
Los demás hasta se han extrañado de verme ahí tan pronto, porque suelo ser de
los que llega en el último suspiro. Pero hoy es hoy. Los minutos han ido cayendo.
Oh, oh. Aquí pasa algo. Todo es asomarnos a ver si el próximo vehículo que
aparece tras la curva es el Barreiros, pero no. Miro el reloj. Cinco. Diez. Quince
minutos tarde ya. No llegaremos a la primera hora de clase, desde luego. Corren
los rumores. Se habrá estropeado. Ayer
ya se olía a chamusquina en los asientos de detrás. O habrá una huelga
de transporte. Ayer ya se rumoreaba algo y, si es así, los conductores no saldrán a la calle porque no
quieren arriesgarse a que les revienten los cristales de una pedrada. Un 133
verde para frente a nosotros y hace sonar el claxon. Al pronto no la reconocemos.
Es la señorita Loreto. Se baja y confirma lo peor: huelga. Que cada uno suba al
colegio como pueda. Que se formen grupos de cuatro, que cojan un taxi. Que si
algún papá puede coger su coche, que también vale. Yo intento subirme al 133 de
la señorita. Pero ya está completo. Vienen de paradas abajo. La señorita
arranca, y sale disparada para seguir avisando, paradas arriba. Aquí se arma la
revolución. “Tú, tú, tú y tú, a ese taxi”, ordena una madre. ¿Y yo, y yo? Yo me
quedo fuera de esta tanda. Me empieza a entrar nervio. Quedamos cuatro. Podemos
buscar otro taxi. Luego vendrá lo de
quién lo paga. Recojo la mochila del suelo. Nos ponemos en marcha. Cualquier
otro día me daría igual. Pero hoy no. PIIII, PIIIII, PIIII. Me giro. ¡Es mi
amigo Ataulfo! ¡Viene con su 124 amarillo california y lo conduce su madre! ¡Estoy
salvado! Nos abre las puertas traseras. Nos tiramos en plancha. Uno, dos, tres…
ufff. Cuidado, que me clavan el codo en los cataplines. Parecemos entre
mochilas y chaquetones… parecemos sardinas. La madre suelta un grito. Así no.
Así el coche está muy cargado. Lo siente mucho, pero uno se tiene que bajar.
Nos miramos. Aquí no se mueve nadie. Cruzo los dedos. Ataulfo respira. Respira
fuerte. “Uno se tiene que bajar”, insiste. Miro a los ojos de mi amigo. Traga
saliva. “Juan Pedro”, me señala, “salte
fuera, por favor”. Me suben los colores. Pero no me lo dice dos veces. Paso por
encima, pisando pies. Me quedo en la calle. Solo. Por detrás del parabrisas,
veo que me hacen burla los tres que se quedan. Cabrones. Se alejan. Brooom,
brooom. Hoy yo quería ir al cole. Me tenían que entrevistar los de la tele.
XIII
No soy rencoroso. Con Ataulfo, todo igual.
Seguimos jugando en el patio y me siento a su lado en clase. Mientras la seño
explica, él escribe en la libreta unos nombres. Mira alrededor. Tacha algunos.
Escribe otros. Cuenta. Yo sé para qué es esa lista. Es para su cumpleaños, que
está al caer. Monta unos fiestones fenomenales. Música. Juegos. Escalextric
gigante. Tarta espectacular. Piñatas de lujo. Lo doy por hecho. Le he visto
repartir invitaciones. Aquí, allá. A mí todavía no. La confianza, supongo. Me
inquieto un poco. Me lo pienso. Me decido. Le pregunto. “¿Cuándo me vas a dar a
mí la invitación?”. Se queda serio. El corte es monumental. “Juan Pedro, no te
voy a invitar”. Lo demás, el que sus padres han dicho que este año no más de
diez, y ya va por trece, no lo escucho. Me pregunto una y mil veces que por qué
a mí no. Sólo se me ocurre que ha calculado que los demás le harían mejores
regalos que yo. Es un materialista. Es eso. Quiero decirle que no pasa nada, pero
no me sale. Sí, creo que no soy rencoroso, sólo me sale un: “Que cumplas muchos
y que te los metas todos por donde te quepan”.
XXIV
Los del grupo hacen colecta. Hay, habrá boda en
diciembre. Para variar, yo soy el único que no tiene tarjetón. Me dan palmadas
en el hombro, solidarizándose conmigo. “…este Ataulfo es raro de narices…
tenemos que hablar con él… o vamos todos o no va nadie”. Lo dicen de boquilla. Un
traje que me ahorro. Y un sobre también. Como no tengo vela en este entierro,
me he salido a la calle a fumar. Ahí estaba Ataulfo. No ha sido capaz de
sostenerme la mirada. Hubiera querido decirle que no se preocupe, que por mí no
pasa nada, que sé que, si no estoy invitado, no es por él. Esta vez es por Mari
Nieves. Y motivos no le faltan.
XXIX
Cuando esta mañana han confirmado un ERE de
extinción para diez trabajadores que se veía venir, los del departamento me han
señalado. “A ti, Juan Pedro, a ti no te tocan… tú estás a salvo… por ser amigo
del jefe”. No he gastado saliva intentando explicar que, precisamente por eso,
tengo más papeletas que nadie. Sabía lo que me esperaba cuando me han llamado
los de personal. “En estos momentos hablo como Director de Comix, no como
Ataulfo… tengo que mirar por el futuro de la compañía… y por eso me toca tomar
decisiones difíciles”. Me he sonreído. Como si Ataulfo y el director fueran dos
personas distintas. Je. He vuelto a recoger mis cosas en la oficina. Los compañeros
(excompañeros ya) estaban en casi estado de shock por mi marcha y aliviados al
mismo tiempo por no ser ellos los elegidos. Después de tantos años, esta vez
sí, ya he acumulado rencor, y tengo la firme intención y la total seguridad, de
que no hablaré nunca más con el capullo que desde siempre me ha estado descartando.
LXX
Muchas veces lo imagino. Ataulfo es un pichichi.
Un gran jugador. Pero yo lo tengo sentado en el banquillo. Para que sepa lo que es sentirse apartado del
equipo. Que se chinche. Que se jorobe. Que pruebe su medicina. Luego el sueño
se me tuerce y el tío acaba saltando al terreno de juego y metiendo goles. Ahí
me despierto entre grandes sudores. Jopeta, ¿es que ni en sueños puedo imaginar
que por una vez soy yo el que le descarta a él?
LXXX
Los médicos han entrado en la habitación con una
sonrisa de oreja a oreja. “Una buena noticia, Juan Pedro: tenemos donante”. Me
saltan las lágrimas. Por fin. Me estoy apagando. Sí, sí. Por fin. No hay tiempo
que perder. Preparan el quirófano. Me arrastran en la camilla por un largo
corredor. No tengo miedo. No tengo nada que perder. Oigo voces. Alguien
susurra. Da explicaciones. Casi en el último suspiro, ha aparecido
milagrosamente un órgano compatible. Bendito sea. El de un ángel altruista. “…puede
estar usted orgulloso de tener un amigo así”. ¿Amigo? Yo no recuerdo tener ninguno. “Sí, hombre, sí:
Ataulfo”. ¿He oído bien? A-taul-fo. Con un soplo de voz, no doy para más, exijo
que paren esto. Que lo paren. Que descarto categóricamente recibir nada de
quien tantas veces me descartó a mí antes. El camillero duda. No sabe si seguir
o darse la vuelta. “Sáquenme de aquí, por favor”. Una médico con gorro y
mascarilla se dirige hacia mí. “Cálmese, Juan Pedro… Por si usted reaccionaba
así, el señor Ataulfo me ha dicho que le entregara este sobre…”. Se me disparan
las pulsaciones. La doctora va leyendo: “…esto es una invitación de cumpleaños,
esto otro un tarjetón de boda… y aquí hay también un contrato de trabajo”. Me enfurezco. Cojo
todas las fuerzas que me quedan para gritar: “¿Será cabrón? ¿Y mi entrevista
con los de la tele, qué?”.
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