I
Llevamos cuatro minutos en silencio. Sulfurados.
Resoplamos como dos reses bravas. Mirándonos
a los ojos. Con los rostros enrojecidos. Antes nos hemos hablado a gritos. Él, que me estoy equivocando gravemente si le digo
que no. Yo, que no se confunda, que soy
muy amigo suyo, pero que también soy el alcalde de todos. Que los demás pueblos
de la comarca tienen ya la instalación para el alumbrado. Que estamos en el
siglo veinte. Que, como casi siempre, aquí en Gorroperdido volvemos a ser los últimos.
Que necesitamos la luz como el respirar, que la luz es el progreso. Y que no me
puede venir, después de haber desaparecido diez años no sé yo por dónde, con
que él tiene una alternativa gratuita e inagotable, que por supuesto no ha
probado ni demostrado en ninguna otra parte. Él, que me estoy plegando al
interés de unos cuantos usureros que se están haciendo de oro a fuerza de
vender cobre para los tendidos eléctricos. Uffff, que me acuse de eso me ha
encendido. Estoy a punto de remarcar mis palabras: “Ya no hay más que hablar,
Apolinar, sal por favor de mi despacho”. Estoy a punto de señalarle la puerta. Él
ha plegado su carpeta, con su proyecto dentro: Esos planos y esa descripción
que me ha tratado de explicar cincuenta veces. Trago saliva y zanjo la
cuestión: “Mira, majo, más vale que tu proyecto salga bien, porque si no, a mí
me encierran en la cárcel, pero tú te vienes conmigo”. Suspira. Como cuando
teníamos siete años, me ofrece su meñique y lo enlaza con el mío. Ahora me
quedo solo. Muevo las carpetas de un lado a otro. Me tiemblan las piernas. Ay,
en la que me acabo de meter. Ahora, a enfrentarme a los barrigudos de Mardebé,
a decirles, que de poner cables de momento nada de nada. Estoy a punto de hacer
historia o de hacer el ridículo en Gorroperdido. Una de las dos cosas.
II
Cuántas historias se habrán oído entre estas
cuatro paredes de la alcaldía. No es el primero que viene en son de guerra. Don
Custodio no gasta bromas. El amo de casi medio pueblo ha entrado sin llamar. La
conversación ha empezado suave. Pero poco a poco se ha calentado. Directo al
tema. Ahora me acaba de llamar loco. Retrógrado. Cabezón. “…y sepa que esa
cabezonería suya de no querer traer la electricidad en nuestro pueblo nos va a
conducir directamente a la ruina, a la Edad Media…”. Me ha señalado con su dedo
índice: “¡Veremos cuánto dura usted de alcalde!”. Me escurro en mi sillón. Yo siempre
digo que amenazas como ésta me hacen más fuerte. Pero la verdad, no se me nota.
III
Gritan bajo el balcón del ayuntamiento. Corean: “¡QUE
VENGA, QUE VENGA LA LUZ…!”. Me asomo detrás de la persiana. Serán unos
cincuenta estómagos agradecidos a don Custodio. Y quién les ha contado que yo no
quiero que venga. Si salgo ahora, estos energúmenos son capaces de apedrearme.
Me esperaré a que oscurezca. Apolinar me dijo que esta noche sería el gran día.
No le he visto hacer absolutamente nada. Ni excavar una zanja. Ni colgar una
bombilla. Nada. Empiezo a arrepentirme. Si hoy no veo, mañana cancelo su
proyecto y llamo a la Compañía Eléctrica Mardebeniana.
IV
Suerte que Apolinar vive cerca, en la misma placeta. No
me ha visto cruzar nadie. La pequeña Úrsula, su hija, me ofrecía una limonada. Me
exhibía una pizarrita, y con letra de imprenta ha escrito: “¿Una limonada,
señor alcalde?”. Sofocado estoy, pero no estoy para estos sorbos. “Qué… ¿ya
tienes listo eso?”. Delante de nosotros, unos paneles y unos interruptores. “Ya
casi”. Estoy en ascuas. Clic. Clic. Me asomo fuera. La calle y la boca del lobo
son lo mismo. No espero más. “Lo siento, Apolinar, mañana llamo a la
Mardebeniana”. Y he salido de su casa sin cerrar la puerta.
V
Apenas llevaba cinco minutos durmiendo. Una
bocanada de claridad se ha colado de golpe por mi ventana. Pero ¿Ya es de día? “¡Jod…!”.
Me he levantado, he bajado la persiana y he pretendido seguir durmiendo un poco
más. Al poco se ha ido organizando menudo jaleo en la calle. No hay quien
descanse así. He vuelto al balcón. Para gritar, ¿aquí qué os pasa, no podemos
descansar los que trabajamos mañana o qué? Los vecinos cubiertos por mantas y
en camisón se arremolinan. Miro el reloj de la pared. Tic tac, tic tac. Son las
dos de la madrugada. Y hay luz de mediodía en la calle. Se ciegan mis ojos. Uf,
uf, uf. Ahora se me saltan las lágrimas. Qué cabrón, Apolinar, qué cabrón, no
sé cómo, pero lo has hecho. Es de noche. Pero es de día.
VI
Ya pienso en la placa conmemorativa que voy a
encargar. “El 22 de Diciembre de 1924, siendo Alcalde de la muy Ilma Villa de
Gorroperdido el excmo señor Froilán Cabrera, se inauguró el alumbrado perpetuo
de la población”. En los periódicos que me llegan del mundo entero se habla de
Gorroperdido, el pueblo donde nunca es de noche. Se habla de Apolinar, “el
iluminado”. Pero de mí, jopeta, ni una palabra.
VII
La vida nos ha cambiado como de la noche al día.
Mucha gente de la capital quiere venir a vivir aquí. He autorizado la
construcción, en el ensanche, de las “Cien casitas de Mardebé”. Las tiendas no
cierran. Sesión continua. Da igual la hora que sea. Siempre hay actividad en la
calle. Yo, ahora mismo no me puedo parar. Recibí un telegrama anunciándome la
visita del embajador de Enosode, acompañado por nuestro ministro de Asuntos
Exteriores. Llegan a las dos de la madrugada. He convocado a la banda de
música. El Ayuntamiento en pleno les espera y los recibirá bajo los toldos de
la recién bautizada como Plaza de las Luces con todos los honores media hora
más tarde. De Apolinar, no sé nada. Hace un mes que no lo veo.
VIII
Gorroperdido, cuestión de estado. Apolinar no
cuenta el secreto de sus luces. A mí me presionan para que lo convenza. No
entiendo el porqué de su silencio. Pero sí sé lo testarudo que es. Y si dice
que no habla, ya le pueden prometer lo que sea, que no soltará prenda. Al
tiempo, han enviado un ejército de sabios que registran y analizan cada piedra,
cada pared, en busca de una pista que les ilumine.
IX
Ha preguntado por mí. Yo no le niego la palabra a
nadie, y menos a ningún vecino del pueblo. “Qué se te ofrece, Casto”. Veo que
no sabe por dónde empezar. “¿Eres tú el responsable de tanta luz en
Gorroperdido?”. Sonrío. Como alcalde suyo que soy, me congratulo por ello. “…está
trayendo paz y prosperidad a los gorroperdidenses”. Sin mediar una palabra más,
ha enganchado un directo contra mi ojo derecho”. “…pues también me ha traído a
mí este melanoma”. Casto se ha levantado la camisa mostrando su espalda
quemada. Luego ha salido de la alcaldía dando un portazo. Hielo, hielo para mi
ojo.
X
“Si quieres ver estrellas en el firmamento, no
vayas a Gorroperdido”. Éste es el titular del “Destacado de Mardebé”. De la
rabia que me ha dado, he tirado el periódico entero a la chimenea. Para arder
ese papel sí que sirve.
XI
Desde la entrada, a Úrsulita le he preguntado por
su padre. Estaba en el patio trasero de la casa. Regaba las plantas. Crecen
ahora sin descanso, de forma imparable, y se estiran por encima del tejado. “¿Podemos
hablar?”, tengo muchas preguntas para Apolinar y necesito respuestas. “Vamos
dentro, me dice”. Le sigo. Su mesa de trabajo está vacía. Sólo un par de
libros. “Mira: de Julio Verne”, le señalo, “…De la Tierra a la Luna… Veinte mil leguas de
viaje submarino…”. Apolinar reconoce que los está redescubriendo. Se sienta. Voy
a suplicarle. A implorarle. Por lo que más quiera. Que baje la intensidad de la
luz, que está cambiando nuestro microclima. Y voy a preguntarle también por
qué. Por qué tiene ese resentimiento ahora. Por qué no quiere compartir el
secreto de esa energía que nos ilumina y extenderla en otras poblaciones. Sería
el rey del mambo. Volvemos a mirarnos a los ojos. Mi viejo amigo respira
fatigado. Lo notó al día siguiente de hacerse la luz. Todavía con la euforia
del éxito, se dio cuenta con horror de
que no recordaba cómo lo había conseguido, que esa parte de su memoria se le
había borrado. Tristeza y desesperación
en su rostro. Acabáramos. No es que Apolinar no quiera compartir su
descubrimiento. Es que no sabe cómo lo hizo.
XII
De repente, la noche. Dos años después. A mí me ha
pillado en la calle, camino del Ayuntamiento. Gritos de los vecinos. Qué pasa, aquí
qué pasa. Que no cunda el pánico. Es sólo un poco de oscuridad. Arrimado a la
pared, asegurando el paso para no tropezar, escuchando los maravillosos grillos
nocturnos, que están de fiesta, he alcanzado la casa de Apolinar. Lo he encontrado en la entrada, mirando hacia
el cielo, hacia las recién destapadas estrellas. “Apolinar… ¿vas a poder arreglar
esto?”. Niega con la cabeza. “No sé cómo”. Lo he notado abatido. “No pasa nada,
amigo, no pasa nada”. He enlazado su meñique con mi meñique, como cuando éramos
renacuajos. Luego, a la palpa, me he encaminado hacia la vieja alcaldía. Tengo que hacer dos cosas urgentes. Una,
avisar a la Compañía Eléctrica Mardebeniana para que venga cuanto antes. Y la
otra, firmar, con carácter irrevocable, mi carta de dimisión.
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