I
A mí que no me miren. Yo qué sabía. Cuando le he
visto asomar por el departamento, con esa pinta y esa cara regordeta, yo estaba
solo. Y me ha parecido que era el chófer de una agencia de transportes que
venía a traernos un paquete. “Déjelo usted ahí mismo”, le he dicho. Yo, ni papa
de alemán. Y él tampoco chapurreaba el inglés con el que parece que me hubiera
defendido. El hombretón barrigudo, que pasa de los dos metros, me ha enseñado
un reloj, un cronómetro y un papel. Sí. Vale. Son las diez. Me ha pedido que se
lo firmara. Sin problemas. He hecho un garabato con mis iniciales, I.C., de
Isidoro Cal. Me ha señalado el pasillo. Sí, vale. Que se quede donde quiera.
Yo, a lo mío, que hoy llevaba mucho retraso acumulado. Luego, a las doce
pasadas, cuando ha venido Valderrojo y se lo ha encontrado plantado en la
entrada ha puesto el grito en el cielo. “¿Pero es que tú no sabes quién es?”.
“¿Yo?”. Ni me acordaba ya de ese barrigón cervecero. “¡Es el doctor Karl Korrosian!”. Casi me meo
ahí mismo. Glup. Cómo lo iba a saber. Korrosian, el experto al que han llamado
para arreglar el Analizador. Valderrojo se ha puesto del color de su apellido.
“¿No te acuerdas que nos cobra por tiempo, a mil euros la hora?”. Mmmm. No
contesto. Ese tío lleva ganados de momento dos mil euros por estar de plantón
un un pasillo. Valderrojo me grita. Yo qué sabía. Qué. Ahora me pregunta por la llave de la sala del
Analizador. Voy, voy, voy. Mis manos tiemblan. Palpo en los bolsillos de mi
bata blanca almidonada. La nueva. La del bordado de mi nombre, Isidoro Cal, con
hilo azul. Glup. Sudo por la frente. Rotuladores, papelotes, caramelos. Pero ni
rastro de la llave. Resuelvo: “…voy en un bote a casa y la traigo enseguida”. Vivo
a quince kilómetros de aquí. En Mediavilla. Valderrojo se quiere abalanzar
sobre mí. Se me quiere comer. Ya están aquí los otros profesores del
departamento. Lo contienen. Ahora aparecen los del departamento de al lado.
Gritan unos y otros. Guirigay. Korrosian, entretanto, pone cara beatífica. Valderrojo lo coge del
brazo. Lo conduce hasta la entrada de la sala. Forcejea la puerta. Cerrada. Más
gritos. Vienen con una palanca. Una, dos y tres. PLOOOOM. Puerta a tomar por
saco. “Vale menos una puerta que cinco minutos de este tío”. Dentro, el
Analizador quieto. Parado. Muerto. Con el tute que llevaba, está así una semana
sin que nadie sepa por qué. Y después de intentar rearmarlo un millón de veces,
resolvieron llamar al fabricante. Con una amabilidad que se saca no sé de
dónde, Valderrojo le indica a Korrosian que ahí tiene, que empiece cuanto antes
la reparación. Korrosian entra con su caja de herramientas. Una caja como la de
un fontanero, igual. Yo no sé dónde meterme ahora. Valderrojo me llama: ”¡Cal,
ven aquí!”. Con el dedo me advierte:
“Contigo, ya aclararemos cuentas”. Jopeta. A mí que no me miren. Yo qué sabía.
II
Mi carrera aquí era prometedora. Era. No he podido
dormir. Con ojeras hasta el suelo, me acerco a la sala del Analizador. Sin el
cronómetro en la mano, calculo por encima encima cuánto habrá engordado la
cuenta de Karl Korrosian. Con ese capital, ya podría vestir camisas menos
mugrientas y de más clase, ya. Me cruzo con compañeros. E intento buscar su
solidaridad y comprensión. Pero encuentro dureza. Y reproches. Mi delito es
grave. El corazón me da sacudidas. Y me reboto. ¿Dónde narices estaban ellos
cuando me dejaron a mí solo en la inmensidad del Departamento?
III
Me asomo. Valderrojo, Mirasierra y Guitar, los
tres investigadores estrella del Departamento, respiran en el cogote de
Korrosian. Tienen sus trabajos paralizados. Dependen del Analizador. El experto
no se inmuta. Sólo un pequeño sudor perla su patilla. Ahora teclea algo. Cambia
un módulo, otro más. Con la desazón en el cuerpo, me vuelvo hacia el pasillo.
La avería era pues grave. Valderrojo se percata de mi presencia. Me ignora. Me
retiro hacia el pasillo. Ahora sí que sí, lo mejor será que empiece recogiendo
mis cosas de la taquilla.
IV
Se encienden las farolas en la calle. Se apagan en
el Departamento. Antes de irme, me asomo de nuevo. Karl Korrosian sigue ahí.
Enfrascado con el equipo. No quiero interrumpirle. Tampoco me hace mucho caso.
Le suelto un tímido “how is going?”. Como respuesta, se rasca la cabeza y lanza
un suspiro. No le veo ahora tan seguro. Ni tan hermético. Ni tan sabio. Pienso
en la obsolescencia programada. Lo noto. Ya no importan las horas. Es cuestión
de amor propio. De orgullo. Está cambiando pieza a pieza la máquina. Y ésta se
obstina en no funcionar. Bueno, le desearé suerte, “good luck”, y me iré ya
hacia casita. Antes veo, qué es eso, una moneda de veinte céntimos en el suelo.
Qué son veinte céntimos comparados con los mil euros, clinck, clinck, que van
cayendo en su cuenta cada hora. Me agacho para recogerlos. Eeeep. Estiro los
dedos. Vaya. Ahí, un cable suelto. No sé. Me da por conectarlo. FUI-PI-PI-PI.
Korrosian da un salto hacia atrás. Yo, un grito. El equipo ha vuelto a la vida.
El regordete desorbita sus ojos sin acabar de creérselo. Luego hace un gesto de
asentimiento, así todo encaja, y me llama para que me acerque, como diciendo:
“ven para acá: tú y yo vamos a entendernos”.
XXIV
Creo que es aquí. Llamo. Toc, toc. ¿Se pue-de pa-sar? Sólo
hay un chaval con una bata blanquísima tomando unas notas. A ver cómo me hago
entender. “Ejem: …me en-ví-a Karl-Ko-rro-sian”. Ni puto caso, con perdón. Me
remango mientras mi camisa de franela a cuadros. Es práctica a muerte. Abriga
en invierno y no es calurosa en verano. El chico me señala insistentemente la
entrada. Con gestos, me indica que espere ahí. Bueno. Vale. Saco el reloj. Las
diez. Le muestro el cronómetro. Y le pido que me firme el albarán. Concede.
Mira: las mismas iniciales que yo tengo I.C. En su bata, hilo azul, leo Idris
Countman. Salgo hacia el pasillo. Y me pongo a buscar telarañas. Me compadezco
mucho del chico. Ay de él cuando llegue el Valderrojo de turno. La vida se ha
puesto muy achuchada y desde que estoy en esto con Korrosian, son dos mil euros
la hora.
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