Yo prefiero esperar a que me esperen. Me ocurre
que eso, en mi trabajo, casi siempre es al revés. Normalmente son los demás
quienes me esperan a mí. Hmmmm. Esta mañana no. Hoy he venido con tiempo. He
consultado mi reloj. Aún no clarea en este frío día de Diciembre. Aún iluminan las
estrellas en este cielo despejado. He aparcado lejos, bien lejos. No contaba
con un parking tan reventado. Ni con un ascensor tan lento que, encima, parara
en todas las plantas. Y sabiendo de mi paso pesado, he temido que, oh, oh, oh,
oh, Noa ya haya llegado. La cinta transportadora me ha llevado en volandas
hasta la boca de la terminal. Nada más entrar, calor sofocante. Un aire denso y
caliente aviva mis mejillas. Llevo demasiado chaquetón para estar por aquí
dentro. Me acerco a los carteles. Mmmm. No veo ni torta. Letras borrosas. Saco
mi montura dorada. La ajusto. Mmmm. Ahora sí. ¿Lo ves? ¡EN TIERRA!¡Sala 11!
Ufff, si me descuido… Me azoro. Bajo por la rampa. Sala 11. Sala 11. Ufff. No
está lejos. Ahí, ahí. ¡Madre mía, cuánta gente arremolinada! Calculo por
encima, encima: Más de quinientos. Me froto los ojos. Me acerco. Exclamaciones.
Risas. Nervios. Todos esperan. Esperan a los suyos. Esa pancarta me hace
sonreír. “¡¡Bienvenido!!”. Esos globos con la frase, “de nuevo juntos”. En mí
no repara nadie. Intento abrirme paso. Se me acelera el corazón. Cuanta emoción
contenida. Cuanta emoción desatada. Imposible
avanzar más. Esto es una muralla humana. Apretujones en torno a la puerta de
salida Uggggggg. No empujen por favor, no machaquen. No veo nada de nada. Sólo
que, de tanto en tanto, la puerta automática se abre de par en par, y un grupo
de voceros gritan: “¡¡¡HUUUUUYYYYY!!!”, porque quien sale todavía no es quienes
ellos esperan. Me pongo de puntillas. Respiro sobacos. Cómo ha crecido la
humanidad en estos tiempos. Cómo ha crecido sólo en estatura, no en otras cosas.
Agudizo la vista. A ver, a ver si alcanzo a verla. Ya tiene que haber bajado
del avión. Ya tiene que estar esperando la maleta. Giro noventa grados a la
izquierda, buscando escorarme, tratando de ir hacia un lateral menos saturado.
Al ladearme, le doy un macutazo en los morros al chavalín que tenía a mi
derecha. Suelta un taco. Me disculpo. Viene el padre. A por mí. “¡Ni disculpas
ni leches, abuelo! ¿Es que no ve que no se puede pasar? ¡Casi le rompe la cara
al niño! ¡Ande, ande, tire para allá si no quiere que le reviente el saco…!
¡Será friki el tío!”. Agacho la cabeza. Pongo el petate delante de mí para no
darle a nadie más. Hago mutis. Mientras, el goteo de pasajeros sigue
sucediéndose. Qué escenas. “¡¡¡HUUUUUYYYYY, por casi!!!”, por un lado. Gritos
por otro. Abrazos incontenibles. Interminables. Fusiones. Se me humedecen los
ojos. Su maleta, la de ella, será de las últimas en salir. Seguro que sigue
mordiéndose las uñas. Seguro que sigue poniéndose en lo peor. Seguro que ahora
está pensando en que se la han perdido. Arrastro los pies. Aún así… esa mujer
ha puesto su juanete debajo del taco de mi bota. Un alarido. Un empujón. Un
“mecagüen la madre que te parió”. Un “lo siento mucho, disculpe”. Un “¡el gordo éste me ha caído
encima!”. Un, “ufff, dónde me he
metido”. Definitivamente, yo no sé andar entre multitudes. No es lo mío.
Escucho un “¡Manué, sí que has cambiado!” y acto seguido un: “¡…suélteme señora, que yo no soy Manué…!”.
Tierra, trágame. El goteo de gente, ahora es un chorro continuo. Un aluvión de
personas entumecidas arrastrando maletones voluminosos. Más y más gritos.
Reencuentros. Intento no desviar la atención. Una de ésas puede ser Noa. Me
muerdo los labios. Me contagio. Cachis, después de tanto tiempo, por qué tarda
tanto ahora. La muralla se va disgregando. La gente, entre risas, va
desapareciendo. Me puedo acercar a la barra de seguridad. Ya no estoy
comprimido. Me puedo mover. Quedan los rezagados. Queda Noa. Se hace el
silencio en la terminal. Resulta que había música de fondo. Villancicos.
Paladar seco. Ansiedad. Pom-pom, pom-pom. Bate mi viejo corazón. Ahora sí.
Ahora sí que sí. Se separan las dos puertas corredizas. Abren paso a Noa. Está
guapísima. Arrastra un carro con dos pesadas maletas encima. Melena ondulada.
Foulard. Pantalones vaqueros. Perfecta. Mira alrededor. No sabe si salir hacia
su derecha o hacia su izquierda. Empuja. Cree que no la espera nadie. Es cuando
la llamo. “¡NOA!”. Se vuelve. Extrañada. Sorprendida. Hmmmm. Ejem. No será
porque no me reconoce. Me acerco a ella. “¿Sí?”. Tiemblo. Abro mi bolsa. Busco.
Rebusco. Encuentro. Extraigo. Una hoja. Un paquete. Ella, con mano temblorosa,
recoge el papel. Es su letra. Redonda. De caligrafía. Ahora le sonrío
expectante. Lee: “…queridísimo Papá Noel, este año he sido buena y quisiera que
me trajera…”. Se le escapa una lágrima. Me dice: “un poco tarde, ¿no?”. Me
suben los colores a la mejilla. Oh, oh, oh. Pienso. Glup. Me encojo. Le
sostengo la mirada a modo de disculpa. Sí. Definitivamente yo prefiero esperar
a que me esperen. Y no es excusa, pero por mi trabajo son los demás quienes con
inquebrantable ilusión siempre terminan esperándome.
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