I
¡A ciento treinta y cuatro! ¡Otrooo más! ¡Y mira:
mira ése cómo viene…. A ciento cincuenta y tres! ¡Pero qué mala bestia! Es lo
que yo digo: si se pusiera aquí, arriba de este puente, la guardia civil, como me pongo yo, con un radar… en un rato hacía la caja de un
mes. No hay un solo coche que vaya a menos de cien. Ni uno. Me escuecen los
ojos ahora. Llevo aquí toda la tarde. Aquí transcurren mis horas muertas. Mis
jornadas vacías. Resoplo. Trago saliva. Algún día pasaré página y olvidaré que
he sido piloto… que he ido muy deprisa… que he ganado carreras… y casi un
campeonato. Ahora, de repente, no soy nadie. Con los ojos empañados nuevamente,
recojo mis bártulos. Se está nublando y lo mismo llueve. Algún día asimilaré
que me tengo que dedicar a otra cosa. Buffff. Hablaré otra vez con mi primo.
Casi le insulté cuando me ofreció ser el conductor de una de sus ambulancias.
“Pero tú a quién te crees que le estás hablando…”. Iré con humildad. “Si
todavía está en pie tu oferta… cuándo empiezo”. He de levantar la cabeza. Caen
gotas. Osti, osti, osti… ¡Ése no iba a menos de ciento setenta! ¡Qué capullo!
¡Se creerá que por ir más rápido va a llegar antes!
II
La sirena suena a toda potencia. Pido paso. Los
coches atascados se abren como si fueran las aguas del mar muerto en el antiguo
testamento. Vamos, vamos, vamos. Avanzo. Mis brazos templados sujetan el
volante. La línea que separa la vida y la muerte es muy estrecha, tan sólo mide
unos segundos. Detrás oigo los gritos de mis compañeros, que se afanan
conteniendo una herida imparable en un cuerpo roto. El Hospital está ahí mismo,
enfrente. Se levantan las barreras. Freno. Hemos llegado. Espero que a tiempo.
Una mano amiga me toma el hombro. Es Paulino, el médico de la unidad. Estoy
pálido como la pared. Me sonríe. “Saldrá adelante”, me dice, “…pero Chencho, tú
nos has mareado a todos, menudas curvas, menudos acelerones… ¡recuerda que no
estamos en la fórmula uno!”.
III
Por lo visto, el médico le dijo: “agradézcaselo a
la ambulancia que le trajo, si no, no lo estaría contando ahora mismo”. Será
por eso que un mensajero ha traído hasta la puerta de casa un jamón pata negra
con un mensaje de gratitud. A mí, la verdad, el gesto me ha emocionado más que
si estuviera levantando la copa de un Gran Premio. Mirándome al espejo, he
alzado el jamón, siete kilos nada menos, y he sentido una ovación interna
tremenda. He imaginado la bandera ondeando entre el cielo y las nubes. Con el
corazón más revolucionado que el motor de mi bólido. Han sido unos segundos
nada más. Chas, chas, vuelta a la realidad. He bajado de esas nubes y he bajado
el jamón a nivel del suelo. Y lo he cargado en el maletero. Lonchita a
lonchita, lo compartiré con mis compañeros. Con esa pinta y con el saque que
tenemos todos, batiremos el récord mundial de velocidad jamonera seguro.
IV
Me dicen que nos puede caer una sanción. Por haber
salido sin recibir ningún aviso. Paulino está mosqueado. Yo conduzco absorto.
Tenso. No sé por qué les he dicho que teníamos que ponernos en marcha ya, ya,
ya. Intuición. Sexto sentido. Pálpito. Es que lo veo venir. CRASSSSSSHHHH. A
veinte metros se acaban de dar una castaña tremenda. Y nosotros estamos justo
aquí, para ayudar. Oportunísimos. Clic. Sirena naranja en marcha. Alláaaaaa
vamooooooooosssss.
V
Intento no quedarme con las caras de los
accidentados a los que auxiliamos. Pero esta vez no he podido. Ella era tan…
angelical. Su rostro aparece en mis sueños. Pensaba que ya estaba curtido.
Inmunizado. Pues no. No. No. Por la mañana he cruzado los pasillos que me
llevan a Cuidados Intensivos. Me he interesado. Se llama Hildegard. No se sabe.
Hay que esperar. Resiste, criatura, aguanta. Tú eres fuerte. Vuelvo hacia el
parque de ambulancias. Me cruzo con Paulino. Me pregunta. No le contesto. Pero
como me conoce algo, ya sabe de dónde vengo.
VI
Las mejores historias no se escriben. Se viven.
Hildegard mejora muy poco a poco. Con fuerza de voluntad. Sacrificio. Quién
dijo que fuera fácil. Conduzco su silla por el parque del viejo cauce.
Vigilando los socavones. Los baches. Con
primor. Esto tampoco es un bólido. Vuelve el color a su cara. Y su
sonrisa. Para ella soy lo que soy. No lo que fui. Ni lo que tengo. Ni lo que no
hago.
VII
“Chavales: ¡en marcha!”. Se levantan, pero no con
el ímpetu de las primeras veces. Lo noto en sus gestos. “Hey, qué os pasa”.
Casi silencio como respuesta. He encarado mi vehículo por un camino forestal.
De tierra. Paulino se asoma: “¿Por aquí? ¡Si por aquí no pasa nadie…!”. Ya.
Pero no sé. Algo me dice. Lo veo venir. “Bueno. Esperamos un poco y si no…”. Si bajamos la ventanilla, respiramos el aroma
de los pinos y escuchamos el trino de los pajaritos. De repente, PLOOOOMMM. Un
ultraligero se acaba de estampar contra el suelo en nuestras mismas narices.
Voilá. Los compañeros, mientras salen en estampida a recoger lo que queda del
herido caído del cielo no pueden evitar su mosqueo. Yo pongo cara de
circunstancias. Me miran raro. La verdad, no entiendo por qué.
VIII
Está muy seria. Venga, Hildegard, dime qué te pasa
esta tarde. Al final, dispara: “¿…tú no te das cuenta de que todo el mundo dice
de ti que eres Chencho el Gafe, que por donde pasas, promueves y provocas los
accidentes?”. Me pongo como una moto. Carámbanos. Mundo al revés ¡Pero si es
justo lo contrario! ¡Si es un no sé qué,
una intuición especial la que me dice que algo va a pasar! ¡Pero si, ya que no
se pueden prevenir los desastres, lo menos malo es que nosotros estemos ahí, al
quite, como las ambulancias que montan guardia en una plaza de toros un día de
corrida! Uf, uf, uf. Hoy nuestro paseo es más corto que nunca. No hay sonrisas
cuando la devuelvo en la puerta de su casa. Sólo hay una leve despedida. Lo
peor, lo que me remueve por dentro, es que ella pueda pensar que yo, no soy
quien la condujo hacia el hospital cuando volvió a nacer, sino que por el
contrario, soy una parte muy implicada en su terrible accidente.
IX
A noventa y ocho. Mmmm. A noventa y cuatro. Desde
que he vuelto aquí arriba, a mi puente sobre la autovía, es que no ha pasado ni
uno a más de cien. Rumio hablar con mi primo de nuevo. Darle las gracias por la
oportunidad recibida. Y decirle que lo siento, pero que yo me voy a buscar la
vida por otro sitio. Ya veré en qué y por dónde. ¡A sesenta y seis!¡Eso no era
un coche, era una tortuga con ruedas! Al principio se me ha pasado por la
cabeza que, a fuerza de ser crujidos a multas, los conductores se han moderado.
Pero quiá, va a ser que este radar portátil mío, se ha descalibrado por el
tiempo que hacía que no lo usaba. Seguro que es eso. Sí. Hablaré con mi primo. A
la primera que pueda.
X
Ayudada por unas muletas, Hildegard da sus primeros
pasos. Buscamos la sombra. Buscamos un banco donde sentarnos. Llevo toda la
tarde con un run-rún que me es conocido. Un run-rún creciente que apuntaba
hacia el puerto. Pero me he contenido. He intentado borrarlo de mi cabeza. Efectivamente,
al cabo de un rato, mientras seguíamos sentados en ese banco, he escuchado el
sonido familiar de unas sirenas en aquella dirección. Hacia allá irán mis
antiguos y esforzados compañeros.
Hildegard me da la mano. Y yo aprieto la suya contra la mía. Desde que ya no
conduzco me va mejor, mucho mejor, pero interiormente aún mantengo un gran
debate. Y es que no sé si estaré haciendo lo correcto ahora que, cada vez que
lo veo venir, lo dejo pasar.
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