I
Luego dicen que tengo malas pulgas. Pero es que lo
poco gusta y lo mucho cansa. “…eh, tío Aquiles, ¿cómo tienes el talón?”. Y si
encima, viene acompañadito de una palmadita en la susodicha parte, ya me
revienta. Me reboto. Me encaro con el gracioso de turno: “¿Por qué no te tocas
donde yo te diga?”. “Bueno, chico, bueno, perdona… no es para que te pongas
así…”. Ni perdona ni nada. Me pongo como me da la gana. Ya está bien. Esto, o
se corta de raíz, o se me va de las manos. Joder, todos los días lo mismo.
Hasta aquí. Voy encendido. Acaba de sonar la sirena en la fábrica. Dejamos las
herramientas y salimos en silencio hacia el Bar. Media hora justa para el
almuerzo. Busco la mesa de siempre. Con la ensaladita. El vino. La gaseosa.
Cuando me abro paso con el bocadillo envuelto en papel de plata bajo el brazo
para llegar a mi sitio, noto que me tocan por detrás: “¡…Aquilesssss! ¿Y tu
talónnnnn?”. Me doy la vuelta. Me cago en todo. Me ciego. Cuento tres. Una, dos
y… En ésas veo que es Irene. Glup. A Irene no. Buffff. Por una décima de
segundo. Por un pelo. Freno en seco. Fuerzo una sonrisa. “Je, je. Ahí estamos,
con el talón como un roble”. Irene. Qué poquito me ha faltado. Irene puede decirme
lo que quiera. Irene puede.
II
Alguien se lo dijo. Y entonces ella me buscó. Y
por eso la conocí. “¿Aquiles? ¿Tú eres de Gorroperdido??”. La miré. No me
esperaba esa pregunta. “Bueno, sí”. “¡Yo también!”. Ahí es cuando vino eso de
qué pequeño es el mundo y qué grande Gorroperdido, el pueblo que nos trajo a la
vida. Chispitas en los ojillos. Le pregunté: “¿Y tú eres…?”. Ella me aclaró:
“…yo vivía en la calle del Flit… y mis padres trabajaban en los Ultramarinos de
la Torre”. Me llevé la mano a la barbilla. “Qué mal me sabe. No consigo
recordar… es que yo soy despistadísimo para eso de las caras y los nombres…”.
Pero daba lo mismo… Qué gozo, qué
grande, tener a alguien tan próximo estando tan lejos de casa. La distancia
une. Sin duda. A lo mejor, si ambos siguiéramos en el pueblo, no nos haríamos
ni caso, no nos miraríamos ni a la cara y pasaríamos de largo. Pero, aquí, tan
lejos de casa… qué perspectiva tan diferente. Le dije: “Oye, lo que necesites,
ya sabes: aquí estamos”. Aquí estoy. Desde entonces. Y no imagino la vida sin
Irene conmigo.
III
Solemos quedar en el Liberto. Las cervezas no se
nos suben a la cabeza. Gorroperdido un poco sí. Nuestras conversaciones son
monográficas. Ser de Gorroperdido se nota, se lleva, se siente. Todo es
Gorroperdido. Le llevé unas fotos que conservaba de allí. Le entusiasmaron.
“¡Uauuuuhhh! Qué cambiado está todo desde que no voy…”. “Sí: mira… al hacer el
alcantarillado de la calle Mayor, aprovecharon para adoquinarla devolviéndole
el aspecto que tuvo en el siglo diecinueve…”. Me las pidió para mirarlas con
más detalle. Yo se las dejé. Sin ningún problema. Aún no me las ha devuelto. Y
no me atrevo a pedírselas. No pasa nada. Están, desde luego, en buenas manos.
IV
Estampas de Gorroperdido. Cuando hablamos, Irene y
yo coincidimos en los escenarios. La Iglesia. La ermita. El Lavadero. La
Escuela. El viejo cine. La discoteca. Pero disentimos en los personajes.
Quitando del cura, don Pepe, y del alcalde, Gregorio, un cacique rodeado de
estómagos agradecidos… no tenemos conocidos comunes. Eso es normal: don Pepe y
Gregorio han estado siempre, mientras que los demás hemos ido yendo y viniendo.
V
Fuera de las cristaleras del Liberto diluvia.
Hemos cambiado las cervezas por algo calentito. Irene está tristona. “…en días
como éste… echo de menos no estar allí… ¿tú no?”. Cierro los ojos. Qué le digo.
Que no tenía de qué subsistir. Que las piedras no se comen. Que los de mi
quinta nos hemos ido todos fuera a buscarnos la vida. Que, aquí, al menos… No,
eso no. Me lo callo. Ella espera mi respuesta. Le acabo diciendo: “…lo que yo
tendría en Gorroperdido, sería nostalgia de ti”.
VI
Llego un pelín tarde a puerta del Liberto, lo sé.
Ella me mira con advertencia incluida. Pero el motivo de mi retraso vale la
pena. Sin preámbulos, dejo los billetes encima de la mesa. No digo lo que me
han costado ni cómo los he conseguido. “¿Qué es esto, Aquiles?”. Lo pregunta,
pero lo sabe. Esto es una escapada a casa. A Gorroperdido. Noto cómo la piel de
sus brazos se pone de gallina. Me lo contagia. Me da un beso. Mentiría, y
mucho, si dijera que eso no me lo esperaba.
VII
Las manos en los bolsillos. El cuello subido de la
chaqueta. La cabeza agachada. Recorro las callecitas de Gorroperdido. Aquí,
allá, me reconocen “¡Eh, Aquiles, qué alegría de verte! ¿Qué has venido, a
pasar unos días?”. Sí, unos días. Luego, típico local, la patadita en los
cataplines: “¿Y qué, cómo sigue tu talón?”. A veces me callo, a veces disparo
animaladas, sapos y culebras por la boca. “…mi talón, como tu culo”. Hago
fotografías en cada rincón. Tengo la sensación de que todo es nuevo, todo
desconocido. Y ya no pregunto a nadie por la calle del Flit. Ya no pregunto a
nadie por los Ultramarinos de la Torre. Y menos, pregunto a nadie por aquella
muchachita que vivía en una calle que no está y se llamaba Irene. A la tercera
vez que lo he intentado y me han puesto cara de “quién dices qué”, he
desistido. No quiero que piensen que me la he inventado. Trago saliva. Murmuro:
“Nostalgia de ti”. Sigo andando. No me pregunto tampoco por qué ella, a última
hora, no se vino conmigo. Lo que tengo claro es que, cuando la encuentre de
nuevo en el Liberto, cuando la vea, sí le daré recuerdos del pueblo entero, que
la echa de menos.
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