domingo, 15 de junio de 2014

Nostalgia de ti

 
I
Luego dicen que tengo malas pulgas. Pero es que lo poco gusta y lo mucho cansa. “…eh, tío Aquiles, ¿cómo tienes el talón?”. Y si encima, viene acompañadito de una palmadita en la susodicha parte, ya me revienta. Me reboto. Me encaro con el gracioso de turno: “¿Por qué no te tocas donde yo te diga?”. “Bueno, chico, bueno, perdona… no es para que te pongas así…”. Ni perdona ni nada. Me pongo como me da la gana. Ya está bien. Esto, o se corta de raíz, o se me va de las manos. Joder, todos los días lo mismo. Hasta aquí. Voy encendido. Acaba de sonar la sirena en la fábrica. Dejamos las herramientas y salimos en silencio hacia el Bar. Media hora justa para el almuerzo. Busco la mesa de siempre. Con la ensaladita. El vino. La gaseosa. Cuando me abro paso con el bocadillo envuelto en papel de plata bajo el brazo para llegar a mi sitio, noto que me tocan por detrás: “¡…Aquilesssss! ¿Y tu talónnnnn?”. Me doy la vuelta. Me cago en todo. Me ciego. Cuento tres. Una, dos y… En ésas veo que es Irene. Glup. A Irene no. Buffff. Por una décima de segundo. Por un pelo. Freno en seco. Fuerzo una sonrisa. “Je, je. Ahí estamos, con el talón como un roble”. Irene. Qué poquito me ha faltado. Irene puede decirme lo que quiera. Irene puede.
II
Alguien se lo dijo. Y entonces ella me buscó. Y por eso la conocí. “¿Aquiles? ¿Tú eres de Gorroperdido??”. La miré. No me esperaba esa pregunta. “Bueno, sí”. “¡Yo también!”. Ahí es cuando vino eso de qué pequeño es el mundo y qué grande Gorroperdido, el pueblo que nos trajo a la vida. Chispitas en los ojillos. Le pregunté: “¿Y tú eres…?”. Ella me aclaró: “…yo vivía en la calle del Flit… y mis padres trabajaban en los Ultramarinos de la Torre”. Me llevé la mano a la barbilla. “Qué mal me sabe. No consigo recordar… es que yo soy despistadísimo para eso de las caras y los nombres…”. Pero daba lo mismo…  Qué gozo, qué grande, tener a alguien tan próximo estando tan lejos de casa. La distancia une. Sin duda. A lo mejor, si ambos siguiéramos en el pueblo, no nos haríamos ni caso, no nos miraríamos ni a la cara y pasaríamos de largo. Pero, aquí, tan lejos de casa… qué perspectiva tan diferente. Le dije: “Oye, lo que necesites, ya sabes: aquí estamos”. Aquí estoy. Desde entonces. Y no imagino la vida sin Irene conmigo.
III
Solemos quedar en el Liberto. Las cervezas no se nos suben a la cabeza. Gorroperdido un poco sí. Nuestras conversaciones son monográficas. Ser de Gorroperdido se nota, se lleva, se siente. Todo es Gorroperdido. Le llevé unas fotos que conservaba de allí. Le entusiasmaron. “¡Uauuuuhhh! Qué cambiado está todo desde que no voy…”. “Sí: mira… al hacer el alcantarillado de la calle Mayor, aprovecharon para adoquinarla devolviéndole el aspecto que tuvo en el siglo diecinueve…”. Me las pidió para mirarlas con más detalle. Yo se las dejé. Sin ningún problema. Aún no me las ha devuelto. Y no me atrevo a pedírselas. No pasa nada. Están, desde luego, en buenas manos.
IV
Estampas de Gorroperdido. Cuando hablamos, Irene y yo coincidimos en los escenarios. La Iglesia. La ermita. El Lavadero. La Escuela. El viejo cine. La discoteca. Pero disentimos en los personajes. Quitando del cura, don Pepe, y del alcalde, Gregorio, un cacique rodeado de estómagos agradecidos… no tenemos conocidos comunes. Eso es normal: don Pepe y Gregorio han estado siempre, mientras que los demás hemos ido yendo y viniendo.
V
Fuera de las cristaleras del Liberto diluvia. Hemos cambiado las cervezas por algo calentito. Irene está tristona. “…en días como éste… echo de menos no estar allí… ¿tú no?”. Cierro los ojos. Qué le digo. Que no tenía de qué subsistir. Que las piedras no se comen. Que los de mi quinta nos hemos ido todos fuera a buscarnos la vida. Que, aquí, al menos… No, eso no. Me lo callo. Ella espera mi respuesta. Le acabo diciendo: “…lo que yo tendría en Gorroperdido, sería nostalgia de ti”.
VI
Llego un pelín tarde a puerta del Liberto, lo sé. Ella me mira con advertencia incluida. Pero el motivo de mi retraso vale la pena. Sin preámbulos, dejo los billetes encima de la mesa. No digo lo que me han costado ni cómo los he conseguido. “¿Qué es esto, Aquiles?”. Lo pregunta, pero lo sabe. Esto es una escapada a casa. A Gorroperdido. Noto cómo la piel de sus brazos se pone de gallina. Me lo contagia. Me da un beso. Mentiría, y mucho, si dijera que eso no me lo esperaba.
VII
Las manos en los bolsillos. El cuello subido de la chaqueta. La cabeza agachada. Recorro las callecitas de Gorroperdido. Aquí, allá, me reconocen “¡Eh, Aquiles, qué alegría de verte! ¿Qué has venido, a pasar unos días?”. Sí, unos días. Luego, típico local, la patadita en los cataplines: “¿Y qué, cómo sigue tu talón?”. A veces me callo, a veces disparo animaladas, sapos y culebras por la boca. “…mi talón, como tu culo”. Hago fotografías en cada rincón. Tengo la sensación de que todo es nuevo, todo desconocido. Y ya no pregunto a nadie por la calle del Flit. Ya no pregunto a nadie por los Ultramarinos de la Torre. Y menos, pregunto a nadie por aquella muchachita que vivía en una calle que no está y se llamaba Irene. A la tercera vez que lo he intentado y me han puesto cara de “quién dices qué”, he desistido. No quiero que piensen que me la he inventado. Trago saliva. Murmuro: “Nostalgia de ti”. Sigo andando. No me pregunto tampoco por qué ella, a última hora, no se vino conmigo. Lo que tengo claro es que, cuando la encuentre de nuevo en el Liberto, cuando la vea, sí le daré recuerdos del pueblo entero, que la echa de menos.

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