domingo, 1 de junio de 2014

He sido yo

 
I
No me hace caso. Ni se da cuenta ninguna de las mil doscientas veces que cruzo por delante de ella. Es que ni sabrá que existo cuando intento sentarme cerca. Tendría que pasar algo importante para que Daniela se fijara en mí. Tal vez si mis hormonas del crecimiento hicieran horas extra y, de la noche a la mañana,  yo apareciera un día en clase agachándome por la puerta para no darme con la cabeza, en lugar de aparecer como ahora de puntillas y oliendo los sobacos de los demás. Entonces sí… Daniela me miraría, se admiraría: “qué chico más alto y guapo”, y se me acercaría. O tal vez si mis cuerdas vocales se templaran, y mi voz se viera acompañada del don de la palabra, en lugar de quedarse atarantada y llena de monosílabos. Entonces también… Daniela me escucharía porque yo le diría cosas con sentido. O lo mejor, la traca, tal vez, si tuviera una oportunidad para demostrarle lo que soy ahora mismo capaz de hacer por ella… si pudiera salvarla en un lance peligroso... entonces, no importarían ni mi altura, ni mi locuacidad… a ella le importaría solamente yo y yo tal como soy. Íñigo, un héroe modesto. Uffff. Abro mi carpeta. Guardo mi tebeo del Guerrero, puesto del revés para que no me lo vean y me levanto para salir. Paso otra vez por delante de ella, cabeza alta, pecho erguido,  y… lo que ya sé: que no me hace ni caso.
II
Estoy harto de biblioteca. Es la hora. Ahora, al examen de Física. Cuando llego a la altura del Hall, escucho jaleo. Qué pasa. Ostras… si son los de mi clase. Se arremolinan en torno al despacho del director. Pitos. Voces. Tenedores y cucharas batiendo en platos de aluminio. CLINC. CLINC. CLINC. Qué es esto. Escandalera. Una protesta en toda regla. Y yo sin enterarme. “No queremos división. NO-QUE-RE-MOS-DI-VI-SIÓN. NO QUEREMOS DIVISIÓN”. Esto qué es. Me arrimo. Es que dijeron el otro día que para el curso que viene nos van a disgregar en tres grupos. Pero… ¿y tanto jaleo por eso? Los de los otros cursos pasan, nos miran, un poco alucinados, un poco divertidos. Daniela está en primera fila. Qué atrevida. Me abro hueco, a su lado. Esto se calienta por momentos. Ahora vendrá el director, que ya lo habrán llamado, y con un par de gritos, nos pondrá firmes, a ver quién se hace el valiente entonces, todo el mundo callado y a clase. NO QUEREMOS DIVISIÓN. NO QUEREMOS DIVISIÓN. Efectivamente, por detrás aparece. El Montero. Y no trae buenas pulgas. Sus palmadas al aire, su llamada al orden,  en principio no amilanan a nadie. Ahí es cuando se alza su mano. La de Daniela. Cuando lanza una piedra hacia la cristalera naranja. CRASSSSSSSSH. Se hace el silencio repentino y absoluto. Parece que no es nada. Que el cristal es irrompible. Y veo mi reflejo junto al de Daniela. Pero esa visión dura un segundo. Aparece una grieta. Y luego otra. Y luego toda una superficie se divide en dos mil pedacitos. Glup. Tenemos al Montero delante. Le va a estallar la garganta. “¡VÁNDALOS, SALVAJES! ¿ASÍ ES COMO QUERÉIS ARREGLAR LAS COSAS?”. Ahora no se oye un alma. Nos escruta a todos. A los veintipico que allí estamos. “¿QUIÉN HA SIDO?”. Mira a Daniela. No, a ella que no le toque un pelo. A ella no. “HE SIDO YO”, digo dando un paso adelante. Estupor. Murmullos. Ahora, ahora es cuando espero a Fuenteovejuna. Espero que todos den un paso adelante. Que todos digan al unísono: “He sido yo”. Venga, ciudadanos de Fuenteovejuna, por favor, no se me retrasen. Pero no. Nadie dice nada. Todo el mundo quieto. Todo el mundo estatua. Glup. El Montero me coge del brazo con fuerza. Tira de mí. Me hace daño. Me arrastra hacia dirección. Durante un segundo, mi mirada y la de Daniela se cruzan. Esas miradas nuestras valen un mundo.
III
Lo que más me duele es el abatimiento de mi padre. Hundido en la silla, me pregunta: “¿y eso por qué, Íñigo?, ¿Dónde has visto tú que en esta casa haya el más leve gesto violento?”. Mis ojos vidriosos aguantan las lágrimas. Mi boca sigue cerrada. Mi padre traga saliva y carga con mi colección de tebeos del Guerrero, que irán directamente al contenedor de la basura. “…me has decepcionado”, dice saliendo de mi habitación. Aquí hay un enorme vacío. Cuando ya no me oye, murmuro: “…papá… seguro que tú hubieras hecho lo mismo”. No, aún no me arrepiento de haber dicho que fui yo. Pero, uffff… cómo me escuece.
IV
Por la factura que han pagado mis padres, el cristal debía ser de Bohemia. Y grabado con incrustaciones de oro, debía tener el Quijote escrito dentro.
V
El colegio, cuando todo el mundo está en clase, tiene otra perspectiva. Entro en el hall. Lo primero que hago es mirar hacia la cristalera. Ya han puesto una nueva. Naranja también. Como si nada hubiera pasado. Algún profesor advierte mi presencia, pero como si no me vieran. Ya noto que soy persona non grata. Que soy peligroso. De la mano de mi padre iré a Secretaría. A recoger unos papeles. Los necesito para matricularme en el instituto. Aquí no me dejan seguir. “¡Iñigo!”. Contengo la respiración. Me llaman. Sí,  es Daniela. El corazón se me acelera. Frente a frente. Espero un gesto. Un gracias. Obtengo una nueva mirada. Con tensión. Mi padre me reclama, tira de mí, “venga, cuanto antes acabemos esto mejor”.  Girando la cabeza hacia ella, voy dentro de Secretaría. Cuando salgo con un sobre en la mano el pasillo está vacío.
XXX
Tengo el cuarenta y cinco. Aún van por el treinta. Me siento en la sala de espera. En el cuadro pegado en la pared, una enfermera con cofia reclama silencio. Miro el reloj. Me entretengo con el móvil. Levanto la vista. Me da un no sé qué. Es que, enfundada con una bata blanca, hablando con una compañera, le he reconocido. Me incorporo, salgo a su paso: “¿Daniela?”. Se detiene. Me señala con el dedo. Me reconoce: “¿Iñigo?”. Me da dos besos. Sí: Ufffff. Cuánto tiempo. “¡Cuánto me alegro de verte!”, me dice. Ella sonríe y me cuenta: “¿Sabes? Al final, nos dividieron y nos disgregaron como y cuando les dio la gana”. Bueno. Era de esperar. Pies en el suelo. Contemplo a Daniela desde arriba. Es que mis hormonas de crecimiento, aunque tarde,  se espabilaron y mido ahora dos cero tres. Y además, no me corto: me siento capaz de explicarle sin tartamudear qué ha sido de mi vida desde que no nos veíamos. Dos comodines para que ahora me haga caso. Me propone: “…podríamos quedar para recordar los viejos tiempos”. Sí, sí: ¡ella me hace caso! Me da una tarjetita con su número. De nuevo, dos besos. Mientras recupero mi asiento, escucho, nítidamente, cómo Daniela bisbea a la otra chica: “¿…tú sabes quién era éste? Sí, sí… es aquél que te conté que expulsaron de mi colegio porque lanzó una pedrada a una cristalera…”. Cuando, desde megafonía me llaman: “cuarenta y cinco, pase a consulta dos”, y yo me incorporo, la enfermera me dice: “oiga,  que se le ha caído una tarjeta”, pero yo, de verdad, creo y le contesto: “no, a mí no: será de otro”.

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