I
No me hace caso. Ni se da cuenta ninguna de las
mil doscientas veces que cruzo por delante de ella. Es que ni sabrá que existo
cuando intento sentarme cerca. Tendría que pasar algo importante para que Daniela
se fijara en mí. Tal vez si mis hormonas del crecimiento hicieran horas extra
y, de la noche a la mañana, yo
apareciera un día en clase agachándome por la puerta para no darme con la
cabeza, en lugar de aparecer como ahora de puntillas y oliendo los sobacos de
los demás. Entonces sí… Daniela me miraría, se admiraría: “qué chico más alto y
guapo”, y se me acercaría. O tal vez si mis cuerdas vocales se templaran, y mi
voz se viera acompañada del don de la palabra, en lugar de quedarse atarantada
y llena de monosílabos. Entonces también… Daniela me escucharía porque yo le
diría cosas con sentido. O lo mejor, la traca, tal vez, si tuviera una
oportunidad para demostrarle lo que soy ahora mismo capaz de hacer por ella… si
pudiera salvarla en un lance peligroso... entonces, no importarían ni mi altura,
ni mi locuacidad… a ella le importaría solamente yo y yo tal como soy. Íñigo, un
héroe modesto. Uffff. Abro mi carpeta. Guardo mi tebeo del Guerrero, puesto del
revés para que no me lo vean y me levanto para salir. Paso otra vez por delante
de ella, cabeza alta, pecho erguido, y…
lo que ya sé: que no me hace ni caso.
II
Estoy harto de biblioteca. Es la hora. Ahora, al
examen de Física. Cuando llego a la altura del Hall, escucho jaleo. Qué pasa.
Ostras… si son los de mi clase. Se arremolinan en torno al despacho del director.
Pitos. Voces. Tenedores y cucharas batiendo en platos de aluminio. CLINC. CLINC.
CLINC. Qué es esto. Escandalera. Una protesta en toda regla. Y yo sin
enterarme. “No queremos división. NO-QUE-RE-MOS-DI-VI-SIÓN. NO QUEREMOS
DIVISIÓN”. Esto qué es. Me arrimo. Es que dijeron el otro día que para el curso
que viene nos van a disgregar en tres grupos. Pero… ¿y tanto jaleo por eso? Los
de los otros cursos pasan, nos miran, un poco alucinados, un poco divertidos.
Daniela está en primera fila. Qué atrevida. Me abro hueco, a su lado. Esto se
calienta por momentos. Ahora vendrá el director, que ya lo habrán llamado, y
con un par de gritos, nos pondrá firmes, a ver quién se hace el valiente
entonces, todo el mundo callado y a clase. NO QUEREMOS DIVISIÓN. NO QUEREMOS
DIVISIÓN. Efectivamente, por detrás aparece. El Montero. Y no trae buenas
pulgas. Sus palmadas al aire, su llamada al orden, en principio no amilanan a nadie. Ahí es
cuando se alza su mano. La de Daniela. Cuando lanza una piedra hacia la
cristalera naranja. CRASSSSSSSSH. Se hace el silencio repentino y absoluto. Parece
que no es nada. Que el cristal es irrompible. Y veo mi reflejo junto al de Daniela.
Pero esa visión dura un segundo. Aparece una grieta. Y luego otra. Y luego toda
una superficie se divide en dos mil pedacitos. Glup. Tenemos al Montero
delante. Le va a estallar la garganta. “¡VÁNDALOS, SALVAJES! ¿ASÍ ES COMO
QUERÉIS ARREGLAR LAS COSAS?”. Ahora no se oye un alma. Nos escruta a todos. A los
veintipico que allí estamos. “¿QUIÉN HA SIDO?”. Mira a Daniela. No, a ella que
no le toque un pelo. A ella no. “HE SIDO YO”, digo dando un paso adelante.
Estupor. Murmullos. Ahora, ahora es cuando espero a Fuenteovejuna. Espero que
todos den un paso adelante. Que todos digan al unísono: “He sido yo”. Venga, ciudadanos
de Fuenteovejuna, por favor, no se me retrasen. Pero no. Nadie dice nada. Todo
el mundo quieto. Todo el mundo estatua. Glup. El Montero me coge del brazo con
fuerza. Tira de mí. Me hace daño. Me arrastra hacia dirección. Durante un
segundo, mi mirada y la de Daniela se cruzan. Esas miradas nuestras valen un
mundo.
III
Lo que más me duele es el abatimiento de mi padre.
Hundido en la silla, me pregunta: “¿y eso por qué, Íñigo?, ¿Dónde has visto tú que
en esta casa haya el más leve gesto violento?”. Mis ojos vidriosos aguantan las
lágrimas. Mi boca sigue cerrada. Mi padre traga saliva y carga con mi colección
de tebeos del Guerrero, que irán directamente al contenedor de la basura. “…me
has decepcionado”, dice saliendo de mi habitación. Aquí hay un enorme vacío. Cuando
ya no me oye, murmuro: “…papá… seguro que tú hubieras hecho lo mismo”. No, aún
no me arrepiento de haber dicho que fui yo. Pero, uffff… cómo me escuece.
IV
Por la factura que han pagado mis padres, el
cristal debía ser de Bohemia. Y grabado con incrustaciones de oro, debía tener
el Quijote escrito dentro.
V
El colegio, cuando todo el mundo está en clase,
tiene otra perspectiva. Entro en el hall. Lo primero que hago es mirar hacia la
cristalera. Ya han puesto una nueva. Naranja también. Como si nada hubiera
pasado. Algún profesor advierte mi presencia, pero como si no me vieran. Ya
noto que soy persona non grata. Que soy peligroso. De la mano de mi padre iré a
Secretaría. A recoger unos papeles. Los necesito para matricularme en el
instituto. Aquí no me dejan seguir. “¡Iñigo!”. Contengo la respiración. Me
llaman. Sí, es Daniela. El corazón se me
acelera. Frente a frente. Espero un gesto. Un gracias. Obtengo una nueva
mirada. Con tensión. Mi padre me reclama, tira de mí, “venga, cuanto antes
acabemos esto mejor”. Girando la cabeza
hacia ella, voy dentro de Secretaría. Cuando salgo con un sobre en la mano el
pasillo está vacío.
XXX
Tengo el cuarenta y cinco. Aún van por el treinta.
Me siento en la sala de espera. En el cuadro pegado en la pared, una enfermera
con cofia reclama silencio. Miro el reloj. Me entretengo con el móvil. Levanto
la vista. Me da un no sé qué. Es que, enfundada con una bata blanca, hablando
con una compañera, le he reconocido. Me incorporo, salgo a su paso: “¿Daniela?”.
Se detiene. Me señala con el dedo. Me reconoce: “¿Iñigo?”. Me da dos besos. Sí:
Ufffff. Cuánto tiempo. “¡Cuánto me alegro de verte!”, me dice. Ella sonríe y me
cuenta: “¿Sabes? Al final, nos dividieron y nos disgregaron como y cuando les
dio la gana”. Bueno. Era de esperar. Pies en el suelo. Contemplo a Daniela
desde arriba. Es que mis hormonas de crecimiento, aunque tarde, se espabilaron y mido ahora dos cero tres. Y además,
no me corto: me siento capaz de explicarle sin tartamudear qué ha sido de mi
vida desde que no nos veíamos. Dos comodines para que ahora me haga caso. Me
propone: “…podríamos quedar para recordar los viejos tiempos”. Sí, sí: ¡ella me
hace caso! Me da una tarjetita con su número. De nuevo, dos besos. Mientras
recupero mi asiento, escucho, nítidamente, cómo Daniela bisbea a la otra chica:
“¿…tú sabes quién era éste? Sí, sí… es aquél que te conté que expulsaron de mi
colegio porque lanzó una pedrada a una cristalera…”. Cuando, desde megafonía me
llaman: “cuarenta y cinco, pase a consulta dos”, y yo me incorporo, la
enfermera me dice: “oiga, que se le ha
caído una tarjeta”, pero yo, de verdad, creo y le contesto: “no, a mí no: será
de otro”.
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