I
Mi padre dice que, yo, de mayor, seré investigador. “¿Por qué dices que seré
investigador?”. “…pues porque te
interesas por las cosas que no te cuadran, preguntas el porqué de todo y no paras hasta que
lo averiguas…”. “Mmmm… ¿Y por qué pregunto por todo?”. “…pues tú sabrás… porque
eres así”. “¿Y por qué soy así?”. “…pues porque…”. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por
qué? “Buffff, Eduardito, ya seguimos más tarde, que ahora tengo mucho lío”.
Aquí es cuando me paro y pienso que, o él está siempre muy ocupado, o tiene muy
poca paciencia. O las dos cosas a la vez.
II
También dice mi padre que darse cuenta de las
cosas que pasan a nuestro alrededor es empezar a hacerse mayor. Bien por mí. Soy
mayor, mayor. Bien. Pero entonces… ¿qué hay de toda esa gente que tiene ya unos
cuantos años y sigue sin enterarse de nada? Me levanto arrastrando la silla,
dejo los deberes y voy a preguntárselo.
III
Yo no sé cómo entrarle. “…dicen por ahí que”. “…he
escuchado…”. “…mis amigos cuentan…”. “…rumorean en el cole…”. Él, se vuelve
hacia mí y me dice rotundo: “No te calientes más la cabeza, Eduardito. Escuches
lo que escuches, no hagas caso”. Tema zanjado. Zanjado para él. Para mí es un
sí, pero no.
IV
Lo averiguaré con mis medios. Siguiendo mis
métodos. Llegaré a la verdad, sea cual sea. Si voy a ser investigador, cuanto
antes empiece, más experiencia tendré. Mmmm Pero, ¿…por dónde empiezo? Hay
veces que la respuesta la tenemos en los morros, y no somos capaces de verla.
Empezaré pues por lo que tengo más cerca.
V
Recapitulemos: Adán… 936, Matusalén… 969, Noé…
950. ¿Y ellos? Ellos, irán por los dos mil y pico y siguen sumando. Hay que
tener en cuenta que nacieron después, y que ahora, si es que se ponen malitos,
hay medicinas muy buenas. Y también están jubilando a la gente más tarde. ¿Conclusión?:
Es perfectamente posible que tengan esa edad y que estén frescos como lechugas.
Lo que ya no me imagino es cómo lo harán, el día que les toque, con la tarta.
Necesitarán un campo de tenis para ponerla. ¿Y para las velas? Les hará falta
un ventilador si quieren apagarlas todas sin quemarse la capa.
VI
Me he atrevido. He bajado un piso y he llamado al
timbre. Ha tardado, pero ha abierto. Anselmo, el viejecito. Le tengo un poco de
miedo. Por su barba blanca. Y porque tiene mala leche. A mí me ha reñido dos
veces. Una, por dar un portazo en el portal. Y otra por bajar gritando “¡fuegoooooo!”
por las escaleras. Se ha extrañado cuando me ha visto. “Hmmm, tú eres Eduardo…”.
Lo mismo piensa que vengo por un recado de mis padres. A pedir sal. O azúcar. No
sé cómo empezar. “¿Puedo hacerte unas preguntas?”. Me dice que sí con la
cabeza. “…no te quedes ahí, pasa si quieres”. Ufff, a tanto no me atrevo. “¿… oye,
tú estás siempre solo? ¿…no estás nunca con nadie?”. Mueve los hombros. Parece
más un sí que un no. Habla bajito, bajito. “…bueno, con el ordenador sí mantengo
contacto con mucha gente que conozco y que está por ahí, por el mundo… aunque
no estén conmigo… me hacen compañía”. Y
añade: “…Bueno, y todos los años por
Navidad mis hijos me recogen y voy a pasar unos días con ellos. Mira: este
Sábado ya vienen”. Ésa es la clave. Todos los años. Por Navidad. Ya. Me cuadra.
Con esa cara. Y esa barba crecida tan real. Y en esas fechas. “¡Muchas gracias,
Anselmo!”. Me doy la vuelta y me subo corriendo. Me ha faltado preguntarle
cuántos años tiene, el pillín, pillín. Años, años de verdad, no los de su
carnet de identidad. Y me ha faltado también pedirle que me enseñe su armario.
Ahí tiene una capa y una corona seguro.
VII
Me he acercado al ordenador de mi padre. Mis
porqués y yo. “Papá, ¿por qué pones una pegatina tapando la webcam del
ordenador?”. Se gira hacia mí. Me explica. “…aunque no nos demos cuenta, desde
fuera podrían entrar, vernos, y
mirarnos. Y eso no me da la gana”. “Ah”. Curiosidad satisfecha. Punto de
preocupación activado. Pasa un rato. Ahora que no está él en el despacho, entro
de puntillas, arranco la pegatina, me encaro muy serio a la webcam y,
acercándome al micro, les digo: “Miradme,
miradme ahora bien… y por favor, tened en cuenta que este año yo he sido bueno,
pero sobre todo tened en cuenta lo que os he pedido”.
VIII
Piiiiiiiiiiiiii. Ya. Por fin. Ésta es la noche
mágica. Qué nervios. Hoy, y ahora, es cuando voy a descubrir la verdad de la
verdad. Shhhh. Me he puesto la alarma del despertador a las dos de la
madrugada. Está todo muy oscuro. Pero lo tengo todo previsto. Linterna: hágase
la luz. Bueeeeeno, la pila es un poco vieja, pero suficiente. Me pongo el
chaquetón. Hace un fríiiiiiiiio que para qué. Cámara de fotos digital. Salgo al pasillo. Ojos bien abiertos. Qué
oscuro está todo. Ando despacio. Shhhh…. Paso por delante de la habitación de
mis padres. Shhhh, shhhh. Qué oigo. Falsa alarma. Son ronquidos. Uno de los dos
ronca. Y tiembla el piso por eso. Próxima misión, averiguar quién. Pero ésta
será otra historia. Avanzo. Enfoco al árbol. Nada. Todo en orden. Todavía no
han venido. Mmmmm. Mecachis. Me entra tos. Qué inoportuna. Uffff. Por suerte,
nadie me ha oído. Sigo. Abro la puerta de la calle. Ñiiiiiiiiiic. Compruebo:
Llevo la llave de mi padre. Cierro despacio. Qué ruidoso es el silencio. Lo
normal es que, a estas horas, ellos estén en plena faena. Subo las escaleras.
Hasta el terrado, tres pisos más. Estoy seguro, que desde arriba se tiene que
ver algo. PLOFFFFF. ¡Alguien ha dado la luz! CLOCK. ¡Alguien ha llamado al
ascensor! Me arrimo a la pared. No respiro. Suben desde el primero. ¿Será Anselmo
en traje de faena? Voy subiendo, subiendo. PLOOOOM. ¡Alguien ha cerrado la
puerta de la terraza! ¿Se puede ser más escandaloso? ¡Parece que han entrado en
el quinto! Tengo la cámara a punto. Con el flash preparado. La puerta de arriba
se atranca. Abro. Salgo. Brrrrrrrr… qué fríoooooo. Tirito. Miro arriba. Al
cielo. A las estrellas. Me fijo. Uf, cuántas y cuántas. Pequeñitas. Brillantes.
Miro al suelo. Apunto con la linterna. Por si hubiera restos. Oh, oh. Una
colilla mal apagada. Vaya. Fuman. Con lo malo que es eso. Qué veo. Una
enoooooooorme caja. ¿A ver, a ver? Joooo, pesa. Esto es un regalo. Se lo han
dejado aquí. Es un regalo. Los he pillado mientras se preparaban para descargar
un regalo. Los he pillado. FLASH. Foto. Lo mismo, luego, al mirarla, salen sus
sombras. FLASH. Otra foto. Mecachis. Qué emoción. Sigo iluminando la caja
embalada. Tiene pinta… tiene pinta… Ahí, un letrero. Un letrero. Leo. “EEEEE-DUUUUARRRR-DO!”.
¡Mi nombre, mi nombre, mi nombre! Es para mí. ¿Lo abro? ¿Lo abro ya? ¿O me
espero a mañana por la mañana? Sí, sí, lo abro un poquito solo. Que se vea lo
que es…. MECAGÜEN… ¡Es una bici! ¡TOMA, TOMA, TOMAAAAA! ¡Es la bici! ¡Ua, ua,
uá!
IX
¿Eh? ¿Qué hora es? ¡Las ocho! ¡No me puedo
despertar mejor! ¡El misterio de la noche mágica está aclarado! ¡No los vi,
pero los oí! ¡Y encima, sé lo que me han traído! ¡Qué bici más guay! Voy a
despertar a mis padres, a ver qué cara ponen, que estoy ya que no me aguanto… Si
mi primer caso como investigador ha sido el de la “noche mágica”, el segundo
tiene que ser… “¿y aquí quién ronca?”… Uffff, lo que me costó bajar aquella
caja desde arriba y dejarla al pie del árbol no lo sabe nadie… Hice un poquito
de ruido, sí, pero no se despertaron. Lo que no podía, una vez la había visto,
era dejar que ellos me la trajeran… Eso no. “¡BUENOS DÍAS, ARRIBA, HOLGAZANES!”.
Oh, oh. Aquí no están. “EOOO ¿Dónde
estáis? ¿Papá? ¿Mamá?”. Shhhh. Oigo
voces. Estarán en el recibidor. En la entrada de la casa. Me asomo un poco. Sí
están ahí mis padres. En pijama y bata. Bueno. Desde luego, no aprenden… ya
están otra vez, siempre igual, de buena mañana, a voces, discutiendo a grito
pelado, “y tú más”, en un día como hoy, con los vecinos del quinto, los padres
del otro Eduardo que, por cierto, a mí me cae fataaaaal. Ya es mala pata que este chaval se llame igual
que yo y que viva, encima, tan cerca.
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