I
Por fin. Aquí los tengo a todos. Sin quitarse la
cazadora, entra Quique, el pequeño. Me mira largamente. Me coge la mano. Y la
mantiene entre las suyas. Las tiene frías. Claro, viene de la calle. “…no sé
por qué… ayer tenía un presentimiento”, murmura. Hablan en voz baja. “…y qué
dicen los médicos”. Casi no puedo oír las explicaciones que se dan. Quique se
acerca a mi oído: “…no te preocupes, papá… nos tienes a nosotros… ahora nos
toca cuidar de ti”. “…no te escucha”, constata Ceci con un punto de angustia. Se
equivoca. Sí escucho. Ahí están. Los cuatro. A un lado, al otro, al pie de mi
cama. Juan, Fede, Ceci. Y ahora Quique. Mis fotocopias. Mis gestos. Mis rasgos.
Tan iguales. Tan distintos. Desde luego, qué putada que me haya tenido que
pasar esto para conseguir lo que parecía un imposible: juntar a los cuatro
hermanos después de tantos años.
II
Necesito mi tiempo. Todo me pasa a cámara lenta.
Desde que, a las nueve en punto, entra la sargento, y sin contemplaciones,
raaaas, raaaas, descorre las cortinas, sube la persiana y abre las ventanas de
par en par. No sé cómo no cojo ya una pulmonía con las corrientes de aire.
Luego me atasco con el desayuno. Al principio, aún me saludaba y me decía algo.
Pero al poco debió pensar que hablaba sola, y como parece señora de pocas
palabras, no dispara una. Dos sorbitos de leche para mí, dos tazones saturados con
galletas para ella. Luego vienen las pastillas intragables. De ahí, a la ducha.
Como no me quejo, a veces el agua está congelada, y otras ardiendo. No existe
el término medio. La sargento me maneja como a un pelele. Vuelta y vuelta. Me
seca con la toalla más aspera de la casa. Me toma el pulso, que funciona con la
precisión de un reloj de cuarzo. Cuando me sienta, con el pelo repeinado, frente a la ventana o frente a la tele, en el
reloj de péndulo del comedor suenan las doce. Es por eso que necesito mi tiempo.
Parece que no he hecho nada y ya ha pasado media mañana.
III
Ceci no para. Desde que entra y me da los buenos
días con dos besos, escucho cómo ella trajina. La mopa por el pasillo. El chof
chof de la olla en la cocina. El centrifugado de la lavadora. Mientras va,
arriba, abajo, canta. Canta como los ángeles esta hija mía. “Te he echado de
menos”, parece que dice, “todo este tiempo…”. Luego va a las estanterías. Lo
levanta todo, para luego dejarlo en el mismo sitio. “¿Y esto qué es, papá?”.
Siempre me lo pregunta. Se refiere a mi último invento, el sonrisómetro. El
contador de sonrisas. No funciona, porque no me dio tiempo a repasarlo cuando
me pasó lo que me pasó. Sí, siempre me lo pregunta. Y sí, nunca le contesto.
Hora de comer. Dos cucharaditas para mí. Dos para ella. Come como los gorriones
esta hija mía. Por la tarde, cuando el sol se inclina, me saca a pasear. Los
vecinos con los que nos cruzamos me dicen: “qué, señor Juancho, ¿estamos mejor?”.
Mi portavoz, Ceci, contesta por mí y agradece el interés. Vamos por la sombrita,
hasta el paseo de la playa, donde, como solía, me sigo extasiando ante la línea
que une al mar y al cielo. Luego de vuelta. Cuando el reloj de péndulo da las
nueve, zumba el timbre de abajo. Es mi yerno que viene a recogerla. “¡Bajo
enseguida!”, le dice por el telefonillo. Pero aún tarda un buen rato trajinando
por la casa. Me deja acostado. Me da las buenas noches. Y yo lo veo en su rostro
cansado. En sus ojeras. Que aún le queda por bregar en su casa.
Definitivamente, Ceci no para.
IV
Juan me pregunta de vez en cuando: “¿Estás bien?
¿Te falta algo?”. Luego desaparece durante un buen rato. Escucho el ruido que
hacen los cajones al abrir y al cerrarse. De cuando en cuando se asoma y me
saluda con la mano. El bolsillo de su camisa abulta. Otra fotografía que se
lleva, seguramente No sé. Los viejos álbumes se parecerán cada vez más a los árboles
pelados del otoño. Hoy se ha percatado del sonrisómetro que hay en el aparador.
“¿Otro trasto tuyo, papá?”. Lo ha agitado. Le ha dado la vuelta. Luego lo ha
dejado donde estaba. Ufff, menos mal. Por un momento he temido que se lo
llevara. No le habrá encontrado utilidad. Si no, hace tiempo que ya no estaría
en su sitio.
V
Fede recuerda que me gusta la música. Pero no se
acuerda de cuál. Da por sentado que las Zarzuelas y en la versión de Cobos. Así
que pincha mi viejo tocadiscos y me dice: “Hale, a disfrutar”. Luego desaparece
de mi ángulo de visión. Cuando, a los veinte minutos reaparece, tiene la oreja
derecha roja. Eso es de hablar con su móvil. Fede cambia la cara al disco, repara
en el sonrisómetro, “…esto qué será”. Suena la fritura de los microsurcos, grrrrr,
y se vuelve a ir. Cielos, debe haber un purgatorio
donde, de forma contínua suene a cien decibelios, chunta, chunta, la Zarzuela
según Cobos.
VI
¿Y Quique? ¿No tenía que venir Quique esta vez? Es
lo que me pregunto cuando siento los dos besos en la mejilla de Ceci. Pobre
Quique, tan ocupado y viviendo fuera. Pobre. No habrá podido.
VII
Qué alegría. Están aquí los cuatro de nuevo. Los
cuatro magníficos. Todos me han saludado. Cada uno a su manera, dos besos de
Ceci, mi mano entre las manos de Quique. Luego han ido hacia la cocina,
desapareciendo de mi ángulo de visión. Oh, oh. Desde aquí se oye todo. Y más si
no se molestan en bajar la voz. Se ha acabado el dinero. Mi capital. No hay
más. “Y ahora qué, si éste nos entierra a todos”. Se me deshace el corazón
cuando los escucho hablar así. “Tendremos que poner a partes iguales”. “¿Iguales?
De eso ni hablar. Yo no tengo los mismos recursos que vosotros”. La discusión
sube de tono. “…mira quién habla, el que se ha escaqueado cuando le tocaba…”. “…es
que yo no sé hacer las cosas como aquí doña Perfecta”. “…justo es que, el
soltero viniera más… porque tiene menos obligaciones”. “Y una miiiiii..”. Sí,
la discusión sube de tono aún más. Unos a otros se mandan a tomar por saco. Al
cabo de un rato, entran de nuevo en el comedor, alisándose la ropa, y desclavándose
las dagas de sus espaldas. Aquí no ha pasado nada. Yo intento alegrarme por verlos a todos
juntos. Pero la alegría no me sale.
VIII
Se entreabre la puerta. Aparece Ceci, y me dice: “Papá,
mira, mira quién ha venido a verte”. Tras ella, viene una sombra que no consigo
identificar. “Hey, Juancho… no me había enterado de que…”. Claro que sí: lo
reconozco. Aunque no se lo pueda decir. Mi viejo amigo Fran. Se sienta frente a
mí. Ojos con ojos. Su silencio voluntario y el mío forzoso. Ceci nos deja
solos. “Uffff…. Qué mecanismos más misteriosos tiene el cerebro para protegerse…”,
se lamenta. Al girar la cabeza, repara en mi artilugio. “¡Hey, el contador de
sonrisas! ¡Conseguiste acabarlo, bellaco!”. Toma el medidor con las dos manos.
Con sumo cuidado. Sonríe abiertamente. Al instante, suenan dos pitidos.
PIIIIIII, PIIIIIII. Y el contador sube hasta dos. “Hm, hm, amigo mío… me parece
que no termina de ir bien. Tenía que haberse quedado en uno”. Se equivoca de
medio a medio Fran. Funciona perfectamente. El sonrisómetro ha captado su
sonrisa. Y la mía.
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