I
Mi abuelo dice que yo encuentro hasta lo que no
busco. Que eso es un don que me concedió la Sabia de la Biblioteca cuando nací.
“¿La Sabia de dónde? ¡Cuenta, cuenta!”. “Shhhh…. Que no me oiga tu madre, que
me cae la bronca si se entera…”. Mira a la izquierda, mira a la derecha, y baja
la voz, dejándola en un leve susurro: “…mirándote en tu cuna, te señaló con el
dedo y dijo: …este chiquillo no se perderá nunca… encontrará todo lo que busque…
y lo que no busque”. Yo creo que soy valiente, pero me me asusta un poquillo el
abuelo cuando se pone a hablar así. La Sabia de la Biblioteca. Je, je. Le
enseño ahora una foto vieja, amarillenta. Es de un señor con bigote. Le
pregunto: “¿Y éste quién es?”. El abuelo coge el retrato, “¿…De dónde has
sacado tú esto, Octavio?”. Del fondo del fondo del cajón de la cómoda. Me la he
encontrado. Él coge del estuche las gafas de ver de cerca y se las pone. Le
tiembla el pulso. Traga saliva. “Mi hermano Carmelo”, me dice guardándola en el
bolsillo de la camisa. Me quedo de piedra. “¿…pero tú tenías un hermano?
Uaaauuhhh”. No lo sabía. Primera noticia. “…mellizo”. “¿Quéeee? Si no se parece
a ti en nada”. “…es que los mellizos no se parecen, Octavio”. “¿Y qué le pasó a
tu hermano, abuelo?”. Esa foto es muy muy vieja. “Mmmm… No lo sé”, suspira, “se
fue y hace mucho que le perdí la pista”. Me pongo de pie. Hincho mis pulmones. “…no
te preocupes, abuelo: yo, que lo encuentro todo, lo buscaré, lo buscaré y te lo
traeré aquí”.
II
Con el paso de los años, hay piezas que no me
encajan dentro de la historia de mi abuelo Sancho y su mellizo, el tío Carmelo.
No sé dónde se funde la realidad con su imaginación. Y mi madre no me ayuda
nada en este tema. Cuando lo menciono, cambia de conversación, y se enfada: “¡ya
se le ha ido otra vez la pinza al hombre éste!”. Él, agacha la cabeza con
pesadumbre y vuelve a su silencio. Pero unos minutos antes ha vuelto a contarme
lo mismo de las otras veces. Que, siendo ellos recién nacidos, se coló la Sabia
de la Biblioteca en su casa… “Eeep, un momento, un momento abuelo, párate aquí:
¿la Sabia de la Biblioteca, dices? ¿No me habías contado que esta Sabia fue la misma
que me dijo a mí cuando yo era un bebé que yo lo encontraría todo? ¿Quién es
esta señora entonces? ¿La prima de Matusalén?”. El abuelo encoge los hombros y continúa
su explicación… Se coló la Sabia de la Biblioteca, en su casa, porque entonces
las puertas de las casas siempre estaban abiertas de par en par, porque
entonces todo el mundo se fiaba de todo el mundo, y acercándose a las cunas
donde ellos dormían, les señaló con el dedo, a uno primero, al otro después. Aquí
me recorre un escalofrío. “Túuuuu, pequeñín, querrás estar siempre solo, solo,
sooooolo”. Gluuup. La voz narradora de mi abuelo se transfigura. “Y tú,
chiquitínnn, ricura, querrás estar siempre con tu hermano, con tu hermanooooo”.
Uffffff. Ya está el lío montado. Ahora es cuando viene mi madre, con la fregona
en la mano, dando gritos. “¡Desde luego, padre, parece mentira que siga
contando esas historietas!”. Y para mí también hay: “…y tú, Octavio, con la
edad que tienes, ya te vale, que le des tanta cuerda a tu abuelo”.
III
Yo, que lo encuentro todo, lo último, una cartera
que un despistado se dejó encima de un banco en el paseo de la Avenida, repito,
yo, que lo encuentro todo, he empezado a ir a la vieja biblioteca. La cierran dentro
de seis meses porque están haciendo una nueva donde la fábrica de refractarios,
por cierto. Me siento a leer lo que me apetece. Pero, con el rabillo del ojo,
miro a mi alrededor. Por si aparece. La Sabia de la Biblioteca. Yo, que lo
encuentro todo, aún no la he visto. Aún no. Todo se andará.
IV
“¿Y se cumplió la maldición, abuelo, se cumplió?”.
Apesadumbrado, él afirma tragando saliva. “Ya lo creo que se cumplió”. Desde el
primer minuto. Recuerda las broncas, los castigos de su madre, mi bisabuela
Candela: “¡Carmelooo! ¡que sea la última vez, la última, ¿me oyes? que te
vienes a casa solo, dejándote a tu hermano en la huerta! ¡Se podría haber caído
a la acequia, recontra!”. Desde el primer día, lo que más repetía mi abuelo de
niño a toda hora era: ¿Dónde está Carmeloooo, dónde?”. Uno huía, el otro lo perseguía.
Y mi santa bisabuela, desquiciada, se desgañitaba con ambos: “Sanchoooo, por
Dios, deja respirar a tu hermano Carmelo, hombre, que no lo dejas solo ni para
ir a…”. Eso, no lo dejaba solo ni para ir a desaguar.
V
Sí, se cumplió la maldición al pie de la letra.
Carmelo, amargado, porque no había manera de estar solo. No se libraba de
Sancho ni tabicando la habitación. Sancho, amargado, porque no entendía que su
propio hermano le rehuyera de tan brusca manera. “¿Pues qué pasó entonces,
abuelo…? ¡Yo no he conocido al tío Carmelo!”. Mmmmm. A mi abuelo le brillan los
ojillos claros. Viéndose morir mi bisabuela Candela, los llamó a los dos a la
cabecera de su cama. “Pacto”, decretó. ¿Pacto? ¿Pacto? Los mellizos se miraron
extrañados. “Tú, Carmelo, promete que estarás con tu hermano hasta que cumplas
los cuarenta”. ¿Quéeeee? “Y tú, Sancho, promete que lo dejarás en paz cuando
pases de los cuarenta”. Tosió la bisabuela Candela. Cuatro décadas. La mitad de
una vida pasada. La mitad de una vida por pasar. Con las pocas fuerzas que le
quedaban, sentenció la madre de los mellizos: “Justo es. Venga. A prometer toca”.
Con reticencias, se dieron la mano. Así firmaron el pacto. Así lo cumplieron. Parece
que el tiempo nunca termina de pasar. Pero sí. Porque el día que ambos
cumplieron cuarenta años, el tío Carmelo salió por esa puerta… y mi abuelo Sancho
no hizo nada por ir detrás.
VI
Los primos me quieren morder. Dicen que me he camelado
al abuelo. Me amenazan. Ojito con lo que hago y con lo que me gasto. Ya pueden
ladrar, ya. Me da igual. El abuelo Sancho estará de bajón, muy flojito, pero
con una lucidez pasmosa. Y puede hacer con su patrimonio lo que le plazca. Como
si quiere gastárselo todo en el bingo de una sentada. Lo que le dé la gana. Si
el hombre me ha llamado, y me ha pedido, “Octavio, eres el encontrador de mis
nietos… Ve, busca por donde sea a tu tío Carmelo… Dile que venga… Me gustaría
verlo antes de morirme…”. Uf, de la manera en que me lo ha pedido… no podía
decirle que no. Le he dicho que me pondría en camino. Que no le prometo nada,
porque el mundo es muy grande. Saldré de Mediavilla. Recorreré unas cuantas
ciudades con los ojos bien abiertos y una fotocopia de su retrato en la
cartera. El agradecimiento que se refleja en su cara no tiene precio. “…por el
dinero que necesites en el viaje no te preocupes”. Yo no me preocupo por eso.
Pero, a lo que parece, los primos sí.
VII
En qué mala hora pensé en alquilar un coche, para
parar donde quisiera, y visitar los pueblos que encontrara a mi paso.
Ploooffff. A las primeras de cambio, reventón en la rueda delantera derecha. Un
poco más y me salgo por la cuneta. De buena me he librado. De muy buena. Ahora
ya no ponen ruedas de repuesto, como antes. Y para colmo, aquí no hay ni
cobertura ni nada. Sólo moscas rondándome. Me he enfundado el chaleco
reflectante y me he puesto a andar. A andar. A andar. No sé la de kilómetros
que llevo por esta comarcal. Al final, he pensado que lo mejor es llamar a esta
puerta en esta casona aislada, RINNNNNNG, RINNNNNNNG, para que, por favor, me
dejen avisar a la grúa, para que, por favor, vengan a recogerme. Tardan en
abrir. Pero por fin, ñiiiiiiiiiic, chirrían las bisagras y abren. Saludo. “Buenas
tardes….”. Al pronto me quedo mudo. De piedra. Ojiplático. Me sale un
tar-tar-tartamudeo. Y las únicas palabras que pronuncio delante del señor que
se asoma tras la puerta son: “Carmelo Piedraviva, supongo”.
VIII
Lo que se digan ahora los viejos mellizos Carmelo
y Sancho quedará en el secreto de su sumario. Yo he sido testigo del
reencuentro y, buffff, se me ha puesto la piel de gallina. Ahora, los he dejado
solos y me he abierto paso entre mis primos, que esperan en la entrada de la casa. Voy con
la cabeza bien alta. Pienso: “peseteros”, pero no lo digo. Ellos tampoco abren
sus bocas. Y me importa un rábano lo que estén pensando. Me encamino calle
arriba con la idea de despejarme. A la altura de la biblioteca, veo un camión
en la puerta. Mudanza. Traslado de libros a la nueva biblioteca. Operarios en
cordón se pasan cajas y más cajas. En éstas, y en medio de ellos, la vislumbro.
Sí, sí: A la Sabia de la Biblioteca. Ufffff, demasiadas emociones en un mismo
día. Nadie repara en ella. Ahora me mira. Antes de difuminarse y desaparecer,
me dedica una sonrisa que yo le devuelvo. Esta vez no se ha escondido. Por el
don que me concedió, la Sabia de la Biblioteca sabía perfectamente que la
encontraría, más pronto que tarde, aunque yo no la buscase.
No hay comentarios:
Publicar un comentario