lunes, 19 de agosto de 2013

Almudena al atardecer

 
I
El móvil. Pongo la música en silencio. Dejo los pinceles en el bote. Me limpio las manos con el primer trapo que encuentro. Y miro quién me llama ahora. Es Almudena. ”Nene, ¿qué te ha pasado hoy…? Acabo de entrar en casa… y vaya desastre… menudo panorama… ¡cómo la has dejado! Los libros tirados por el suelo del salón… los armarios abiertos…”. Según me va contando, me entra un ahogo en la boca del estómago, me quito de un estirón la bata manchada de pintura y  no le dejo seguir: “…cari, por favor, sal sin hacer ruido, baja corriendo a la calle y avisa a la policía cuando estés abajo… yo voy enseguida hacia allá”. Cuelgo. Dejo todo tal cual. Doy un portazo y me lanzo por los escalones. Otra vez, otra puta vez  estos putos ladrones. Por como lo cuenta ella, y el tiempo que ha pasado desde que yo he venido al estudio… es que hasta pueden estar dentro todavía… Que no me los encuentre de frente… O que sí… porque si topo con ellos… si los pillo… les voy a quitar por la vía rápida las ganas de entrar en la casa de nadie.
II
El de la guardia civil vuelve hacia mí con su libretita y un gesto de resignación. “…esos sabían muy bien cuándo tenían que entrar… han debido estar observando vuestros movimientos”. Me hundo en el sofá. Otra vez. Otra vez. Es que es la tercera ya. En seis meses. Es que no hay derecho. Se dirige a la salida. “…si nota algo más a faltar en las próximas horas, viene por favor a la caserna y nos lo dice…”. Repaso. Aparte de la “play”, de la tele, y del cuadro… me he dado cuenta también de que no está ni  el jamón  ni el jamonero de la cocina. Era un ibérico. Retortijones les den cuando se lo coman. “…Y ese cuadro que dice que no está… ¿cómo era?”. ¿El cuadro? Me acerco a él y le enseño alguna foto que hice con el móvil. Almudena y el atardecer. Ella, sentada en las escalinatas. El sol,  escondiéndose tras un horizonte anaranjado. Irrepetible y es el tercero, ¡tercero!, que pinto. Las otras dos veces, también se los llevaron. “¿Eran también de Almudena y el atardecer”. “Hm Hm”, confirmo. Ahora me pregunta recogiendo la gorra del uniforme: “¿…y tendría algún valor si lo quisieran vender?”. Me da la risa. Ya quisiera. Le contesto: “…no lo sé, pero es que yo ese cuadro yo no lo vendía…  lo quería tener en mi casa…”. Esta vez la visita ha sido más rápida que la segunda. Y la segunda lo fue más que la primera. Ni fotos, ni toma de huellas, ni nada. Se despide, “…estamos hasta el gorro de esta banda que va desvalijando pisos… no os lo podéis ni imaginar”. Nos quedamos solos Almudena y yo. Ella me acaricia el hombro, intenta animarme. “Qué haremos con la cerradura, nene”. “Cambiarla ya mismo”. Vaya mierrrrrda de puerta blindada. La han abierto como si tuvieran llave. Levanto la cabeza con un suspiro de rabia: “…y mira, mira si son cabronazos que han vuelto a dejar la póliza del seguro ahí, plantadita, encima de la mesa vacía del televisor”. “…sí. Como las otras veces”. Eso, encima, nos vacilan.
III
No han visto nada. No han oído nada. Todos los vecinos estaban ciegos y sordos a la hora en que los ladrones recurrentes perpetraron el robo. A plena luz del día. Con lo que me controlan a mí cuando entro y salgo. Yo tengo mi teoría. Estoy convencido. Quien quiera que sea está muy cerca de casa. Para mí que vive en la finca. Por eso no lo han visto entrar ni salir. Porque ya está dentro. “Almudena: tenemos al enemigo en la escalera”, le he dicho rotundo. Ella me reprende con dureza. “No digas eso ni de broma. Los conozco a todos desde que era pequeña”. Pero yo sigo en las mías. Tiene que ser eso.
IV
Ahora me fijo en el perroflauta del primero A. En la cara de guasa que me pone cuando me cruzo con él por la escalera. Ahora tengo la antena puesta. En cualquier momento, cometerá un error. Dejará la puerta de su casa entreabierta y yo, estirando el cuello, veré el hueso del jamón, ¡ahahaá!, porque ése dice que es vegetariano, pero yo estoy seguro de que es de boquilla. Sí, sí: Una vez lo vi en la cola del Teruelín, donde sólo se despachan ibéricos denominación de origen.
V
El señor Pivodí, el del primero B,  no cuenta. Se tiene ganado el cielo con los demonios de sus nietos, que sólo van a verlo cuando necesitan pasta. El resto del tiempo lo pasa solo en su piso, rodeado de libros. Como tiene las piernas como las tiene se lo piensa para salir, porque le pesan las escaleras. Y no dirás tú que se queja de nosotros. Motivos tendría. Estamos justo arriba. Y algún taconeo y alguna pata de silla arrastrada siempre se nos escapa. Almudena es la niña de sus ojos. “…te pareces mucho a tu madre”, le dice a menudo cuando nos cruzamos en el portal. Ella sonríe azorada. Me cuenta que su madre  y la hija del señor Pivodí fueron muy amigas.
VI
Pero a la que no puedo ni ver, y seguro que la tirria es mutua, es a Elvira, la modista, de la puerta de enfrente. La que se entretiene espiándonos con la mirilla a toda hora. La que siempre se queja de que hacemos ruido, porque la pared de su dormitorio coincide con la de nuestro comedor y “tiembla” cuando nos ponemos las películas o nos ponemos en otras cosas “como si estuviéramos locos”. Un día, sí, se delatará cuando me pregunte en el rellano: “¿Qué? ¿Ya te has comprado otro LG?”. ¡Ahahá! ¿Y cómo sabías tú que yo tenía un LG si yo nunca te he dicho la marca? ¿Eeeehhhh? La modista es quien más lo tiene a huevo: se pasaría por el balcón en un saltito. Eso sí, el saltito desde su casa a la nuestra es el mismo que desde la nuestra a la suya. Y, como me dé la volada, cruzo yo y le desmonto la tele. Luego que pregunte, que yo tampoco he visto nada.
VII
Llevo horas, horas, horas, delante de este lienzo manchado. Quiero volver a pintar “Almudena y el atardecer”. Lo intento. No, no es verdad que pueda plasmar cuando y como quiera las pinceladas que imagino en mi cabeza. No fluye igual la inspiración. No se mantiene igual mi pulso. Ni siquiera la técnica me ayuda a reproducir aquellos colores mágicos. Ella me dice que avance, que deje ese cuadro. De eso nada. Me pregunto, dónde, dónde, dónde, estarán mis otras Almudenas, mis otros atardeceres.
VIII
No lo toco más. Así se queda. Dentro de unos minutos amanecerá otra vez. Me escuecen los ojos. Sé que no tiene la misma profundidad porque nada es repetible. Ahora me invade el pánico. Envolveré el cuadro, lo llevaré bajo el brazo, saldré del estudio, y caminaré hacia casa. Colgaré este cuadro en la misma pared. Y ya pensaré mañana, qué dispositivo le pongo para que ningún puto ladrón se lo lleve. Eso, mañana. Sin falta.
IX
Uffff, qué de día se ha hecho. Tan baldado estaba, que me he tumbado aquí, en el sofá, y me he dormido contemplando al  “Almudena y el atardecer”, mirando a… ¡coññññññ! “¡ALMUDENA, ALMUDENAAAAAAA!!!!!”. Dime que esto no es verdad, que me descompongo. Me tiembla el dedo, la mano, cuando señalo hacia la pared vacía. Ella, que estaba en la cocina, sale, y se tira de los pelos, “¡No, no puede ser!”, grita, rompiendo a llorar. Mierda, mierda, mierda. En gayumbos de pernera larga salgo corriendo hacia la puerta de casa. Ha sido en nuestros morros. Delante de nuestras narices. Bajo descalzo los escalones. Y me doy de cara con el señor Pivodí, que apenas puede subir el carro de la compra. Se sorprende al verme de esta guisa. “¿Pasa algo?”. “¿No ha visto a nadie bajando?”. “No”. Respiro hondo, tratando de recuperar una calma irrecuperable. “Esto es increíble”, mascullo. Cuatro. Cuatro veces ya. “Espere, yo le ayudo”.  Él no quiere. Pero yo le levanto el carro, que pesa. Se lo subo hasta el primero. “…pues muchas gracias”, me dice. No hay de qué. Estoy en estado de shock. Por ahí, baja la modista, oportuna como siempre. Se lleva las manos a la boca cuando me ve de esta guisa. Yo no me puedo quedar callado y le espeto: “¿Qué pasa, eh?¿Por qué me miras así? ¿Es que no te gusta mi modelito?”.
X
Estoy sentado en la oficina del cuartelillo. Pedí turno. Hice cola. Y ahora me toca. El funcionario ha igualado el folio, y ahora teclea mis datos. “Cuatro veces ya, cuatro”, insisto. Esta vez he atado cabos. Todo me cuadra. Y vengo a denunciar. Estoy seguro. “¿A quién quiere denunciar por el robo del cuadro?”. Carraspeo. Respiro. Y finalmente, digo rotundo: “Al señor Pivodí”.
XI
El agente ha parado en seco. Me ha pedido que lo repitiera, por si no había escuchado bien. “Espera, espera… no sigas por ahí”. Ha arrancado la hoja de la Olivetti. De cuajo. Raaaaaaas. “Eh, ¿pero qué hace?”. Con los codos apoyados en la mesa, juntas sus manos y me explica, vocalizando. “…mira, yo a ti no te conozco mucho, y no puedo decir de ti; pero al señor Pivodí sí lo conozco de toda la vida… y sí puedo decir de él…que es una institución en Mediavilla… y ha hecho mucho y mucho bueno por muchas personas en el pueblo…”. ¿Entonces? “…que no, hombre, que no, que no manches su nombre insinuando que te ha robado unos cuadruchos, y que salgas por la puerta, antes de que se me descontrole la mala leche que me estás poniendo, mecagüen…”.
XII
“Nene, yo te entiendo. Te entiendo. De verdad. Pero no te obsesiones. No hay ser que respire en el mundo que sea mejor persona que él…Es, es… un alma bendita”. Almudena besa mi frente enfebrecida. Sí. Será un alma bendita. Pero un alma bendita que roba cuadros. Y yo de mi burro no me bajo.
XIII
Por mis cocos que no pinto más Almudenas en más atardeceres. Lo que ocurre también es que tampoco pinto nada. Estoy bloqueado. Me duele plantarme delante de un lienzo. Parezco un garabateador de primaria. Se me fue el duende. Vuelvo hacia casa con las manos en los bolsillos y me cruzo con él. Con el desvalijador de cuadros. Arrastra el carro de la compra escalones arriba. Ni lo saludo. Y si piensa que le voy a ayudar, va listo. Que se apañe.
XIV
Estaba metiendo la llave en la cerradura, cuando he escuchado un quejido que venía de abajo. Es el señor Pivodí. Empujo la puerta. Al quejido le sigue un ruido. El carro se ha ido para abajo. Mmmm. Enciendo la luz del recibidor. Un nuevo quejido. Dudo. No dudo. Corro a ver qué está pasando. Lo encuentro blanco, demudado, apoyado en la pared. “…señor Pivodí, señor Pivodí… ¿le pasa algo?”. Es evidente que sí. Si no llego a sujetarlo en ese momento, se cae a plomo. Lo tengo cogido por los hombros. Ufff… cómo pesa. Pido ayuda. Pero ni el perroflauta, ni la modista se asoman. Y para que llegue Almudena del trabajo aún falta una hora. “Venga, venga, venga, que no es nada…”. Le ayudo. Auuuppppp. Busco las llaves de su puerta. Las encuentro en el bolsillo de la chaqueta. Mientras descarga su peso en mí, abro, y lo arrastro hasta el comedor. Ahí, lo dejo caer. Móvil, móvil, móvil. Llamo al 112. Mientras, mi vista se adapta a la penumbra de la estancia. Se adapta y ve en la vitrina una fotografía sonriente de dos chicas. Una es… es la madre de Almudena. Pero, caray, es como si fuera ella.
XV
Sí que tarda esta maldita ambulancia. Ya me he acercado a la cocina. Le he dado un sorbito de agua. Parece que reacciona, que recupera el color. No sé por qué me mira tan distante. En todo caso, el que tendría que mirarle con distancia y resentimiento soy yo.    “…qué, señor Pivodí… ¿acaso me considera poca cosa para Almudena? ¿es eso?”. El anciano baja la cabeza y la mirada. “…y qué… ¿qué es lo que tengo que hacer para que reconsidere esa opinión?”. He dejado la puerta de par en par. Ya se asoma la que faltaba, la modista, “¿aquí que pasa?”. Ya toma las riendas del asunto. El perroflauta pasa y pasa de largo. Ya llaman a la puerta los del servicio de urgencias y entran a saco. Ya estoy un poco de más. Ya desaparezco escaleras arriba, hacia mi casa.
XVI
Después de aquello, me he quitado un peso de encima. El señor Pivodí me mira de otra manera. Con agradecimiento. Incluso me sonríe. Vaya, lo que me ha costado caerle bien. Me siento rehabilitado. Por fin. Empiezo a pasar página de todo. Y a recuperar el pulso con el pincel. Ha pasado un año. Pero para pasar página he de volver a pintar “Almudena y el atardecer”. La quinta versión ya. La mejor Almudena. En la mejor puesta de sol.
XVII
El móvil. Pongo la música en silencio. Dejo los pinceles en el bote. Me limpio las manos con el primer trapo que encuentro. Y miro quién me llama ahora. Es Almudena. ”Nene…”. Por el tono de su voz sé lo que me va a decir. Nos han robado el cuadro. Me tapo la cara, miro al techo y exclamo: “¡Qué cabrón, señor Pivodí, qué cabrón!”.

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