domingo, 28 de julio de 2013

Lo establecido

 
 
I
Vale, he sido yo quien le he preguntado si la podía acompañar. Mer me ha dicho: “bueno”, y los dos hemos empezado a andar montaña arriba. Me cuesta seguirle el paso. Es que me clavo las piedras en las plantas de los pies. Me cuesta hablar. Es que se me sale el corazón por la boca y tengo que tragar saliva seca para que me vuelva al sitio. Eso sí, le he preguntado dos veces dónde vamos, porque nos estamos alejando mucho del pueblo y, si nos perdiéramos, esta senda sería el último sitio por donde nos buscarían. “Ya lo verás”, me ha contestado las dos veces. Por fin llegamos al pie de un risco. Me apoyo buscando sombra y recuperando el resuello. ¿Nos pararemos aquí? Pues no. Mer trepa con la facilidad de un gato. Yo dudo. Entonces me tiende la mano. “Vamos”. Me coge con fuerza. “Eeepp, arriba”. Ahí sí, en lo alto del peñasco, termina nuestra caminata. Estoy sofocado. Y ella sigue tan fresca. El viento ondea su pelo. “¡Uaaauu!”, exclamo con asombro ante la vista impresionante que se alza ante nosotros, “¡desde aquí se ve todo!”. Mer, inmediatamente me corrige: “Te equivocas: desde aquí pa-re-ce que se ve todo”. Creo que yo, a esta chica, no la entiendo.
 
II
Sí, hoy también le he preguntado si podía ir con ella. Ahora subimos a la par. Es que calzo zapatos más apropiados. Ahora es el viento quien no me deja hablar. Es que vienen ráfagas que nos desmelenan anunciando el otoño. Cuando llegamos al risco, la noto fastidiada. Nubarrones grises se cierran sobre nosotros y nos caen encima las primeras gotas. “Mer, contra lo establecido, no te puedes enfadar”, le digo. Ella me perdona la vida con su mirada. Y sube arriba del todo, como siempre, con agilidad felina. Yo le diría que esta vez la espero bajo, pero entonces me encuentro con su mano firme. Dudo un segundo y enseguida me agarro a Mer con fuerza. Una vez en lo alto, presidiendo una densa niebla bajo nuestros pies, me pregunta: “¿Y qué es para ti lo establecido, Pizz?”. Me sorprende su pregunta. “…pues está claro… mmm…. el día y la noche… el verano y el invierno… o la lluvia y el sol”. Es tiempo de regresar otra vez al pueblo. En la bajada, voy rumiando sobre todo lo que ya está establecido. Y según me vienen a la cabeza, le voy citando ejemplos. “…la sabiduría súbita de nuestra raza a partir de los sesenta”. Estoy convencido que Mer, de sobra, se sabe todas estas respuestas. Lo único que quiere es hacerme hablar. Lo ha conseguido. “…mmm… la vida y la muerte”. Ahora estoy tan locuaz, que va a tener que ponerse la pobre tapones en los oídos.
 
III
Con esta nevada no hay bicho viviente que se atreva a poner un pie en la calle. TOC, TOC. Menos yo, claro. TOC, TOC, TOC. “Ábreme por tu madre, que me estoy quedando tieso”. Escucho cómo descorren el pasador. Mer no está sola. Toda su familia abarrota la estancia ante el fuego que crepita. Uf, me muero de la vergüenza con el recibimiento. Cómo me he atrevido, sin decir nada en casa, a encasquetarme el gorro, el abrigo y los guantes y venirme hacia aquí, cómo. Ella me coge con su mano fuerte y templada y me abre hueco para que me acerque a la lumbre y entre en calor. Poco a poco mis dientes dejan de castañetear y el iris de mis ojos recupera su color. “¿Y qué hacías?”, me atrevo a preguntarle con voz bajita. Mer me explica: “…aprovechaba el tiempo: estudiaba”. Una sonrisa condescendiente se debe dibujar en mi rostro. Porque, de nuevo, viene a nosotros el tema de “lo establecido”. Está dicho que, en nuestra naturaleza, las neuronas jóvenes permanecen aletargadas. Nos cuesta un montón aprender. Sin embargo, a partir de la madurez de los sesenta, su actividad y eficiencia se multiplica espléndidamente. Todos los que pasan de esa edad son sabios automáticamente. A Mer le digo cariñosamente: “…no sé tú… pero yo prefiero esperar a que mis neuronas espabilen cuando les toque”. Ella protesta: “sí, pero yo quiero saber ahora”. Es cuando yo contraataco, ahora que no me ve nadie, revolviendo su pelo rebelde.
 
IV
Hoy, Mer se ha parado frente a mí y ha esperado a que yo le pregunte si puedo ir con ella. He tenido que bajar la vista porque no era capaz de sostenerle la mirada. Han pasado unos segundos larguísimos, tras los cuales, ha reemprendido la marcha hacia la montaña. Un temblor me ha sacudido de arriba a abajo. Se va, se va sola. Sin mí. Es que es lo establecido. En casa, mis abuelos y mis padres todos a una pusieron el grito en el cielo: “¿dónde te crees que vas tú, tontaina?”. A partir de ahí, un montón de palabras encadenadas, que incluían un “Pizz, ésa no te conviene” y un “ojito que vuelvas a ir con ella”. Y ahora, siguiendo lo establecido, Mer se aleja por la senda, y yo atenazado por unas cadenas invisibles, no salgo corriendo detrás.
 
V
Ha sido una fiesta como la de todos los años. El mismo cartel en el salón de la casa de la Cultura, “Bienvenidos a la Sabiduría”, parecidas guirnaldas, y parecida placa como reconocimiento del pueblo. La única diferencia es que esta vez, yo estoy entre los homenajeados. Sesenta ya. Me cagüen, cómo vuela el tiempo. Con la excusa de ir al baño, próstata puñetera, me he escurrido del bullicio. Menudo guirigay. Luce el sol en una buena tarde. Cuando he venido a darme cuenta, me veo encaminando la senda de la montaña. Con el bastón en una mano y mi placa sesentona en la otra. El último sitio por donde me buscarían. No he calculado bien mis fuerzas. Antes, subía casi solo y ahora las piernas no me responden. El camino al risco se me antoja largo, larguísimo, eterno. Pero llego. Y me apoyo en la roca tratando de recuperar el resuello. Miro hacia arriba. Ahí sí que ya no podré subir. No está la mano firme de Mer para ayudarme. Me dejo caer en el suelo. Mi mente aún dibuja cada milímetro del horizonte que se divisa desde el último tramo. Con los sesenta en el carné de identidad, yo imaginaba que mis neuronas se encenderían como se iluminan a la vez las casetas de una feria. Esperaba eso. En su lugar, he encontrado el guiño y la sonrisa borde de los más mayores: “…eh, eh, disimulad, ni se os ocurra cascar ahora que seguís siendo igual de torpes”. Es lo establecido. Con la garganta seca y con la voz muy alta, formulo una pregunta que me sale del alma: “Mer, Mer… ¿puedo ir contigo?”.

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