I
Vale, he sido yo quien le he preguntado si la
podía acompañar. Mer me ha dicho: “bueno”, y los dos hemos empezado a andar
montaña arriba. Me cuesta seguirle el paso. Es que me clavo las piedras en las
plantas de los pies. Me cuesta hablar. Es que se me sale el corazón por la boca
y tengo que tragar saliva seca para que me vuelva al sitio. Eso sí, le he preguntado
dos veces dónde vamos, porque nos estamos alejando mucho del pueblo y, si nos
perdiéramos, esta senda sería el último sitio por donde nos buscarían. “Ya lo verás”,
me ha contestado las dos veces. Por fin llegamos al pie de un risco. Me apoyo
buscando sombra y recuperando el resuello. ¿Nos pararemos aquí? Pues no. Mer
trepa con la facilidad de un gato. Yo dudo. Entonces me tiende la mano. “Vamos”.
Me coge con fuerza. “Eeepp, arriba”. Ahí sí, en lo alto del peñasco, termina
nuestra caminata. Estoy sofocado. Y ella sigue tan fresca. El viento ondea su
pelo. “¡Uaaauu!”, exclamo con asombro ante la vista impresionante que se alza
ante nosotros, “¡desde aquí se ve todo!”. Mer, inmediatamente me corrige: “Te
equivocas: desde aquí pa-re-ce que se ve todo”. Creo que yo, a esta chica, no
la entiendo.
II
Sí, hoy también le he preguntado si podía ir con
ella. Ahora subimos a la par. Es que calzo zapatos más apropiados. Ahora es el
viento quien no me deja hablar. Es que vienen ráfagas que nos desmelenan
anunciando el otoño. Cuando llegamos al risco, la noto fastidiada. Nubarrones grises
se cierran sobre nosotros y nos caen encima las primeras gotas. “Mer, contra lo
establecido, no te puedes enfadar”, le digo. Ella me perdona la vida con su
mirada. Y sube arriba del todo, como siempre, con agilidad felina. Yo le diría
que esta vez la espero bajo, pero entonces me encuentro con su mano firme. Dudo
un segundo y enseguida me agarro a Mer con fuerza. Una vez en lo alto, presidiendo
una densa niebla bajo nuestros pies, me pregunta: “¿Y qué es para ti lo
establecido, Pizz?”. Me sorprende su pregunta. “…pues está claro… mmm…. el día
y la noche… el verano y el invierno… o la lluvia y el sol”. Es tiempo de
regresar otra vez al pueblo. En la bajada, voy rumiando sobre todo lo que ya
está establecido. Y según me vienen a la cabeza, le voy citando ejemplos. “…la
sabiduría súbita de nuestra raza a partir de los sesenta”. Estoy convencido que
Mer, de sobra, se sabe todas estas respuestas. Lo único que quiere es hacerme
hablar. Lo ha conseguido. “…mmm… la vida y la muerte”. Ahora estoy tan locuaz,
que va a tener que ponerse la pobre tapones en los oídos.
III
Con esta nevada no hay bicho viviente que se
atreva a poner un pie en la calle. TOC, TOC. Menos yo, claro. TOC, TOC, TOC. “Ábreme
por tu madre, que me estoy quedando tieso”. Escucho cómo descorren el pasador.
Mer no está sola. Toda su familia abarrota la estancia ante el fuego que
crepita. Uf, me muero de la vergüenza con el recibimiento. Cómo me he atrevido,
sin decir nada en casa, a encasquetarme el gorro, el abrigo y los guantes y
venirme hacia aquí, cómo. Ella me coge con su mano fuerte y templada y me abre
hueco para que me acerque a la lumbre y entre en calor. Poco a poco mis dientes
dejan de castañetear y el iris de mis ojos recupera su color. “¿Y qué hacías?”,
me atrevo a preguntarle con voz bajita. Mer me explica: “…aprovechaba el
tiempo: estudiaba”. Una sonrisa condescendiente se debe dibujar en mi rostro.
Porque, de nuevo, viene a nosotros el tema de “lo establecido”. Está dicho que,
en nuestra naturaleza, las neuronas jóvenes permanecen aletargadas. Nos cuesta
un montón aprender. Sin embargo, a partir de la madurez de los sesenta, su
actividad y eficiencia se multiplica espléndidamente. Todos los que pasan de esa
edad son sabios automáticamente. A Mer le digo cariñosamente: “…no sé tú… pero yo
prefiero esperar a que mis neuronas espabilen cuando les toque”. Ella protesta:
“sí, pero yo quiero saber ahora”. Es cuando yo contraataco, ahora que no me ve
nadie, revolviendo su pelo rebelde.
IV
Hoy, Mer se ha parado frente a mí y ha esperado a
que yo le pregunte si puedo ir con ella. He tenido que bajar la vista porque no
era capaz de sostenerle la mirada. Han pasado unos segundos larguísimos, tras
los cuales, ha reemprendido la marcha hacia la montaña. Un temblor me ha sacudido
de arriba a abajo. Se va, se va sola. Sin mí. Es que es lo establecido. En casa,
mis abuelos y mis padres todos a una pusieron el grito en el cielo: “¿dónde te
crees que vas tú, tontaina?”. A partir de ahí, un montón de palabras
encadenadas, que incluían un “Pizz, ésa no te conviene” y un “ojito que vuelvas
a ir con ella”. Y ahora, siguiendo lo establecido, Mer se aleja por la senda, y
yo atenazado por unas cadenas invisibles, no salgo corriendo detrás.
V
Ha sido una fiesta como la de todos los años. El mismo
cartel en el salón de la casa de la Cultura, “Bienvenidos a la Sabiduría”,
parecidas guirnaldas, y parecida placa como reconocimiento del pueblo. La única
diferencia es que esta vez, yo estoy entre los homenajeados. Sesenta ya. Me
cagüen, cómo vuela el tiempo. Con la excusa de ir al baño, próstata puñetera, me
he escurrido del bullicio. Menudo guirigay. Luce el sol en una buena tarde. Cuando
he venido a darme cuenta, me veo encaminando la senda de la montaña. Con el
bastón en una mano y mi placa sesentona en la otra. El último sitio por donde
me buscarían. No he calculado bien mis fuerzas. Antes, subía casi solo y ahora
las piernas no me responden. El camino al risco se me antoja largo, larguísimo,
eterno. Pero llego. Y me apoyo en la roca tratando de recuperar el resuello. Miro
hacia arriba. Ahí sí que ya no podré subir. No está la mano firme de Mer para
ayudarme. Me dejo caer en el suelo. Mi mente aún dibuja cada milímetro del
horizonte que se divisa desde el último tramo. Con los sesenta en el carné de
identidad, yo imaginaba que mis neuronas se encenderían como se iluminan a la
vez las casetas de una feria. Esperaba eso. En su lugar, he encontrado el guiño
y la sonrisa borde de los más mayores: “…eh, eh, disimulad, ni se os ocurra
cascar ahora que seguís siendo igual de torpes”. Es lo establecido. Con la
garganta seca y con la voz muy alta, formulo una pregunta que me sale del alma:
“Mer, Mer… ¿puedo ir contigo?”.
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