I
Hay un choque de bandejas en el autoservicio. Por
poco se va todo por el aire. La cosa se ha quedado en un charquito de sopa que
empapa su servilleta, en un, “discúlpame, no te había visto” por parte mía, y
en un “no te preocupes, no pasa nada”, por parte suya. Ha sido mi culpa. Es que
no miro por dónde voy. Ahora la vista se me va detrás de ella. Me ha
hipnotizado esa chica. Eeeeeep. Casi estoy a punto de darme otra vez con uno
que, con mucha mala leche, me espeta: “¡Eh, tío, a ver si tienes cuidado!”. Por
fin llego a la mesa donde me espera la peña. Se parten el lomo. Pongo cara de
circunstancias. Entonces, Floren, que lo controla todo, me apunta: “…pues esa
tía a la que casi le tiras los platos encima viene de Mediavilla, como tú”.
Arrastro la silla. “Ah, ¿sí?”. Me siento. “¿…Te suena su cara?”. Niego la
mayor. Bebo un trago de agua. No, no sé quién es. Lo cual no es nada extraño: yo
vivo en mi mundo y me entero poco de lo que pasa ahí fuera. Floren me da una
palmada en el hombro: ”…tiene narices que, viviendo seguramente a treinta
metros uno de otra, la conozcas aquí, en la otra punta del globo”.
II
No pero sí. De mi profundo pozo de la memoria he
empezado a bombear recuerdos hacia la superficie. Ése que ha aparcado en doble
fila la F6 es mi abuelo Antolón. Y el niño con los bracitos de palillo que abre
el portón soy yo. Le ayudo con los cubos vacíos y las brochas. Uffff, los botes
de pintura pesan mucho para mí. Ahí viene, con su peto blanco salpicado de
colores. Con la gorra y la visera. Llama a la puerta de esa planta baja. No
tardan en abrir. Es una señora. Él saluda: “Buenos días, Marina”. “…dichosos
los ojos, Antolón”, exclama ella franqueándonos el paso, “…cuatro meses desde
que te llamé para que me pintaras la casa”. “…Tenía mucho trabajo acumulado, no
he podido venir antes”. “…pero hombre, cuatro meses es mucho tiempo…”. “…si
tenías prisa, haber llamado a otro pintor y ya lo tendrías todo resuelto”. Me
descuadra. Nunca he visto a mi abuelo así. Él no suele ser tan seco como ahora.
Luego, sin yo esperarlo, la toma conmigo. “¡…venga, Antolín, espabila y
descarga los bártulos, que, como no quite la furgona de ahí enseguida, encima,
me van a poner una multa!”.
******
Pedazo de casa, la de la señora Marina. Me duelen
las manos de encintar y forrar con papel de periódico los marcos de las
puertas. He visto una chiquilla de ojos claros que se esconde de mí. Se asoma,
me observa. Y cuando se percata de que la he descubierto, sale zumbando hacia
la cocina. A lo que se ve, la asusto. Yo, a lo mío. Mi abuelo no canta “soy
mineroooo” como acostumbra. Va a destajo. Subido en la escalera, va dando
pasadas con el rodillo manteniendo el pulso firme. Aparece la señora. “¿Tenéis
sed? ¿Os apetece algo?”. Yo diría que sí, estoy seco. “No, gracias”, replica
él, desde lo alto. Ella se vuelve hacia mí. “¿Y tú tampoco?”. Mmmm… Si el
abuelo dice que no es que no. Ella me examina. Y yo me pongo un poco nervioso. Me
dedica un cumplido. “Qué guapetón eres”. Y acaba diciéndole: “¿Te imaginas que,
el día de mañana… tu nieto y mi nieta…?”. No acaba la frase. Y mi abuelo
tampoco contesta. Pero de la brocha salen disparadas un chorro de gotas de
pintura hacia el suelo. Eso él, que nunca nunca salpica nada. Cuando la señora
se ha ido hacia las habitaciones del fondo y ya no nos oye, le escucho decir: “Dios
no lo quiera”.
*****
Ya estoy cargando otra vez la F6. Parecía que
veníamos aquí para estar quince días y en una semana hemos dejado las paredes mejor
que nuevas. Subo al asiento del copiloto. Él se ajusta el cinturón. “Abuelo”,
le pregunto, “¿y por qué a ella le has cobrado el doble de lo normal?”. “Porque
sí”, responde tajante. Pega un acelerón fuerte y sale sin poner el intermitente
El Verano va terminando, en unos días volveré a clase y no tendré que ayudarle.
De repente, oigo su vozarrón: “¡Soy minerooooo!”. Ahí está. Genuino. Lo echaba
de menos.
III
Pues parece que ya es el día de mañana. Parece que
tengo claro que la señora Marina era un poco brujita. Resuena en mí aquel: “¿te
imaginas que el día de mañana…?”. Por cientos de kilómetros que nos separen de
Mediavilla, la niña de los ojos claros está ahí enfrente, a un par de mesas. Es
el destino. Ahora no se asusta de mí ni sale zumbando. No nos decimos nada,
pero estoy seguro de que los dos sabemos quiénes somos y acabaremos
reconociéndonoslo.
IV
Sí. Estoy descentrado. Cuando la veo acercarse,
creo que me va a decir algo. Y me quedo esperando a ver qué es. Luego, todo
queda en un escueto saludo. Eso es que no ha llegado el momento. Pero yo estoy
convencido de que, más pronto que tarde, va a venir y me va a enseñar una vieja
fotografía en blanco y negro que debe tener bien guardada en su bolso. “Mira
esto”. Yo me quedaré boquiabierto. “Me lo estaba figurando. Me lo estaba
figurando”. Serán ellos, jovencísimos
los dos. Mi abuelo y su abuela. Sonriendo el uno al otro. Menudo documento. Habrá
mucho de qué hablar a partir de entonces. Y nos daremos cuenta de que, pese al
tiempo transcurrido desde que ambos se fueron, casi casi será como si todavía
estuvieran aquí. Uno de los dos dirá: “…en verdad, gracias a que lo suyo no
pudo ser, nosotros existimos y estamos hoy aquí…”. “Cierto es”, confirmará el
otro. Entonces, aunque me tiemble la voz, le recordaré lo que predijo su abuela
Marina: “¿Te imaginas que el día de mañana…?”. No cuento con que ella me replique:
“…pues tu abuelo le contestó que Dios no lo quiera”. No cuento con eso, porque
hasta ahora, nada de esto está sucediendo. De momento, con mi mejor paciencia
por delante, aún espero a que ella venga y me diga algo.
V
A cámara lenta, ella viene hacia mí. Directa. Le
sonrío. Me devuelve su sonrisa. ¡Por fin, esta vez sí que sí! Siento la piel de
gallina. De repente, PLOOOOOOM. Hay un choque de bandejas en el autoservicio. Todo
se va por el aire. CLINK, CLANK, CLUNK, vidrios rotos y platos rodando. Se hace
el silencio. Se rompe el encantamiento. Mi camiseta está empapada de sopa y
algún fideo hace el papel del mejor gotelé de mi abuelo. “Discúlpame, no te
había visto”, me dice una chica, probablemente de primero, en la que nunca
antes había reparado. “No te preocupes,
no pasa nada”, le contesto. Mi paisana de los ojos claros se tapa la boca. Le
hace gracia la situación. Y pasa por delante de mí, cuidando de no pisar el
desparrame. ¡Uffff, ufff, uffff: veo que lleva una foto en blanco y negro en la
mano! Mi atropelladora de nuevo pide perdón. Lo siente. Lo siente mucho. Está
muy azorada. “Sí, vale, vale”. Yo intento zafarme. Pero me retiene para limpiar
las manchas con una servilleta. Las extiende aún más. Conteniéndome, suplico: “…de
verdad, no te preocupes, no pasa nada”. Sigue frotando. ”un segundo… ya casi no
se nota nada”. ¿Y ella? No la veo. Ha salido. Se ha ido. Tras la cristalera, la
veo subir en un taxi. Se va. Trato de salir detrás, pero de morros topo con
Floren. Se carcajea señalándonos: “Así, así empiezan las grandes amistades”. Mientras
me hundo, él me suelta un palmotazo en el hombro que me arregla, con un: “¿Te imaginas el día de mañana?”.
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