domingo, 1 de septiembre de 2013

¿Te imaginas el día de mañana?

 
I
Hay un choque de bandejas en el autoservicio. Por poco se va todo por el aire. La cosa se ha quedado en un charquito de sopa que empapa su servilleta, en un, “discúlpame, no te había visto” por parte mía, y en un “no te preocupes, no pasa nada”, por parte suya. Ha sido mi culpa. Es que no miro por dónde voy. Ahora la vista se me va detrás de ella. Me ha hipnotizado esa chica. Eeeeeep. Casi estoy a punto de darme otra vez con uno que, con mucha mala leche, me espeta: “¡Eh, tío, a ver si tienes cuidado!”. Por fin llego a la mesa donde me espera la peña. Se parten el lomo. Pongo cara de circunstancias. Entonces, Floren, que lo controla todo, me apunta: “…pues esa tía a la que casi le tiras los platos encima viene de Mediavilla, como tú”. Arrastro la silla. “Ah, ¿sí?”. Me siento. “¿…Te suena su cara?”. Niego la mayor. Bebo un trago de agua. No, no sé quién es. Lo cual no es nada extraño: yo vivo en mi mundo y me entero poco de lo que pasa ahí fuera. Floren me da una palmada en el hombro: ”…tiene narices que, viviendo seguramente a treinta metros uno de otra, la conozcas aquí, en la otra punta del globo”.
II
No pero sí. De mi profundo pozo de la memoria he empezado a bombear recuerdos hacia la superficie. Ése que ha aparcado en doble fila la F6 es mi abuelo Antolón. Y el niño con los bracitos de palillo que abre el portón soy yo. Le ayudo con los cubos vacíos y las brochas. Uffff, los botes de pintura pesan mucho para mí. Ahí viene, con su peto blanco salpicado de colores. Con la gorra y la visera. Llama a la puerta de esa planta baja. No tardan en abrir. Es una señora. Él saluda: “Buenos días, Marina”. “…dichosos los ojos, Antolón”, exclama ella franqueándonos el paso, “…cuatro meses desde que te llamé para que me pintaras la casa”. “…Tenía mucho trabajo acumulado, no he podido venir antes”. “…pero hombre, cuatro meses es mucho tiempo…”. “…si tenías prisa, haber llamado a otro pintor y ya lo tendrías todo resuelto”. Me descuadra. Nunca he visto a mi abuelo así. Él no suele ser tan seco como ahora. Luego, sin yo esperarlo, la toma conmigo. “¡…venga, Antolín, espabila y descarga los bártulos, que, como no quite la furgona de ahí enseguida, encima, me van a poner una multa!”.
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Pedazo de casa, la de la señora Marina. Me duelen las manos de encintar y forrar con papel de periódico los marcos de las puertas. He visto una chiquilla de ojos claros que se esconde de mí. Se asoma, me observa. Y cuando se percata de que la he descubierto, sale zumbando hacia la cocina. A lo que se ve, la asusto. Yo, a lo mío. Mi abuelo no canta “soy mineroooo” como acostumbra. Va a destajo. Subido en la escalera, va dando pasadas con el rodillo manteniendo el pulso firme. Aparece la señora. “¿Tenéis sed? ¿Os apetece algo?”. Yo diría que sí, estoy seco. “No, gracias”, replica él, desde lo alto. Ella se vuelve hacia mí. “¿Y tú tampoco?”. Mmmm… Si el abuelo dice que no es que no. Ella me examina. Y yo me pongo un poco nervioso. Me dedica un cumplido. “Qué guapetón eres”. Y acaba diciéndole: “¿Te imaginas que, el día de mañana… tu nieto y mi nieta…?”. No acaba la frase. Y mi abuelo tampoco contesta. Pero de la brocha salen disparadas un chorro de gotas de pintura hacia el suelo. Eso él, que nunca nunca salpica nada. Cuando la señora se ha ido hacia las habitaciones del fondo y ya no nos oye, le escucho decir: “Dios no lo quiera”.
*****
Ya estoy cargando otra vez la F6. Parecía que veníamos aquí para estar quince días y en una semana hemos dejado las paredes mejor que nuevas. Subo al asiento del copiloto. Él se ajusta el cinturón. “Abuelo”, le pregunto, “¿y por qué a ella le has cobrado el doble de lo normal?”. “Porque sí”, responde tajante. Pega un acelerón fuerte y sale sin poner el intermitente El Verano va terminando, en unos días volveré a clase y no tendré que ayudarle. De repente, oigo su vozarrón: “¡Soy minerooooo!”. Ahí está. Genuino. Lo echaba de menos.
III
Pues parece que ya es el día de mañana. Parece que tengo claro que la señora Marina era un poco brujita. Resuena en mí aquel: “¿te imaginas que el día de mañana…?”. Por cientos de kilómetros que nos separen de Mediavilla, la niña de los ojos claros está ahí enfrente, a un par de mesas. Es el destino. Ahora no se asusta de mí ni sale zumbando. No nos decimos nada, pero estoy seguro de que los dos sabemos quiénes somos y acabaremos reconociéndonoslo.
IV
Sí. Estoy descentrado. Cuando la veo acercarse, creo que me va a decir algo. Y me quedo esperando a ver qué es. Luego, todo queda en un escueto saludo. Eso es que no ha llegado el momento. Pero yo estoy convencido de que, más pronto que tarde,  va a venir y me va a enseñar una vieja fotografía en blanco y negro que debe tener bien guardada en su bolso. “Mira esto”. Yo me quedaré boquiabierto. “Me lo estaba figurando. Me lo estaba figurando”.  Serán ellos, jovencísimos los dos. Mi abuelo y su abuela. Sonriendo el uno al otro. Menudo documento. Habrá mucho de qué hablar a partir de entonces. Y nos daremos cuenta de que, pese al tiempo transcurrido desde que ambos se fueron, casi casi será como si todavía estuvieran aquí. Uno de los dos dirá: “…en verdad, gracias a que lo suyo no pudo ser, nosotros existimos y estamos hoy aquí…”. “Cierto es”, confirmará el otro. Entonces, aunque me tiemble la voz, le recordaré lo que predijo su abuela Marina: “¿Te imaginas que el día de mañana…?”. No cuento con que ella me replique: “…pues tu abuelo le contestó que Dios no lo quiera”. No cuento con eso, porque hasta ahora, nada de esto está sucediendo. De momento, con mi mejor paciencia por delante, aún espero a que ella venga y me diga algo.
V
A cámara lenta, ella viene hacia mí. Directa. Le sonrío. Me devuelve su sonrisa. ¡Por fin, esta vez sí que sí! Siento la piel de gallina. De repente, PLOOOOOOM. Hay un choque de bandejas en el autoservicio. Todo se va por el aire. CLINK, CLANK, CLUNK, vidrios rotos y platos rodando. Se hace el silencio. Se rompe el encantamiento. Mi camiseta está empapada de sopa y algún fideo hace el papel del mejor gotelé de mi abuelo. “Discúlpame, no te había visto”, me dice una chica, probablemente de primero, en la que nunca antes había reparado.  “No te preocupes, no pasa nada”, le contesto. Mi paisana de los ojos claros se tapa la boca. Le hace gracia la situación. Y pasa por delante de mí, cuidando de no pisar el desparrame. ¡Uffff, ufff, uffff: veo que lleva una foto en blanco y negro en la mano! Mi atropelladora de nuevo pide perdón. Lo siente. Lo siente mucho. Está muy azorada. “Sí, vale, vale”. Yo intento zafarme. Pero me retiene para limpiar las manchas con una servilleta. Las extiende aún más. Conteniéndome, suplico: “…de verdad, no te preocupes, no pasa nada”. Sigue frotando. ”un segundo… ya casi no se nota nada”. ¿Y ella? No la veo. Ha salido. Se ha ido. Tras la cristalera, la veo subir en un taxi. Se va. Trato de salir detrás, pero de morros topo con Floren. Se carcajea señalándonos: “Así, así empiezan las grandes amistades”. Mientras me hundo, él me suelta un palmotazo en el hombro que me arregla,  con un: “¿Te imaginas el día de mañana?”.

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