I
Ahora me dedico a esto. “Ya hemos llegado”, les
digo. Arrimo el autobús en la explanada.
Las ruedas crujen con la grava. Tendré que revisar las presiones porque parece
que van un poco flojas. Quito el contacto. Pof, pof, pof. Huy, huy, ese motor
resopla sospechosamente. “¿Me habéis oído, chicos? Ya estamos”. Los cinco niños
no se mueven de sus asientos. En esto veo la relatividad del tiempo. Ellos, a
mí, me parecen siempre los mismos. Con sus mismas caritas asustadas. En cambio,
el reflejo que me devuelve el espejo
retrovisor es el de un tipo pegado a unas ojeras con una frente netamente
despejada. Ése soy yo y apenas me reconozco. Bueno, me toca ir a por ellos.
Estirarlos suavemente. “Venga, venga, espabilad, que no tenemos todo el día…”. Les
ayudo a bajar los escalones. Hale hop. Ya están a pie plano. Con las piernas
entumecidas. Con los ojos casi cerrados por la luz del día. Desorientados. “¿Dónde
estamos?”. “…aquí no se ve nada, ¿por dónde vamos?”. Les diría unas palabras de
aliento, de ánimo. Pero no me corresponde. Ya han bajado. Sin nada, con lo
puesto. Cierro las puertas y arranco de nuevo. Y mientras ellos se quedan ahí
plantados, sin saber hacia dónde tirar, yo maniobro para salir de nuevo a la
carretera. Ahora me viene a la memoria un ramalazo nostálgico que siempre me
persigue. Y es que yo también viví, hace ya mucho, un intenso año en el Pueblo
de los Diez.
II
Yo y mis cuatro compañeros acabábamos de llegar. Sí,
sí, yo delante, para que la burra no se espante. Tras el repecho, la entrada
del pueblo, del que entonces no sabíamos ni el nombre. Contuvimos a la vez un “Ohhhhh”.
Casitas de colorines y calles desordenadas. Castañeteaban nuestros dientes y
temblaban nuestras piernas, pero no de frío. Mirábamos de reojo hacia atrás,
buscando una salida de emergencia. De repente, escuchamos un guirigay creciente
hacia nosotros. Ensordecedor. Oh, oh.
Peligro. Una marabunta de niños como nosotros a grito pelado. En diez
segundos, los cinco juramos protegernos siempre los unos a los otros pasara lo
que pasase. En un minuto, nos vimos rodeados. “¡Vamos a ver a los nuevos!”. “Hey,
¿habéis visto qué pinta traen?”. En dos minutos, ¡preparados, listos, yaaaaa!,
nos acribillaron a bombitas de agua. Chof,
chof y hunga hunga. En tres minutos, éramos cinco sopas. En cuatro, la multitud
chiquillera se había dispersado. Y en cinco, los cinco “nuevos” ya nos habíamos olvidado por completo de
nuestro juramento eterno, “pasara lo que pasase”.
III
Seguramente, el Pueblo de los Diez hoy en día no
tendrá mucho que ver con el que yo conocí. Las casas ya cambiaban a cada momento.
Aparecían y desaparecían. De forma anárquica. Las calles se ensanchaban o
estrechaban. Lo que sí espero que siga estando es la fuente de la naranjada, a
cuyo caño solía amorrarme hasta que mi estomaguito reventaba por el gas eructante.
Y por supuesto, seguirá la calle de los charcos. Un sitio donde, desde siempre,
me ha gustado meterme.
IV
Aprender las normas municipales en el Pueblo de
los Diez era muy rápido. Jugar, jugar y jugar todo el tiempo. Ahora no sé, pero
entonces además de jugar a la pelota, se jugaba a policías y ladrones. Bueno,
casi nadie quería hacer de ladrón, porque sabía que acabaría siendo corrido a
gorrazos. También a médicos. A cocineros. Hasta el alcalde del pueblo sabía que
lo era porque estaba jugando a eso.
V
También se hacía de noche en el Pueblo de los
Diez. ¿Dónde iba a dormir yo? Anduve tanteando… “…habrá algún juego que se
llame hotel, donde jueguen a que te ordenan la habitación, te lavan la ropa y
te dan de comer”. Pues no. Ese juego no mola. Preguntando, preguntando, unos
chavales vinieron a darme la respuesta. Me señalaron una montaña de piezas tipo
“Lego”. Ah, caramba. Es el material de construcción oficial. “Usa las que
necesites, búscate un sitio, y haz tu propia casa”. Ajajá. Se me daba bien.
Hice un bloque de apartamentos. Con once alturas. El más alto del Pueblo de los
Diez. Al principio, por eso de dominar la altura y el paisaje, siempre me subía
al piso más alto. A la mitad, ya me daba pereza lo de subir tantos escalones, y
me quedaba en el primer piso. Y al final, vino el envidioso Juancarlangas y sin
previo aviso, me tiró el bloque abajo. Lo derribó estrepitosamente porque era
más alto que el suyo, el tío capullo.
Intenté evitarlo, pero de regalo, me llevé un sopapo. Mientras me ardía la cara
pensé, “un bloque de once pisos no vale dos sopapos”. Además ya se me había
ocurrido cómo hacer otra casa sin tantos defectos, sin escaleras, más cómoda, más
robusta y más espaciosa.
VI
Y entonces vino ella. Sole. Me acuerdo que fuimos
en tropel a la recepción de los recién llegados, a la ceremonia del agua. Y
que, aunque vino con unos cuantos más, yo sólo tuve ojos para mirar sus mejillas
pecositas. Se ve que a Juancarlangas le pasó lo mismo. Me puse en medio, sosteniéndole
la mirada, de puntillas y amenazante. “A ella no. A ella ni un pelo”. Como
éramos gente de puntería, acabó todo el grupo empapadísimo menos Sole. A Sole
no le llegaron ni las salpicaduras.
VII
Para desayunar, chuches. Para comer, chuches. Para
merendar, chuches. Y para cenar, por variar un poco, también chuches. Mmmm.
Palotes, gominolas, picapica, regaliz…. Hay una regla que dice que uno acaba
aborreciendo aquello que tiene en exceso, por bueno que sea. Con el Bolita esta
norma saltaba por los aires. Ejemm… Bueno, conmigo también. Mientras sigo
esperando, voy a comerme unos chocolatitos que guardo en la guantera del bus.
VIII
Con la casa “lego” de Sole alcancé mi cénit como
constructor. A ella le encantó. “La mejor casa que he tenido en mi vida”,
exclamó, como si hubiera tenido hasta entonces más de cien. Pasaba las mañanas
con ella. Pasaba las tardes con ella. Nos contamos todo lo que dos chavales de diez
se saben contar. Y hacía todo lo que estuviera en mi mano por ella. Hasta
plantarle cara a Juancarlangas si fuera necesario, que lo fue, pero mejor no mentarlo
por lo mal parado que acabé. Ya no disfrutaba jugando con el resto de los
habitantes del pueblo. Ya me hacía un montón de preguntas sin respuesta. “Qué
pasará cuando ella se quede y yo me tenga que ir al Pueblo de los Once, qué”.
IX
Paseaba una noche sin sueño, sin luna y sin nada
por las callecitas en penumbra del Pueblo de los Diez. Pegué trago, una vez más,
de la fuente de la naranjada. Y me planteé, por qué no, que estaría bien una
fuente al lado de horchata mixta. En ésas vi un bulto escurriéndose. Alguien huía
al notar mi presencia. Pis, pas, ligero como el rayo, le di alcance y lo agarré
por la espalda. “¡Pero… BOLITA!!! ¿Qué estás haciendo?”. Sí, era Bolita.
Cargaba con un saco repleto de chuches. Apenas si podía levantarlo. “Me lo
llevo, tú no te chives, ni digas nada, pero yo me lo llevo”. A Bolita lo solté.
Le di un abrazo. No le dije nada. No le dije que, por mucho que se empeñara, no
podría llevarse el saco de chuches. No le recordé que al Pueblo de los Diez,
uno llega sin nada y se va sin nada. Guardé silencio cuando, a la mañana
siguiente, encontraron el saco de chuches abierto y desparramado en la calle.
Encontraron el saco, pero Bolita ya no
estaba.
X
Pinté un corazón con un rotulador carioca en la
pared de su “lego-casa”. Con su nombre y el mío dentro. Abajo, escribí que la
esperaría en el Pueblo de los Once. Sole me dio un abrazo. Debe de ser normal
que cuando uno sale del Pueblo de los Diez para no volver, no eche la vista atrás. Así, los que se quedan,
no ven las lágrimas del que se va, lágrimas que no se pueden llorar hacia
dentro.
XII
En el Pueblo de los Once, escribí que la esperaría
en el Pueblo de los Doce. Pero ella tampoco vino.
XIV
ROOOM, ROOOM, ROOOM. Ahora me dedico a esto. El
autobús sigue haciendo un ruido raro. Acaban de subir cuatro chiquillos que han
estado en el Pueblo de los Diez. “Sentaos donde queráis, que nos vamos
enseguida”. Apuro un último chocolatito. Paso los dedos por mis ojeras. Ahora o
nunca. Me levanto rebotado y les pido: “¡Eh, chicos, esperad dos minutos, que
ahora vuelvo!”. Bajo y emprendo la carrera. Por conseguir una oportunidad como
ésta, me dedico a esto. Tras la explanada, el repecho. El corazón, a mil por
hora. Subo. Detrás, abro la boca. Ahí sigue. El Pueblo de los Diez. Avanzo sin
miedo. Madre mía, cómo ha cambiado. Enseguida, griterío de los niños que lo
habitan. “¡ALARMA, ALARMAAAA, UN INTRUSO!¡UN INTRUSO VIEJETE!”. Miro a
izquierda, la fuente de la… coño, ¡horchata! Glu, glu, glú. Tres tragos. Allá,
la calle de los charcos. Me voy para allá, fijo. Todas las casas son distintas,
todas, menos… la de Sole. Ahí, ahí sigue donde la construí. Quiero seguir
andando, pero ya no me dejan. Una multitud de chavales con cara de pocos amigos
me impide el paso. Extiendo mi mano. “Vengo en son de paz”. Gruñen. Están a
punto de acribillarme. Y no es agua lo que tienen en sus manos. De repente… De repente… delante de todos
ellos, veo sus mejillas pecositas. “¡Sole!”, grito. Está igual, igual que
entonces. Ella reacciona, me reconoce, aunque a la vista está que eso lo tiene
complicado. “¿Estás bien?”. “Hm, hm”, afirma ella con una sonrisa. Yo, resoplo,
y pasando de la lluvia de piedras que me puede venir encima, suspiro: “Menos
mal… me tenías preocupado”.
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