I
“Que no me llame, que no me llame...”. Romeo
acelera el paso por el Paseo y clava la vista al frente, mientras por el
rabillo del ojo distingue a su amigo
Landete, botando la pelota contra el empedrado de la acera. “¡Ehhh, Romeooooo!”.
Vaya. Lo ha visto. Frena en seco. Se vuelve, haciendo un gesto de: “huy, no me
había dado cuenta de que estabas ahí”. El amigo corre hacia él. Frente a
frente. Sonrisa franca. “¿Jugamos un rato?”. Le pasa la bola. A duras penas, bufff,
porque no se la esperaba, Romeo la encaja. La que se hubiera liado si se llega
a torcer un dedo. “Nano, no puedo. Tengo repaso de inglés”. Mira el reloj. “Y no llego a tiempo”. Landete pone cara de contrariedad. “¿Y esta tarde? ¿Quedamos?”.
De nuevo niega con la cabeza. “…tengo música, ya lo sabes”. Se quedan quietos,
sin saber desbloquear la situación. Mansamente, le devuelve el balón. “…bueno, ya
nos veremos otro día”. Se despiden. Romeo mira el reloj, “jo, qué tarde es”, y
arranca a correr. Qué pena. Se hubiera quedado con Landete. Pero su padre se lo
ha dicho bien claro, apuntándole con el dedo. Para llegar a ser alguien, hay
que seguir una hoja de ruta al pie de la letra, y no puede uno dispersarse
andando por las ramas de los árboles mediocres.
II
Se lo han preguntado varias veces. “Romeo, Romeo,
¿estás bien?”. Él, con la mirada ausente, ha asentido con la cabeza. “…escucha:
no pasa absolutamente nada si suspendemos el concierto”. Mira las palmas de sus
manos. Comprueba su pulso. Es firme. ¿Suspender en mi debut? De ninguna manera.
Le pesan las piernas cuando se dirige al escenario. Una tenaza le oprime el
corazón. Y un nudo le aprieta en la garganta. Le aturde la ovación de un
público al que no mira para que no le deslumbren los focos. Se encara con el
teclado. “Va por ti, papá”, murmura para sí, “seguiré la hoja de ruta, claro
que sí, como tú y yo habíamos quedado”.
III
La mesa es tan grande que, en ella, se pierden
los cuatro papeles que la ocupan. Romeo
va asintiendo al guión que le dicta Couvrier a su derecha. “…y llegados a Agosto,
la agenda queda un poquitín apretada… el Lunes 5, vuelas a Bruselas y estás
allí toda la semana. El domingo 11 te esperan en Milán, hasta el Miércoles. De
Milán a Moscú. Allí, hasta el Lunes 19.
Habrá que ver cómo lo hacemos, porque tienes en medio un encuentro en el
Principal de Mardebé”. Romeo frunce el ceño. Continúa Couvrier: “Si no tienes
muchas ganas, esto lo podemos dejar estar. Ya daremos cualquier excusa. Luego
viene enseguida Nueva York el Sábado 24 y de ahí, ya das el salto a Los Ángeles
el 29”. Romeo asiente lanzando un suspiro. “Vale”. No habiendo más que añadir,
se levanta el mánager de la silla. “¡Espera, espera… que el 27 es el cumpleaños
de mi madre!”. Se produce un silencio en el despacho. El mismo Romeo lo rompe: “Bueno,
vale, no pasa nada. Ya me apañaré. Deja la hoja de ruta tal como está”.
IV
Romeo se despierta sobresaltado. Mira el reloj
digital de la mesita. Es muy tarde. Después ve las cuatro llamadas perdidas de
Couvrier. Se asoma a la ventana. Porque está nublado, pero el sol ya debe de
estar muy arriba en lo alto del cielo. Vuelve hacia la cama. Toca el hombro de
Raquel. Ella se despereza, “…qué pasa, qué pasa”. “Raquel, Raquel… ¿cuál es el
plan para hoy?”. Le angustia sobremanera no saber qué es lo que tiene que hacer
hoy. Ella, protesta, “…¿plan?, por favor, déjame dormir, dormir un poco más…” y
se da la vuelta. Él sale de la habitación. Desayuna lo que encuentra. Se ducha
rápido. Se viste más rápido aún. Y, cerrando sin hacer ruido, sale a una calle
bulliciosa. No tiene ni idea de lo que hará finalmente, pero no puede quitarse
la sensación de encima de que sea lo que sea, ya está llegando tarde.
V
Romeo ha regresado este mediodía. Ha salido al
Paseo y al principio se ha preguntado, “y aquí dónde está la gente”. Las
primeras gotas de lluvia le han contestado: “…sólo a los raros como tú no les
importa mojarse”. Poca broma, el agua cala tanto que ha tenido que desplegar el
plegable. Por donde mire, apenas nada ha cambiado en todo este tiempo. Ha
palpado su móvil en el bolsillo. Ha buscado en la agenda de direcciones y ha
marcado un número. “¿Landete? ¿Qué tal? Soy Romeo, sí, Romeo. Oye, que andaba
por aquí y me preguntaba si te viene bien que quedemos y nos veamos… Ah… Que
esta tarde no puedes. No, hombre, no te sepa mal, otro rato encontraremos, eso
seguro. ¿Todo bien por aquí…?”. La voz se va alejando, paseo abajo. Su mano aparatosamente
vendada se duele de sujetar el peso del paraguas. No sabe por qué se le
cruzaron los cables la semana pasada y fue a darle con tanta fuerza a aquella
cristalera. Lo que sí sabe es que su hoja de ruta se convirtió en ese mismo momento
en papel mojado, como el suelo del paseo que pisa. Sabe que se cuidará mucho de
preparar una nueva. Y sabe que piensa dispersarse todo lo que pueda andando por
las ramas de los árboles “mediocres”.
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