I
A lo mejor, dentro de treinta años, esto es lo más
normal del mundo. Pero ahora, lo que más escucho es un: “¡Tristán, tú estás
loco!”. ¿Loco yo? ¿Por aceptar un trabajo que me gusta? Quiá. Lo único es que
vivo en Gorroperdido, que está a más de cien kilómetros de la fábrica. Cada
mañana salgo de casa antes de las seis, y me paso al volante casi dos horas,
curva a la derecha, curva a la izquierda. Y cada tarde, a eso de las seis
también, vuelvo a la carretera a desandar el camino. Bueno y qué. Por eso tengo
un “para-gente-encantadora”, que es un coche cómodo como no hay otro. Y para
eso pongo la cinta del cassette a todo volumen. Suena ahora “Recorriendo voy
las calles del viejo París”. Acabadita de sacar. Buena, buena. Vale que a veces
el sueño me cierra los ojos. Como ahora, que llevo una media de cinco bostezos por
minuto. La pequeñaja nos ha dado concierto esta noche. Es normal. Con tres
meses que tiene la criatura no le vamos a pedir que no llore si tiene hambre.
¡Eeeeep! ¿Qué hace ese buen hombre andando por el arcén a estas horas? Me hace
autoestop con el dedo pulgar. Aminoro la marcha. Le miro a los ojos.
Cristalinos. Transparentes. Qué barbudo es el tío. Pero va aseado. Qué hago.
¿Le paro? ¿No le paro? Pobrecillo. Parece que anda despistado. Igual necesita
algo. Intermitente. Me arrimo. Y le espero. Ahora falta que desde detrás de
esas zarzas salgan diez tíos más para subirse también. Acelera su paso. Ya
viene. Sí, está solo, por supuesto. Bajo la ventanilla, estirándome lo que puedo
y dándole a la manivela de la puerta del copiloto. “Eh, señor, ¿hacia dónde iba
usted?”. Me sonríe afablemente. Ya se ha subido. Hoy tendré compañía. Y me
vendrá bien para despejarme.
II
Sábado por la mañana. Un ruido ensordecedor
destripa el cielo haciendo vibrar las ventanas. Me asomo. Son varios
helicópteros revoloteando alrededor de los tejados de Gorroperdido. Uno, dos,
tres. Qué harán ahí. A quién buscarán. Me meto para dentro, que fuera hace un
frío pelón. Para un día que puedo dormir un poco más, van y me lo fastidian.
Pasan cuatro minutos. Estoy a punto de sacar la tostada, cuando suena el timbre
de la puerta. Por cómo llaman, no son de casa. Voy a abrir. Glup. Me veo de
frente una docena de policías, por lo menos. Algunos vecinos asomados en la
esquina no pierden detalle. “¿Es usted Tristán?”, me pregunta el más bajito. No,
no me sale un “sí”, porque siempre que estoy cagado de miedo me suelo quedar mudo.
III
Se lo he dicho cincuenta veces en esta sala blanca
donde mi voz resuena. Que, de aquel barbudo a quien paré en la carretera, sólo
me acuerdo dónde lo paré, y dónde lo dejé unos kilómetros más tarde. No les
puedo dar más detalles. Por lo visto, no se lo creen, y ahora acaba de entrar
otro tipo, que no habla muy bien el castellano y que me va a hacer la misma,
misma, misma pregunta por quincuagésimo primera vez.
IV
Quiero añadir a mis declaraciones que sí, que paré
a desayunar como todas las mañanas en el Bar Porvenir. Yo me tomé un café con
leche y dos napolitanas. Y el barbudo un bocadillo de pan crujiente con
tortilla de patata y dos longanizas. Invité yo. Se notaba que aquél tenía
hambre canina porque se lo comió en un pispás. Hasta las migas.
V
Estoy mareado, aturdido. Salgo a la calle. Después
de no sé cuántos días. Mi mujer, con la peque en brazos espera mi salida. Qué
mayor se ha hecho en estos días la niña de mis ojos. Qué guapísimas están las
mujeres de mi vida. Las estrujo. Me las como a besos. Nos vamos a casa. Me
tengo que olvidar de esta pesadilla. Si es que puedo.
VI
No me está permitido contar que la policía secreta me trató en
todo momento correctamente. Ni siquiera que me trató. No puedo contar que me
dijeron que al barbudo no le había pasado nada y que seguramente tenía intactos
todos los pelos de su papanoélica barba. Uf, la llorera que yo cogí en ese momento. Ya me había llegado a imaginar yo
que a ese señor se lo habían encontrado finiquitado y que a mí me tenían
detenido por sospechoso. He jurado silencio sobre todo lo que me ha sido
revelado. O sea, que no sé que el barbudo no es de este mundo. Y tampoco que,
porque le dio por ahí o porque le fui a caer yo bien, declaró que yo, Tristán,
sería el elegido como interlocutor entre su civilización y la nuestra. Menos
mal que no puedo contar nada de esto, porque yo quiero seguir viviendo
tranquilo en Gorroperdido sin que me tomen por un chiflado peligroso.
II
Bufff. Treinta años. Los treinta en la misma
empresa. Soy el abuelo, el más veterano de todos. Lo que más escucho es un:
“¡Tristán, tú estás loco!”. ¿Loco yo? ¿Por hacer un trabajo que me gusta? ¿Por
seguir yendo y viniendo por mi carreterita de toda la vida? Quiá. La autopista
de peaje no me sale a cuenta. Con mi “te-gusta-conducir”, a mi velocidad
tranquila, no me pesan los kilómetros. Acabo de conectar el “emepetrés”. Vaya,
vaya. A todo volumen suena “Recorriendo voy las calles del viejo París”.
Limpia. Nítida. Ja, ja, ja, acabadita de sacar. Hoy se me disparan los bostezos.
La pequeña empezaba con su primer empleo. A sus treinta recién cumplidos. Así
están las cosas. Teníamos que despertarla a las cuatro y media de la madrugada.
Tendrá que coger el coche e ir ciento cincuenta kilómetros en dirección sur. A
mí no me cabe la camisa en el cuello por eso. Eeeep. ¿Qué hace ese hombre
andando por el arcén a estas horas? Huy, huy. No me veo muy bien. Me ajusto las
gafas. Hm Hm. Es… Sí. Sí que es. El barbudo. Aminoro la marcha. No tengo
ninguna duda. Es él. Cuando me quedo a su altura, me mira con sus ojos
cristalinos. Transparentes. Yo respiro profundamente. Y piso el acelerador a
fondo. Ahí se queda, plantado. Con la que me lió la otra vez, que lo pare y lo
suba su santa madre.
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