domingo, 16 de junio de 2013

Llevadme con vosotros


I
Es Domingo, Domingo, Domingo. Por fin. Todo llega. Chimo lleva despierto un buen rato. Boca arriba, con las manos debajo de la cabeza. En la camita superior de la litera. Por la luz que se cuela a través de la persiana ya es muy de día. Pero todos duermen. Y, Oscarillo, el compañero de abajo hasta ronca y todo. Pero…  ¿qué hacen los monitores que no ponen aún la música despertador? Mira hacia el techo. Hacia las grietas de la talla. Y se imagina que son carreteras en un mapa. Ahora tiene mocos. No sabe qué hacer con ellos. Le taponan casi casi la nariz. Vale, se lo dirá a su mami cuando la vea. Que está malito. Así tiene otra razón más para que se lo lleven a casa sin tener que aguantar la segunda semana en la colonia de verano. Es Domingo, Domingo, Domingo. Por favor, que suene de una vez ya la quinta de Beethoven, que Chimo quiere levantarse, vestirse rápido. Hoy toca la camiseta nueva, la de Wimblendon. Que suene la música, que Chimo quiere desayunar a reacción, y salir corriendo hacia el mirador donde termina la escalera central. Desde allí, se divisa el camino, y podrá atisbar la llegada del coche blanco de sus padres. Porque vendrán temprano, eso seguro. Buena es su mami para eso.

II
Poco a poco, la rotonda de la entrada se va llenando de coches. Tiempo de reencuentros. Papás y mamás que bajan, sofocados, y levantando los brazos gritan el nombre de sus pequeños. Tiempo de abrazos, de cómo está mi chico y qué tal se lo está pasando. Sentadito en un banco, sin pestañear, con las manos sujetándose la barbilla, Chimo sigue aguardando. Aquel, aquel coche blanco sí que parecía, sí. Estira el cuellecito. Se levanta y se pone de puntillas. Pero según se acerca, ya se nota que no. Por la matrícula que no suma veinte. Vuelve a posición descanso. Mira el reloj. Calienta el sol. Molestan las moscas. Ya falta menos para que lleguen. Seguro.

III
Escucha un chillido. “¡Chimoooooooo!”. ¿Eh, eh? ¿Quién le llama? Repiten la llamada: “¡Chimooooo!”. Parpadea para afinar la vista, ¿son ellos que vienen en otro vehículo? Le cae medio mundo a los pies. Son los padres de Oscarillo. Hasta ellos, que no tienen ni carné de conducir, se han acercado aquí hoy. Hasta ellos. Devuelve el saludo con desgana mientras ve que su amigo baja las escaleras de tres en tres. No se cae rodando porque debe tener un ángel de la guarda hiperactivo. Seguro que es por eso.

IV
Casi las doce. Alguien le pone la mano en el hombro. Se gira. Es Lázaro, el monitor. “Chimo, anda, vente conmigo”. El chaval, sin moverse del banco de piedra, niega con la cabeza. “No, yo espero un poco más”. “Venga, en cuanto tus padres lleguen, que te encuentren jugando conmigo al pingpong. Me debes la revancha”. A regañadientes, Chimo se incorpora. Y le sigue dócilmente. “¿Les habrá pasado algo?”. “Claro que no. No te preocupes”. Una cosa que no entiende es por qué Lázaro le tiene tanto aprecio. Sobre todo teniendo en cuenta que, en su primer encuentro, Chimo no quería subirse al autobús que les traía a este sitio por nada del mundo, y cuando el monitor lo cogió, suave pero firmemente, del antebrazo recibió un rodillazo en salva sea la parte. Ufff, con lo que eso duele.

V
Hoy, por ser Domingo, paella. A Chimo se le escapa un: “¡Puag!”. El comedor está medio vacío. Muchos niños se han ido a comer fuera con sus padres. Él pedirá que le pongan poco, después removerá el plato, dirá cinco veces que no tiene más hambre, negociará con Lázaro dos cucharaditas (el monitor siempre empieza con diez) y finalmente saldrá corriendo no sea que se arrepientan, le llamen de nuevo y le obliguen a comerse también algo de verdura. Eso sería lo peor.

VI
Chimo deambula por la sombra de los jardines de la colonia. Baja los brazos. Baja la guardia. Ya no mira al camino. No vendrán. Es verdad que ellos nunca dijeron que vendrían. Pero él siempre pensó que sí. Esquiva a Lázaro. No más pingpong. Ahora le parece como que tiene agüilla en los ojos. Pero eso no es de llorar. Claro que no.

VII
“¿Quién soy?”. Esas manos tan suaves que le cubren la cara. Ese olor a lavanda. Sí, sí, sí. Él se gira, se da la vuelta. Es su mami. La abraza, todo cuanto Chimo abarca, la abraza. “Mecagüenla, dónde estabas”. Su risa. Sus mejillas. “Mami, mami, mami”. Está así mucho rato, todo el tiempo del mundo. Cuando levanta la cabeza lo ve. Sí, bueno, es que su papi también estaba ahí, había llegado con ella. Y Chimo, de eso, no se había dado ni cuenta.

VIII
Chimo exhibe todo su repertorio de toses. “Estoy muy malito”. Mami le toca la frente con los labios. “Diremos a los monitores que te tomes el jarabe por las noches”.

IX
“La comida es requetemala aquí”, se queja él. Papi le contesta: “…así te acostumbrarás a comer hasta las piedras, Chimo”. Mami le susurra al oído: “…shhhh, te he puesto munición de galletas oreo en la bolsa verde”. Y le guiña el ojo. Algo es algo. Por lo menos, comida de subsistencia.

X
“Llevadme con vosotros”, suplica Chimo, “ya he estado una semana… por favor, por favor, esto ya sé lo que es, y aquí lo paso muy mal,  llevadme con vosotros”. El papi respira de forma sonora, como si con el aire viniera una dosis extra de paciencia. La mami le habla con un tono muy dulce: “…te lo hemos explicado ya, Chimo. Aquí aprendes. Nosotros entre semana estamos trabajando… y en casa no hay nadie... tú allí solo no puedes estar”. Son razones sin peso. Excusas. Las de siempre.

XI
Vuela la tarde. La rotonda de la entrada va quedando vacía de coches. En un recodo, el blanco de los papis, con las puertas abiertas. “…no queremos que se nos haga de noche, y tu padre mañana tiene que madrugar”, dice ella. “Venga, sal de ahí, campeón”. Chimo está al volante. Hace un último intento: “… ¿de verdad no me voy con vosotros?”. “…Mira: no hagas que me enfade de veras”. Entonces Chimo se apea. Da un beso a su padre. Un abrazo largo a su madre. Sin darse la vuelta, poco a poco se aleja, va ascendiendo los peldaños de la escalinata principal. Ellos lo siguen con la vista. Ella, con un nudo en la garganta. Él, impasible, exclama: “¿Ves? Esto le va a venir muy bien. El niño es cabezota, pero está madurando a la carrera”.

XII

El Domingo casi ha pasado. Es muy de noche. Revuelo en el corredor de las habitaciones. Los monitores están a punto de pasar revista a los pijamas bien puestos. Chimo aún no se ha cambiado. Mira por la ventana. Con la vista fija. Hacia la rotonda. Iluminado por una farola queda un solo coche con el capó abierto. Él parece que despotrica. A ella no se la ve. Estará dentro. Una grúa, blandiendo una sirena silenciosa anaranjada, se acerca. Chimo aprieta con fuerza un pequeño objeto metálico en el bolsillo de su pantalón. Es un tornillo.  Su padre ya le explicó una vez que: “…si no está, ya puedes hacer lo que quieras, que el coche no arranca”. 

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