I
Es Domingo, Domingo, Domingo. Por fin. Todo llega.
Chimo lleva despierto un buen rato. Boca arriba, con las manos debajo de la
cabeza. En la camita superior de la litera. Por la luz que se cuela a través de
la persiana ya es muy de día. Pero todos duermen. Y, Oscarillo, el compañero de
abajo hasta ronca y todo. Pero… ¿qué
hacen los monitores que no ponen aún la música despertador? Mira hacia el techo.
Hacia las grietas de la talla. Y se imagina que son carreteras en un mapa.
Ahora tiene mocos. No sabe qué hacer con ellos. Le taponan casi casi la nariz. Vale,
se lo dirá a su mami cuando la vea. Que está malito. Así tiene otra razón más
para que se lo lleven a casa sin tener que aguantar la segunda semana en la
colonia de verano. Es Domingo, Domingo, Domingo. Por favor, que suene de una
vez ya la quinta de Beethoven, que Chimo quiere levantarse, vestirse rápido. Hoy
toca la camiseta nueva, la de Wimblendon. Que suene la música, que Chimo quiere
desayunar a reacción, y salir corriendo hacia el mirador donde termina la
escalera central. Desde allí, se divisa el camino, y podrá atisbar la llegada
del coche blanco de sus padres. Porque vendrán temprano, eso seguro. Buena es
su mami para eso.
II
Poco a poco, la rotonda de la entrada se va
llenando de coches. Tiempo de reencuentros. Papás y mamás que bajan, sofocados,
y levantando los brazos gritan el nombre de sus pequeños. Tiempo de abrazos, de
cómo está mi chico y qué tal se lo está pasando. Sentadito en un banco, sin
pestañear, con las manos sujetándose la barbilla, Chimo sigue aguardando.
Aquel, aquel coche blanco sí que parecía, sí. Estira el cuellecito. Se levanta
y se pone de puntillas. Pero según se acerca, ya se nota que no. Por la
matrícula que no suma veinte. Vuelve a posición descanso. Mira el reloj.
Calienta el sol. Molestan las moscas. Ya falta menos para que lleguen. Seguro.
III
Escucha un chillido. “¡Chimoooooooo!”. ¿Eh, eh?
¿Quién le llama? Repiten la llamada: “¡Chimooooo!”. Parpadea para afinar la
vista, ¿son ellos que vienen en otro vehículo? Le cae medio mundo a los pies.
Son los padres de Oscarillo. Hasta ellos, que no tienen ni carné de conducir,
se han acercado aquí hoy. Hasta ellos. Devuelve el saludo con desgana mientras
ve que su amigo baja las escaleras de tres en tres. No se cae rodando porque
debe tener un ángel de la guarda hiperactivo. Seguro que es por eso.
IV
Casi las doce. Alguien le pone la mano en el
hombro. Se gira. Es Lázaro, el monitor. “Chimo, anda, vente conmigo”. El chaval,
sin moverse del banco de piedra, niega con la cabeza. “No, yo espero un poco
más”. “Venga, en cuanto tus padres lleguen, que te encuentren jugando conmigo
al pingpong. Me debes la revancha”. A regañadientes, Chimo se incorpora. Y le
sigue dócilmente. “¿Les habrá pasado algo?”. “Claro que no. No te preocupes”. Una
cosa que no entiende es por qué Lázaro le tiene tanto aprecio. Sobre todo
teniendo en cuenta que, en su primer encuentro, Chimo no quería subirse al autobús
que les traía a este sitio por nada del mundo, y cuando el monitor lo cogió, suave
pero firmemente, del antebrazo recibió un rodillazo en salva sea la parte. Ufff,
con lo que eso duele.
V
Hoy, por ser Domingo, paella. A Chimo se le escapa
un: “¡Puag!”. El comedor está medio vacío. Muchos niños se han ido a comer
fuera con sus padres. Él pedirá que le pongan poco, después removerá el plato,
dirá cinco veces que no tiene más hambre, negociará con Lázaro dos cucharaditas
(el monitor siempre empieza con diez) y finalmente saldrá corriendo no sea que
se arrepientan, le llamen de nuevo y le obliguen a comerse también algo de
verdura. Eso sería lo peor.
VI
Chimo deambula por la sombra de los jardines de la
colonia. Baja los brazos. Baja la guardia. Ya no mira al camino. No vendrán. Es
verdad que ellos nunca dijeron que vendrían. Pero él siempre pensó que sí.
Esquiva a Lázaro. No más pingpong. Ahora le parece como que tiene agüilla en
los ojos. Pero eso no es de llorar. Claro que no.
VII
“¿Quién soy?”. Esas manos tan suaves que le cubren
la cara. Ese olor a lavanda. Sí, sí, sí. Él se gira, se da la vuelta. Es su
mami. La abraza, todo cuanto Chimo abarca, la abraza. “Mecagüenla, dónde
estabas”. Su risa. Sus mejillas. “Mami, mami, mami”. Está así mucho rato, todo
el tiempo del mundo. Cuando levanta la cabeza lo ve. Sí, bueno, es que su papi
también estaba ahí, había llegado con ella. Y Chimo, de eso, no se había dado
ni cuenta.
VIII
Chimo exhibe todo su repertorio de toses. “Estoy
muy malito”. Mami le toca la frente con los labios. “Diremos a los monitores
que te tomes el jarabe por las noches”.
IX
“La comida es requetemala aquí”, se queja él. Papi
le contesta: “…así te acostumbrarás a comer hasta las piedras, Chimo”. Mami le
susurra al oído: “…shhhh, te he puesto munición de galletas oreo en la bolsa
verde”. Y le guiña el ojo. Algo es algo. Por lo menos, comida de subsistencia.
X
“Llevadme con vosotros”, suplica Chimo, “ya he
estado una semana… por favor, por favor, esto ya sé lo que es, y aquí lo paso
muy mal, llevadme con vosotros”. El papi
respira de forma sonora, como si con el aire viniera una dosis extra de
paciencia. La mami le habla con un tono muy dulce: “…te lo hemos explicado ya,
Chimo. Aquí aprendes. Nosotros entre semana estamos trabajando… y en casa no
hay nadie... tú allí solo no puedes estar”. Son razones sin peso. Excusas. Las
de siempre.
XI
Vuela la tarde. La rotonda de la entrada va
quedando vacía de coches. En un recodo, el blanco de los papis, con las puertas
abiertas. “…no queremos que se nos haga de noche, y tu padre mañana tiene que
madrugar”, dice ella. “Venga, sal de ahí, campeón”. Chimo está al volante. Hace
un último intento: “… ¿de verdad no me voy con vosotros?”. “…Mira: no hagas que
me enfade de veras”. Entonces Chimo se apea. Da un beso a su padre. Un abrazo
largo a su madre. Sin darse la vuelta, poco a poco se aleja, va ascendiendo los
peldaños de la escalinata principal. Ellos lo siguen con la vista. Ella, con un
nudo en la garganta. Él, impasible, exclama: “¿Ves? Esto le va a venir muy
bien. El niño es cabezota, pero está madurando a la carrera”.
XII
El Domingo casi ha pasado. Es muy de noche.
Revuelo en el corredor de las habitaciones. Los monitores están a punto de pasar
revista a los pijamas bien puestos. Chimo aún no se ha cambiado. Mira por la
ventana. Con la vista fija. Hacia la rotonda. Iluminado por una farola queda un
solo coche con el capó abierto. Él parece que despotrica. A ella no se la ve. Estará
dentro. Una grúa, blandiendo una sirena silenciosa anaranjada, se acerca. Chimo
aprieta con fuerza un pequeño objeto metálico en el bolsillo de su pantalón. Es
un tornillo. Su padre ya le explicó una
vez que: “…si no está, ya puedes hacer lo que quieras, que el coche no arranca”.
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