I
Ovidio ha llegado un poco tarde. Pero no parece que venga muy apurado.
Viene con las manos en los bolsillos y el paso de una tortuga. A su encuentro
salen el ínclito Manfredo, Catedrático de Conocimientos Aplicados, y Geno, una
alumna de primero. Tras un ligero toque de atención, porque la puntualidad es
una virtud, Manfredo reparte papeles: “…bueno, tal como te conté por teléfono,
ella necesita clases de refuerzo, me consultó si yo conocía a alguien capacitado,
y a mí se me ocurrió que te podría interesar… Geno, este chico, aunque ahora no
esté con nosotros por esto de las reducciones que afectan a todos los
Departamentos, fue un alumno brillante… él te puede ayudar. Hablad, y si os
ponéis de acuerdo, adelante. Os dejo ahora, que me esperan para una reunión. Si
me necesitáis, ya sabéis donde me tenéis”. Se aleja Manfredo, metiéndose en uno
de los ascensores del edificio central de la Facultad. Quedan los dos frente a
frente. Un poco mudos. Respirando. “Bueno”, dice él, “... ¿por dónde empezamos?”. “Bueno”,
dice ella, “qué tal si empezamos por el principio”.
II
No le contará que, precisamente en Conocimientos Aplicados, él no es ningún
portento. No se lo contará. Y menos que, precisamente con el Manfredo, no ha
intercambiado más allá de tres conversaciones. La última, en la revisión de un examen.
Casi tuvo que ondear entonces una bandera blanca de rendición absoluta para que
no le rebajara todavía más puntos. Ovidio está que no se lo cree. Que lo haya
llamado a él. Menuda responsabilidad. Bueno, ahí están los dos. Ovidio y Geno. Sentados
uno al lado del otro. Ella abre su libreta. Él parpadea. Qué letra más limpia.
Lee en voz alta. Mmm… Esto… Sí… Lo recuerda. Vagamente. Vaya. Le suena. “Qué
pasa”, pregunta ella alarmándose. “Nada, nada. Es que esto para mí es… son
apuntes lejanos”.
III
Ovidio ha puesto la directa. El bolígrafo ha cogido velocidad. El papel se le
acaba. Hay que cambiar de cara al folio. “Si de esto y esto”, subraya, “despejas
aquí y sustituyes allá, simplificando después, obtienes la siguiente ecuación,
por lo que finalmente llegamos a… llegamos a…”. La mira. Ella no parpadea siquiera. “¿Hasta
ahora me vas siguiendo, Geno?”. “Perfectamente”, afirma ella. Han sido cinco
minutos de vorágine explicativa acelerada. Frena en seco. De repente, él se queda en
silencio. Se rasca la cocorota. Algo no cuadra. Ha llegado a un callejón sin
salida. Y ahora por dónde. Remonta entonces el problema. Despacio. Paso a paso.
Punto por punto. No parece que eso esté mal. Pero así no se hace. Raaaaaaaas,
raaaaaaaas. Tacha todo de arriba abajo. Raaaaaas, raaaaas. Rompe el papel en
cuatro trozos. A la papelera. Ovidio le pide: “Olvida lo que hemos hecho”. Suspira
Geno. “Mecagüen”, apostilla él, “¿cómo coño se resolvía esto?”.
IV
Ciento quince minutos de repaso. Y cinco para contarle melancólicamente que
sí, que él se quedó a las puertas de entrar en el Departamento. Después de albergar
falsas esperanzas y de trabajar como un cabrón, con todas las letras. “La beca
se la dieron a otro”. A dedo. Ella lo
mira. Con solidaridad. “No te preocupes. Si una puerta se cierra, seguro que otra
se abre”. Concede él que sí, y le añade con el rostro ensombrecido que detrás
de esa puerta abierta, habrá que abrir otra, y después otra más, y así
sucesivamente. Porque hoy, Ovidio, tiene su día oscuro.
V
Cien minutos de repaso. Y veinte para contarle ella lo rematadamente mal
que va el metro de Mardebé. Por su culpa ella llegó tarde a la primera hora. Y
no le dejaron entrar. Mierda.
VI
Ochenta minutos de repaso. Y cuarenta para contarle él de dónde le viene su
afición a las bicis. Desde que le robaron la última unos hijos de su madre, ya
no se ha podido comprar otra y viene al Campus con la que su abuelo utilizaba
para ir a la huerta. Como es un trasto con dos ruedas, eso no lo quiere nadie.
Ni para chatarra.
VII
Sesenta minutos de repaso, con un “majete, ponte el reloj en hora, que es
un pelín tarde” para él. Después, otros sesenta para contarle ella el fin de
semana. Immmpresionante. Se lo ha pasado de lujo. Le hacía falta, mucha falta,
para encarar el último tramo de curso. Brilla su rostro. Y el de Ovidio, cuando
la escucha, también.
VIII
Hoy serán, si llega, treinta minutos de repaso. Nada más llegar, él ha dejado
caer encima de la mesa unos cuantos folios arrugados. “¿Y eso?”, pregunta ella.
“Eso es lo que queda de mis apuntes lejanos, Geno”. Se dedicó a remover
estanterías, archivadores definitivos cubiertos de polvo. Buscó y rebuscó horas
y más horas. Y cuando ya parecía que la tierra se los había tragado, vía
contenedor de papel y cartón, los encontró. Intactos. Completos. Supervivientes
en el tiempo. Eureka. Menudo tesoro. Menudas preguntas contestadas. Esta mañana
los ha cargado en bloque dentro de su mochila. Y de su mochila, a la cesta de
la bici. Venía pedaleando y silbando, aivó, aivó, triunfante, “toma, toma, toma
qué cara va a poner Geno cuando los vea”. En esas, ha venido una racha de
viento caprichoso. De los que pega de lado y de golpe. La mochila no estaba ni
cerrada ni bien atada. Y los papeles, desde dentro, han salido volando como si
tuvieran alas propias. Ahora, los folios que ha podido rescatar, los acaba de
dejar caer encima de la mesa. Es cuando le ha preguntado Geno: “¿Y eso?”. A él,
la cara de tonto que no asimila lo que le pasa aún no se le ha borrado.
IX
“Ovidio, que no avanzo. Nos tenemos que poner serios. No entiendo nada y tú
no haces por explicármelo. Se supone que tú me das clases a mí. Y te estás
yendo por las ramas. Céntrate, que me faltan dos semanas para el examen. Venga.
Empiezo de nuevo”. Mundo al revés. Alumna reprende contundentemente a su
profesor particular. Las orejas de Ovidio enrojecen con el toque de atención. Hoy,
todo, todo y todo, serán minutos de repaso. Sin añadidos.
X
Resuenan las voces en los pasillos de la Facultad porque está prácticamente
desierta desde que terminaron las clases. Hay eco. Ovidio se acerca para
consultar los tablones. Casi de puntillas, sigilosamente, mirando a la
izquierda, a la derecha. Seguramente, ya estarán las notas. Con las pulsaciones
a tope, busca en las listas su nombre. El de Geno. Por orden alfabético. Lo
encuentra. Cierra los ojos. Los puños. Está paladeando el resultado, cuando
súbitamente le tocan la espalda. Es ella, que lo ha pillado con el carrito del
helado.
XI
Un ocho y medio. Eso está pero que muy bien. Pasa por detrás de ellos el
ínclito Manfredo, que sin detenerse, les saluda con la mano. “Enhorabuena, Geno”,
la felicita Ovidio con la boca pequeña. Hay un silencio largo, a modo de “y
ahora qué”. Él le anuncia: “Me han avisado para una entrevista... vaya, parece
que por fin hay una puerta abierta”. La voz le sale baja, para evitar la reverberación.
Ella le anima: “…ya verás como te cogen”. Después viene un nuevo silencio. Hay
que despedirse. “¿Quién escuchará ahora mis historias, Ovi?”, pregunta entonces
Geno. Al punto, él se queda sin palabras. Porque comparten un mismo escenario,
la luminosa Mardebé, pero interpretan diferentes obras con distintos
personajes. A Ovidio sólo le sale un entrecortado: “Quien quiera que sea,
envidia le tengo”. Después, los dos cruzan sendos: “cuídate”; él agacha la
cabeza, y se va como vino, con las manos en los bolsillos y su paso de tortuga.
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