domingo, 13 de enero de 2013

La casa de las luces encendidas



I
De Electrokuto, yo te puedo contar pocas cosas, la verdad, y no creo que sirvan de mucho para tu reportaje… Sí, yo lo tuve de alumno y fui su tutor en octavo. En el antiguo Colegio Salera. De esto hará, ya lo creo, más de treinta años, por lo menos. Antes, él había sido un chaval como los demás. No destacaba mucho. Cristóbal se llamaba. Fue un Lunes por la mañana, a primera hora, a unos tres meses de empezar el curso, recuerdo que apareció muy tarde en clase. La falta de puntualidad es algo que yo nunca he tolerado. Y al que llegara más de diez minutos después de la hora, ya sabía lo que le tocaba: se quedaba fuera. Por eso me extrañó verlo entrar a pesar de que eran las nueve y veinte. Sacó un sobre de su mochila. En vez de dármelo en la mano, lo dejó encima de la mesa. Pensé que vendría del médico y que aquello era su justificante. Lo abrí. Decía, más o menos: “Ruego no toquen a mi hijo Cristóbal y tomen las medidas necesarias para que nadie lo haga. Declino toda responsabilidad en caso de cualquier consecuencia sobrevenida por incumplir esta advertencia”. Me quité las gafas para mirarlo mejor. “¿Esto es una bromita tuya?”. “No, no señor”. Me levanté. Sin pensar, dije: “¡Anda, ya!”. Y, desafiante, le di una palmadita en el hombro. Buffff, no te imaginas qué sacudida, qué calambrazo me sobrevino entonces. Se me quedó la mano derecha dormida. Se me pusieron todos los pelos de punta. Disimulé mi escozor lo mejor que pude. La clase entera se tiraba por los suelos de risa. Qué ganas me dieron entonces de darle un guantazo al nano éste. ¿Tendría algún cable conectado por debajo de la chaqueta? “Por favor, por su bien, no me toque otra vez, don Esteban”. Por un milisegundo me contuve. Opté por señalarle el camino de la puerta, “anda, vete fuera, al pasillo”. Había llegado tarde y él no era más guapo que los demás para quedarse dentro. Luego ya trataríamos el asunto en dirección… Ahí fue cuando empezó a conocérsele, y cuando algún tiempo después empezaron sus propios compañeros a llamarle Elektrocuto. Te puedo decir, sí, que ese día ya no fui capaz de coger la tiza con esa mano durante un buen, buen rato.

II
¿Quién te ha dicho que yo…? Huuuy, yo me acuerdo de Electrokuto como también podrá acordarse medio pueblo. Podemos hablar un poco si quieres mientras no entre nadie en la tienda. Yo es que estaba por aquel entonces en la Asociación de Padres. Mi hijo Felipe me dijo un día: “Mamá, hay un niño en el cole que, si lo tocas, te da muuucho la corriente”. Parecía un chiste. Cómo va a ser eso. “Sí, sí: le llaman el Electrokuto”. Ya sabes que los niños son muy crueles para esto. A la primera que pude, en el Colegio, pregunté al Director y él me explicó, muy calmado: “sí, bueno, es un chico que tiene electricidad en su cuerpo…”. Anda, como si eso fuera la cosa más normal del mundo. Que los niños no se den cuenta del peligro que tienen al lado, vale, porque por eso son niños… pero que todo un claustro de profesores no vea que cualquiera de sus alumnos puede electrocutarse en cualquier momento por tocar a otro… Tiene bemoles. “No se preocupe, Clara, no pasa nada. Éste es un chico normal, como otro cualquiera. En este Centro nunca se ha discriminado a nadie. Y no vamos a hacerlo ahora. Simplemente, él sabe que tiene que sentarse aparte. Y el resto sabe que tiene que evitar cualquier contacto con él”. Como si eso fuera tan fácil. Por mucho cuidado que se llevara, no había día que no apareciera un niño llorando por la enfermería del colegio… “me he tropezado con Electrokuto…”. Eso, así, era insostenible. Un peligro andante a doscientos veinte voltios. Y desde la Asociación, yo no paré hasta que conseguimos que lo expulsaran. Respiramos tranquilos el día que ya no vino al Salera. Desde fuera, que se ve todo muy bonito, se nos criticó. Que si éramos esto o lo otro. Pero yo estoy segura de que cualquier padre en nuestro lugar habría hecho lo mismo…

III
Yo coincidí con Electrokuto en la clase de octavo, en el Salera. De aquella época seguimos quedando unos cuantos compañeros, por lo menos una vez al año, para cenar. Y siempre, siempre, salen a relucir anécdotas que tienen que ver con él. El calambrazo al Esteban cuando entró tarde a clase, por ejemplo, ése, fue antológico. “Nano, ¿Cómo lo has hecho?¿Dónde está el truco?”. Pero, la verdad, es que no lo podíamos tocar. A mí me empujaron una vez contra él, adrede, y la descarga que me llevé fue tremenda. Aquello dolía un huevo. Electrokuto no sabía cómo disculparse. “Lo siento, lo siento, lo siento”. “No, si la culpa no es tuya, es de estos cabrones…”. Claro: se guardaban las distancias y él acabó yendo solo a todas partes. Andaba como alma en pena por los patios. Venía por un sitio, y nosotros salíamos pitando por otro. Le huíamos… “corre, corre, que viene Electrokuto”. La única persona que yo sepa con la que sí hablaba era una chica de sexto… Gisela, se llamaba. Paseaban bordeando la cancha de balonmano, siempre a medio metro uno del otro. Daban vueltas y vueltas hasta que sonaba la sirena. Y cuando en el comedor, se sentaban uno enfrente del otro, ella utilizaba, como él, cubiertos de madera. Creo que se gustaban un poco. Vaya drama. Amor sin poder darse la mano siquiera. A mí me han dicho, que él le llevaba a ella pilas recargadas a su casa de regalo. Me lo han dicho. Pero eso no sé yo si será verdad.

IV
¿Electrokuto? Sí, hombre, por supuesto ¿La de la excursión a Gorroperdido la sabes? Pasamos toda la mañana recorriendo el pueblo y, a la hora de volver, el autobús no arrancaba. Oh, oh. Todos abajo. El chófer, con las mangas recogidas, dudaba: “Será el alternador, será la batería”. Entonces no era como ahora, que llamas por el móvil y en veinte minutos te llega la grúa. Además, se hacía de noche muy pronto.  Don Esteban avisó al colegio desde una cabina, más que nada para que supieran que estábamos todos bien y tranquilizaran a los padres. Te lo puedes imaginar. Electrokuto, que no había disparado una en todo el día, se acercó a la trasera del autocar, que estaba despanzurrada y con el motor al aire. Con educación, le pidió al conductor, “ahora cuando yo le avise, trate de arrancar”. “¿Un crío me va a decir a mí lo que tengo que hacer?”. Don Esteban terció: “Hágale caso, por favor”. A la de una, a la de dos, a la de tres. Se ve que puso sus dedos en los bornes de la batería. Eso se ve. BROOOOM, BROOOM. ¡Toma, toma, toma! A la primera, todos arriba, que nos vamos. Cuando Electrokuto subió, mientras avanzaba entre las filas de los asientos con sus dedos pringados de grasa, recibió una cerrada ovación. En cada kilómetro del camino de vuelta estuvimos coreando: “¡No pasa nada: Tenemos a Electrokuto! ¡No pasa nada: Tenemos a Electrokuto!”. Él tenía las mejillas muy rojas. No sé yo si sería por su timidez, o por una sobrecarga.

V
¿Gisela? Disculpa que te moleste. Trabajo en “La Tinta Entera”, seguro que conocerás esta publicación. Me han hablado de ti. Hace cosa de un mes leí en una revista científica el caso de una persona que generaba electricidad en su propio organismo. Me interesó muchísimo. Qué casualidad, tiempo ha, aquí en Mediavilla, aún recuerdan a alguien con la misma sintomatología. Me refiero, sí, a Cristóbal. A Electrokuto, como le llamaban de mote. Desde que he llegado, hace unos días, he recogido testimonios de bastantes personas. Y lo que he ido descubriendo, me ha parecido de verdad impresionante. Pero por encima de habladurías, Gisela, me ha impactado la persona y no el personaje. No sé si terminaré escribiendo sobre él, pero sí sé que quiero saber de él. No me importa ya tanto si, como dicen los rumores, fue un trauma infantil, un “no me toquesss”, el que generó en él un mecanismo de autodefensa desconocido hasta ahora… No me importa si ese mecanismo era artificial… Yo he venido sin cámara, sin micrófono, sin papel, sin bolígrafo. Si quieres, hablamos, y me cuentas… Ya son muchos los que me han dicho que para saber la verdad de Electrokuto, tengo que venir a hablar con la señora que vive en la casa de las luces encendidas.

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