I
Definitivamente, a esta chica le pasa algo. Está más que rara. Y lo peor,
es que no le puedo decir nada. Salta a la mínima. “¡Jolín, papá, no seas plasta,
déjame en paz de una puñetera vez!”. Lo que le sigue es un “¡PLAAAAAAAM!”. Un portazo.
Y porque estoy al quite, que si no, me chafa la nariz. Tasia no es así.
Normalmente, a ella le gusta estar encima de mí. Colgarse de mi cuello.
Revolverme el pelo. Tirarme cariñosamente de las orejas. Reírse conmigo. Será
que la edad del pavo le ha venido ahora muy subida, cuando ya no la
esperábamos. Será que debe tener una preocupación inconfesable, que no me
quiere contar. Será… Buff, yo no sé lo que será, pero a mi pequeña Tasia le
pasa algo.
II
Me he puesto la cazadora de padre coraje y he ido al bar ése que ella suele
frecuentar con sus amigotes. Me refiero al Liberto. Hay cuatro gatos, pero la
música está a todo meter. Oteo en la penumbra. En aquella mesa, sí, encuentro a
quien busco. A su amigo del alma Chema. Mira absorto la pantalla de su
portátil. Voy para allá. No sé cómo puede estar tan abstraído con lo que
retumba todo. Así, en unos pocos años, se quedará sordo como una tapia. Le toco
en el hombro. Salta, asustado. No me esperaba. Le noto un pelín cortado. Cohibido.
Le impongo. Pido permiso para sentarme. El camarero, que me ha seguido, trae
una libretita para tomar nota. “¿Tomas algo?”, le ofrezco. Se lo piensa. “Venga,
sí, otra cerveza”. Voy al tema. A lo que me trae. Tasia, mi niña Tasia. “¿Qué
le pasa, Chema?”, pregunto. Él se encoge de hombros. No sabe a qué me refiero. Entonces
le taladro con la mirada. Y ese “no sabe” se convierte en un “bueno, yo también
la encuentro un poco rara…”. Y después en un: “la verdad, desde que ella se dio
el coscorrón en la coronilla, es que parece otra persona”. Ya he oído bastante.
Me levanto dándole las gracias. En la barra, dejo cinco euros y dejo que se
queden con el cambio. Ya sé lo que quería saber. Salgo a escape, hacia casa. Pero
qué tonto soy por no haber caído antes en el asunto.
III
Entro sin llamar en su habitación. “¿Qué quieres ahora, pesado? Estoy ocupada”,
es su recibimiento hostil. “Tasia, ¿dónde te diste el golpe el otro día?”. No
me lo dice. Respira como respiran los que pierden la paciencia. “Déjame que te
mire”. Se revuelve. Pero yo ya estoy tocándole el pelo. Ahí está. Noto con la
yema del dedo casi en el acto el chichón que todavía perdura. “Ayyyy, bruto que
me haces daño”, protesta. Bufffff. Cómo, cómo me duele lo que tengo que hacer.
Escondo por detrás un mazo. Lo fío todo a mi buena puntería. A mi buen tino.
Ella no se dará cuenta. A la una, a las dos, a las tresssssssss. A cámara
lenta. Levanto el brazo, cierro los ojos, lo dejo caer, y CLOOOOOOOOOOOOOOC.
IV
Para quien no lo sepa, esto es como cuando un fisioterapeuta devuelve al
sitio un hueso dislocado. Primero, se ven las estrellas. Después suena un “cloc”
y viene un gran alivio. Tasia se toca ahora la cabeza con las dos manos. Me
mira. Sonríe. ¡Sonríe por fin! Ahora sé que tenía bloqueada su parte afable. Y
de nuevo ha vuelto a funcionar. Ahí está, con su lado dulce, cariñoso,
recuperado. Escondo el mazo. Aún me dura el tembleque. Sé que no es un método
ortodoxo, pero esto ya se lo vi hacer a mi abuelo con mi padre, cuando éste
tenía episodios ariscos. Funciona. Nunca pensé que me tocaría a mí repetirlo
algún día. Hago por salir del dormitorio de Tasia. “Papá, ven un segundo”. Me
giro. Qué quieres. Se pone de puntillas, me da un beso. Me desordena el pelo. Ésta
sí es mi chica. Y a mí, claro, ahora se me cae la baba.
V
“Hasta luego, Tasia, que os lo paséis bien”. En el rellano le espera Chema.
Esta noche salen de fiesta y ella está sencillamente preciosa, con un traje
deslumbrante. Él me saluda con la mano. Se me hace raro verlo con esa chaqueta
y esa corbata que, la verdad, no le lucen puestos. No me acaba de caer bien, pero no es mal chaval.
Él la mira embelesado. Se sorprende. “¿Y eso?”, pregunta señalándole la cabeza.
“¿Eso? Eso es que mi padre no me dejaba
salir si no me ponía el casco”. Chema pone cara de: “ni que fuéramos a la obra…
tu padre está como una regadera…”. Ambos
desaparecen por el ascensor, ella con su casco azul. Mientras cierro la puerta
de casa, hablo solo, conmigo mismo: “¡Pues claro que no la hubiera dejado salir!
No quiero que una noche que promete ser hermosa se estropee si mi querida
Coscorrones se da un golpe contra, por ejemplo, el marco de una puerta…”.
VI
Me he quedado traspuesto en el sofá cuando he oído la llave de la puerta. No
sé ni qué hora es. Ella entra. “¿Se puede saber qué haces tú ahí, todavía
despierto?”. No me da tiempo a contestarle. “…por favor, papá, no seas
ridículo, que ya soy mayorcita”. Mmm, por el tono de voz irritado, por su
malhumor, me doy cuenta de que algún coscorrón se ha debido de llevar. Desde
luego, parece claro que otra vez no tiene operativo el lado dulce de su
carácter. Busco de nuevo mi inseparable mazo. Últimamente lo habré tenido que
utilizar una media docena de veces. “Tasia, ven un momento, por favor”. No me
hace caso. La sigo. “Espera, que te arreglo”. La cojo del brazo. Trata de
zafarse. “¡No me huyas, por favor!”. La tengo. La retengo. Es un segundo nada
más. “No te muevas, hija, estate quieta”. Grita. Yo levanto la mano. Me
tiembla. Tengo que darle. Voy a darle. Pero cuando voy a darle, soy yo quien
siente un CLOOOOOOOOC. Me tambaleo. Me giro. Es Chema. Está ahí, blandiendo un
martillo con la puntera de goma. “No te preocupes, Tasia, que este hijoputa ya
no te pega más”. Mientras me desplomo, antes de perder del conocimiento,
pienso, joder, pero qué tío más simpático. Es todo corazón. Y qué buena pareja
hace con mi pequeña Coscorrones. Se me nubla la vista. Pero qué bien me ha dado…
qué puntería… cómo se lo agradezco… cuánto lo aprecio… Sí, se ve que ha
activado del todo la parte afable de mí, una parte que, me parece, tenía desde
hace mucho mucho tiempo bloqueada.
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