Había una vez un niño que era muy bueno. Inteligente. Trabajador. Amigo de sus amigos. O eso pensaba. Cada mañana, aivó, aivó, iba solito al cole a trabajar. Y cada tarde, aivó, aivó, regresaba solito a casa a descansar. ¿Más detalles? Cargaba con una mochila que abultaba como él y pesaba casi como él. Y por el camino, pues qué iba a ver: coches aparcados. En fila, en batería, sobre las líneas amarillas, encima de los pasos de cebra. Coches circulando. Coches y más coches. No en balde, la frase más repetida en su casa era: “Ten cuidadito al cruzar la carretera”. Pero al niño no le llamaban la atención los automóviles por su espectacularidad, no. Le daba lo mismo el bólido más cañero, que la furgoneta más patatera. Lo que miraba con intensidad y vertiginosa rapidez eran… ¡las matrículas! Sí, qué pasa: las matrículas. Sobre todo aquellas cuyos números sumaban diez, veinte o treinta. Realizaba la operación matemática en cuestión de milisegundos. 0578. Total, veinte. Entonces, el niño, cruzaba la carretera, con cuidadito, si tenía que cruzarla, y hacía lo imposible por tocar la matrícula. Esto le transmitía una corriente de Energía positiva y buenas vibraciones. O eso pensaba. Total, no era tan raro. Seguro que había gente más extravagante abonada al selecto club de los capicúas. 7447, por decir uno. Por no hablar de los maniáticos de los números redondos. 1000, 2000, etc, etc.
Una tarde, descubrió una presa nueva. Un flamante descapotable acabadito de estrenar. Reluciente como un espejo. Pero estos detalles le daban igual. Lo que le emocionó era que sumaba treinta. 9777. “¡A por él!”, se dijo. Tocó con el dedo índice de su manita derecha la matrícula por la parte del portón. Y al instante sintió cómo le llegaba la Energía positiva. Y al instante también escuchó el grito de un señor que se dirigía hacia él con muy malas pulgas y le llamaba de todo, menos bonito. Hecho un energúmeno. Entonces el niño aprendió que el mundo se divide entre los que corren y los que corren más para que no les pillen. Y él se apuntó, de momento, en el segundo bloque. “¡Como te coja, te estrujo!”. En realidad, le dijo cosas peores, pero esto es un cuento infantil. Acaso, concluyó nuestro niño, el señor que le perseguía lanzando mil maldiciones debía de ser el dueño de aquel deportivo. Y concluyó también, este pobre infeliz, buscador de matrículas que sumaban diez, veinte o treinta; que el perseguidor pensaba que él le había pegado un supuesto moco en la carrocería. No fue por instinto de supervivencia, no. Fue por piernas. Porque nuestro niño corrió más y porque aquel pedazo de bruto gritaba mucho pero corría poco. Y cuando el pequeño se vio a salvo, mientras respiraba fatigosamente, decidió cambiar sus normas internas. En lo sucesivo, bastaría para recibir Energía positiva y buenas vibraciones con ver la matrícula que sumara diez, veinte o treinta. No haría falta tocarla. Y así se acataría y así se cumpliría en los años venideros. Y colorín, colorado, con quinientas veintitrés palabras, 523, cuyos números suman diez, este cuento se ha acabado.
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