I
Amanece en Mediavilla. Ni un alma recorre sus calles. O sí. Un taxi se detiene junto a la puerta del Café El Teatro. No ha hecho ruido porque es de los que lleva el motor eléctrico. Se abren las puertas y bajan los tres amigos. Victorio. Armando. Damián. El último, Damián, paga. Hace el gesto de exprimir la cartera. Risas. No queda más que un exiguo billete arrugado. “Nos lo hemos bebido todo”. El taxi se va. Allí quedan, los tres de plantón. Hace fresco. Victorio pregunta: “¿La última?”. Sí, para él va a quedar algún local abierto. Bueno, seguro que alguna churrería estará a punto de abrir para los desayunos. Armando bosteza, “lo a gusto que voy a coger la cama, y dentro de dos horas los nanos van a venir a despertarme…”. Es el momento de las despedidas. Ha pasado la noche en un soplo, entre batallitas pasadas y proyectos pendientes. El que se va fuera es Damián. Se va. Recibió una oferta “irrechazable”, dijo que sí, y lo esperan en Tondon. El despegue de un avión por encima de los tejados y de sus cabezas rompe la quietud. Con uno como ése se irá Damián en unas horas. Victorio y Armando lo abrazan ruidosamente, plas, plas, plas, “mantengámonos en contacto”, “claro que sí, tío”, “ve preparando una habitación para cuando vayamos a verte”, “¿habitación? ¿no te vale el suelo?”. Hay emoción en esta despedida. Ese avión dibuja una línea blanca ascendente en el cielo. El camión de la basura cruza y deja su estela. Cada amigo emprende un camino diferente. A Damián ahora le parece que antes las calles eran más rectas. Y los edificios estaban más quietos.
II
Han pasado meses. En Tondon llueve mucho. Cae agua sin interrupción durante horas y horas. Por eso está todo tan verde. A Damián le está costando adaptarse. Aunque no lo diga. Dispusieron su alojamiento en el hotelito del pueblecito donde se ubica la factoría. Casas aisladas de madera. Muy lejos de la urbe. Diríase que vive literalmente en la empresa, que le han puesto un camastro junto a la mesa de su despacho, que las semanas se suceden monótonamente y que todos los días parecen Lunes, incluidos los Sábados y Domingos. En los momentos malos, que los hay, se acuerda de los amiguetes. Se imagina sus frases de aliento, cada una con su sello de identidad. Victorio demasiado impulsivo. Armando demasiado reflexivo. De todas formas, no les piensa contar que aquello no es lo que pensaba. Hacia atrás, ni para coger impulso. No les ha llamado desde que llegó. Ni tiene intención. Mira el calendario. Y se alivia porque falta poco para volver, aunque sea de visita. Entonces sí, los contactará y se irán, como siempre, de parranda. En estos momentos, ahí fuera, para variar, llueve como si se hubieran dejado en el cielo la manguera abierta.
III
Medianoche en Mediavilla. Los banquitos están invadidos por quinceañeros que siembran el suelo con cáscaras de pipas y colillas porque como es sabido las papeleras están de adorno. Levantan voces con aspavientos. Hay tráfico. Zumban motos saltándose el semáforo en rojo. Pasan coches con las ventanillas bajadas y la música maquinera a toda paleta. Un taxi se detiene junto a la puerta del Café el Teatro, que aún está abierto. Por el ruido del motor diesel parece la camioneta que reparte el gas y que nunca se sabe cuándo pasa. Se abren las puertas y bajan. Victorio. Armando. Damián. A Damián no le dejan pagar. Hay un bronco tira y afloja entre Victorio y Armando. Gana Victorio. El taxi escacharrado se va. Quedan los tres, de plantón. Con las manos en los bolsillos. Damián tiene que preguntar: “¿La última?”. Señala al Café el Teatro. Armando niega con la cabeza: “…a mí me sabe mal, pero mañana temprano tengo que ir con los nanos al fútbol”. Y Victorio da la puntilla: “…yo me encuentro muy cansado, he tenido mucho tute hoy…”. Bufff. Un discreto apretón de manos, y un “llámanos cuando vuelvas a venir, Damián”. Los amigos se van. Damián queda solo. Resopla. Emprende lentamente el camino a casa. Ya, ya notó algo cuando, lleno de entusiasmo, después de todos estos meses, les llamó para quedar. Pero un poco más y no lo consigue. Ambos decían tener la agenda llena de compromisos. So cabrones, ¿no vais a tener un rato para vuestro amigo? Y cuando por fin los ha tenido delante esta noche, la frialdad del reencuentro ha sido tal que casi engancha una pulmonía doble. Y él que, de normal, es poco hablador ha tenido que ir llevando el peso de la conversación durante la cena. A pesar de que lo suyo en Tondon se cuenta con dos palabras: Lluvia y fábrica. Hacer literatura con eso es tarea de titanes de la imaginación. Así ha transcurrido la velada. Sin postre y sin copas después. Es más que evidente. Algo ha ocurrido con Victorio y Armando. Casi ni se miraban entre ellos. Contestaban con monosílabos. Mantenían la mirada perdida. Consultaban continuamente el reloj. “A ver, qué pasa aquí, que yo me entere”. Será una chiquillada, seguro. Damián ha intentado ejercer de papá de los dos. “¿Aquí?, nada”. “¿Tú ves que pase algo?”. Nadie ha abierto ya la boca después de este intento.
IV
A Damián, callejeando por Mediavilla, le ha entrado una sensación rara en el estómago. Porque constata que una amistad cohesionada durante años ahora está saltando por los aires en pedacitos. “Y eso”, se pregunta, “cómo se recompone”. Está un poco crudo. Restañar resquemores abiertos. Desinfectar rencillas. Entablillar malentendidos. No es cirugía fácil. Ni tiene un postoperatorio rápido. Damián se siente culpable por haberse desconectado completamente de ellos desde que se fue a Tondon. Aún está a tiempo. Se da la vuelta. No habrán llegado cada uno a su casa. No es tan tarde. Y tirará de móvil. Los llamará. No irá con sermones. Escuchará lo que le tengan que decir, tomarán todos buena nota, que ya no son unos críos, y sobre todo él esperará a que le reprochen: “Y aunque tú estés fuera, a la próxima, por favor, no desaparezcas”.
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