domingo, 26 de septiembre de 2010

LO QUE DE VERDAD DA RABIA

I
El ordenador se colgó. La pantalla se había quedado clavada. Toni, estupefacto, movió el ratón compulsivamente para ver si aquello tenía arreglo. Martilleó todas las teclas, y después al unísono “alt+ctrl+del” varias veces. Gesto inútil. Tentado estuvo de estampar la CPU contra el suelo, pero se contuvo y lo cambió por un furioso manotazo en el estucado de la pared. Se hizo daño, jodeeeeeeeeer, qué culpa tenía su mano de aquello. Resoplando, desenchufó, contó hasta tres, y volvió a insertar la clavija. El ventilador empezó a girar de nuevo, y lentamente se inició el sistema a paso de tortuga coja. Al cabo de un buen rato, pudo abrir el fichero, que no había retenido las últimas modificaciones, y con una dosis extra de paciencia, rehízo poco a poco lo que había sido su trabajo. Pero justo entonces hubo un apagón. En toda la manzana. Y se quedó a oscuras. Las dos primeras letras, la “o” y la “s”, apenas sonaron. Pero el resto de la palabra, la “tiaaaaaaaaaa!” que iba detrás, llegó nítidamente hasta la otra punta de Mardebé. Incluso más allá. “¿Será posible?”, gritó levantándose. ¡CROOOOKKK! Sonó hueco el trompazo que se había metido en la frente y que había hecho crujir el canto de la estantería. Otro alarido. Tiró instintivamente hacia detrás, enganchó el cable de los auriculares que llevaba puestos con la manivela de la puerta, y el móvil nuevo recién estrenado salió disparado por los aires, estrellándose estrepitosamente contra el terrazo del suelo. ¡Oh, no, no…, por favor, no! Se hizo de nuevo la luz para alumbrar el panorama. Se agachó para recoger los dos trozos en que había quedado el teléfono y ¡RAAAAASSSSSSS…! Catástrofe. Se había rajado la costura del culo del pantalón y quedaban al aire diez centímetros de su slip de color verde pistacho. Era cierto que le venía un poco ceñido, pero leches, era su pantalón preferido…

Pensó que era difícil que le pudieran pasar más cosas en menos tiempo, así que intentó recobrar la calma, se deshizo del pantalón, y de esta guisa, con calzoncillo y zapatillas, buscó pegamento de contacto, hábilmente puso una microgota en el lugar preciso y presionó con los dedos hasta asegurarse de que el móvil volvía a ser de una sola pieza. Sin tiempo que perder, buscó otros pantalones, éstos un poco menos “guays”, miró el reloj, constató que se le hacía más que tarde, y salió de casa a escape. Ya ajustaría cuentas con el ordenador a la vuelta. Mientras bajaba las escaleras, marcó la llamada directa a Carla, para avisarle que llegaba tarde. “¡Carla! ¿Carla? ¿Me oyes?”. Operación inútil. No sabía por qué, pero no tenía cobertura.

II
Lo de tener la moto estropeada era una verdadera faena. Así no controlaba los tiempos. Cruzó la calle al galope para enfilar hacia el transporte alternativo, la boca del metro. En el camino, y con su respiración agitada, percibió que iba directo a pisar un chicle pegado en la acera. Dio un ágil salto para esquivarlo. Pero durante el vuelo, cuestión de microsegundos, se percató de que su pie apuntaba hacia un escupitajo verde reciente. Con el quiebro para sortear el segundo obstáculo se torció el tobillo, vio las estrellas, y encima terminó aplastando de lleno una mierda blanda. Pero no se detuvo en aquel campo de minas. Pasó el billete electrónico. Sin problemas, menos mal. Bajó los escalones de dos en dos, dejando el rastro en su huella. Abajo, en silencio, esperaba un metro. “Lo cojo”, pensó, “lo cojo”. Ni hecho adrede. Cuando iba a acceder al vagón, sonó un pitido de aviso, cerraron bruscamente las puertas, y el metro inició la marcha dejándolo fuera. Desde dentro, algunos pasajeros se percataron de sus dos palmos de narices.

III
Carla ya se iba a marchar cuando vio emerger a Toni de la estación con la lengua fuera y casi descompuesto. “No me preguntes…”, le dijo, “que ya te cuento…”. Con esta frase, se aplazó la bronca. Se les echaba el tiempo encima. Aceleraron el paso, cogidos de la mano. En el bar Tempus, donde pensaban cenar, el camarero que controlaba la libretita de la lista de espera les aseguró que “en dos minutitos les daba mesa”. Y se quedaron allí de plantón, mientras veían cómo los camareros iban, venían, apuntaban, traían, llevaban, y en medio de un bullicio enorme, los comensales tragaban, bebían, gritaban, reían. De dos minutitos nada, habían pasado casi veinte. Estaban agotados y a punto de marcharse del Tempus, cuando el organizador de mesas dijo a grito pelado: “¡Por favor, Toni, mesa para dos!”.

IV
La bebida vino pronto. En cambio, el pulpo y las bravas llegaron tarde y fríos. Encima no sabían bien. A Toni ya no le extrañó en absoluto. “Es increíble, Carla, el día que llevo: me pasan un montón de cosas que dan mucha rabia, y una detrás de otra…”. Ella iba a decir, “Toni, eso son imaginaciones tuyas…”, pero no le dio tiempo. De la patata que acababa de pinchar él con el tenedor salió disparada una gota de tomate como un misil y fue a estamparse en forma de racimos en la blusa de ella. Él, azorado, pidió mil disculpas, le ofreció una servilleta, “enseguida pido un quitamanchas”, y quiso levantarse, “pero yo me voy a casa ya”, ella reaccionó bien, se tragó la cara de poema y le retuvo, “no te preocupes, no pasa nada…”. Se les hacía muy tarde, por lo que quedaron los platos a medias, y pidieron la cuenta. En traer la nota, el Tempus sí era rápido. Así repetían mesa y no tardaban en llamar al siguiente: “¡Por favor, Pepitooooo! ¡Mesa para dos!”.

Antes de salir a la calle, Toni se excusó para ir al lavabo. Aseo cutre el del Tempus, por cierto. Llegaba ya bastante apurado. Abajo la cremallera. Entonces se dio cuenta del desastre. Se acordó dónde había dejado el pegamento chino con el que había unido el móvil. En su bolsillo. Y, me cago en la leche, aquel pegamento se había destapado. Gotas de cianoacrilato se habían escurrido hacia el slip. Y de ahí hasta la ingle. “¡Joder, esto no me puede estar pasando, joder…!”, murmuró en voz baja. Cerró los ojos fuertemente. Pegó un estirón brusco. Y se tragó un grito. La depilación fue salvaje, pero limpia. Arrancó un trozo de tela verde pistacho sembradito de pelos. Adiós calzón, adiós. Ni las mejores esteticistas. Después de desaguar, se lavó bien la cara para que Carla no viera el rastro de sus lagrimones.

V
Carla y Toni llegaron tarde al Café el Teatro. Punto de encuentro para la gran velada de Mediavilla. El acto estaba ya empezado, y como el aforo era pequeño, ya todas las butacas estaban más que ocupadas. Toni hizo una batida con la mirada sobre toda la gente allí congregada. Localizó a su padre, que le señalaba el reloj, “…a buenas horas llegáis, chico…”, ahí, en la penúltima fila, junto a sus tíos. Allá a lo lejos, en privilegiada butaca, divisó a su otrora amigo Guille. Seguro que aquél también había reparado en ellos. Eran blanco de muchas miradas. Entraron y entre empujones se abrieron paso para encontrar un hueco con visibilidad. Tuvieron que quedarse de pie, en el pasillo lateral. Apretujados. Casi de puntillas. Respirando alientos y resoplidos. La megafonía no iba muy sobrada. Se escuchaban más las crujientes palomitas que devoraban los de al lado. Daban en ese momento la palabra a la señora alcaldesa. Toni tuvo segundos para abstraerse. Para recordar que estaba allí porque se lo había prometido a Carla. Si no, a qué santo. Recordó lo insólito de la jornada, con aquella cadena continua de sucesos desquiciantes: Ahora no tenían asiento. La depilación había llegado hasta la misma frontera del huevecillo. La medalla de auténtico tomate en la blusa de Carla. Las pésimas tapas del Tempus. El plantón esperando mesa. El arranque del metro en sus narices. La mierda en la suela. El móvil nuevo cascado. Su pantalón favorito enseñando medio trasero. La frente con un chichón. El ordenador cascado…

Con esa racha, tenía muy claro lo que iba a ocurrir a continuación. Hablaría la alcaldesa de lo difícil que se había puesto aquel año otorgar el premio extraordinario. Y Toni pensó, total, para él ya era un premio que lo hubieran seleccionado. Redundaría en las virtudes y maravillas de los candidatos y… siguiendo la tónica gafe del día ocurriría lo que más rabia le iba a dar: el premio se lo darían al baboso de Guille. Como si lo viera. El apretón de manos de Carla le devolvió a la realidad.

VI
Pero no. La alcaldesa informaba que aquel año habían tenido unanimidad en la elección del justo ganador. Ahora no se oían ni las palomitas. Silencio. Expectación. “El premio extraordinario es para… “. Ojos cerrados. Un silbido perdido. Toses. “…ANTONIO SALINAS REVERTE…”. Gritos. Bravos. Ovación. No, no había oído mal. Lo nombraban a él. Allá en su butaca privilegiada, Guille había puesto cara de póker. “… vaya: se lo dan al tío que no se quita esa cazadora ni a sol ni a sombra…”. Comentario desafortunado y despreciable. Aplauso sostenido. Gente puesta en pie. Toni fue consciente. Es que eso, eso que le estaba pasando era precisamente lo que de verdad más rabia le daba. Él había llegado allí y ella no estaba. Él había logrado un reconocimiento y ella no le veía. Ella no vivía con él ese momento. Hundió su cabeza entre el pelo y el hombro de Carla, e incapaz de contenerse, lloró desconsoladamente. Mientras, el sonido atronador y continuado de los aplausos, amplificado por la magnífica acústica del recinto, ascendía y se disipaba en las alturas.

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