domingo, 12 de septiembre de 2010

LLEGANDO A LA TIERRA DONDE TODO IRÁ MEJOR

I
Aunque sabía que le quedaba poco dinero, Ragitefa se registró otra vez los enormes bolsillos del pantalón pirata. Un billete muy arrugado de diez euros y algunas monedas de céntimos. Nada más. A esas horas no había mucho movimiento en aquella vetusta estación de autobuses. Después de mucho consultar un panel informativo muy confuso, fue hacia el andén número cuatro, donde aguardaba un autobús con la puerta delantera abierta. “Por favor… ¿Para en Serañe?”, preguntó. El conductor afirmó con la cabeza. Repitió para asegurarse: “¿Siraiñe?”. Ahora le había salido mejor pronunciado. Qué nombres más complicados utilizaban por estas tierras. “…que sí, he dicho que sí…”. Ragitefa tomó impulso, con la pesada mochila que cargaba en su castigado hombro, y subió las escaleritas. Extendió sus desgastados diez euros y volvió a decir: “Siraiñe”. El chófer, lo examinó descaradamente de arriba abajo, a continuación le imprimió un ticket, y le devolvió un exiguo cambio. El joven, con las fuerzas justas, buscó un asiento en las filas delanteras. Y se dejó caer. El estómago vacío, siempre tan impertinente, le recordó que ya llevaba un montón de horas sin comer.


II
Se lo había advertido su tío Palitrodomico, le había dicho que fuera discreto, porque “éstos son buena gente, pero de entrada, siempre miran mal…”. Ahora la realidad estaba superando todo lo imaginable. Según se llenaban las plazas del autobús, había ido dibujándose un cordón de aislamiento en torno a él. Y eso por qué, se preguntaba. Nadie en la fila de delante. Ni en la de detrás. Nadie, por supuesto, al lado. Sólo unas miradas escudriñadoras, que se sucedían conforme desfilaba el personal y reparaba en su presencia. Ragitefa permanecía erguido. Intentaba ignorar la situación, ser ajeno a la escena, y mantenía la vista clavada en la ventana. Pero el reflejo de la misma le devolvía a la realidad. A su rostro rayado. A sus brazos blanquinegros. A sus enclenques piernas surcadas por estelas albinas y azabaches. Rara avis, Ragitefa era un ejemplo vivo de la etnia cebroide.


III
Al principio, los dos chavalotes que se sentaban junto a la puerta trasera, cuchicheaban. Y soltaban risitas. Ragitefa tragaba saliva y apretaba los puños en su gastado petate. Le parecía que aquéllos hablaban de él. Con los auriculares puestos canturreaban. Latas de cerveza. Bebían sin sed. Con los otros pasajeros, unos tres cuartos de entrada, no iba la fiesta. “…a ése, luego lo molemos a palos…”. Un eructo. Otro. Risotadas. No les entendía apenas, pero cuando captó las palabras “menudo burro con rayas”, ya lo tuvo claro, la cosa sí iba con él.


IV
El autobús se arrimó a un saliente de la carretera que hacía las veces de apeadero. Nadie se movió. Tuvo que girarse el chófer, “Eh, tú, que estamos en Siraiñe…”. ¿Siraiñe? ¿Siraiñe? Ah… ¿pero no entraba en el pueblo? ¿Iba a dejarle en las afueras? Saltó Ragitefa, avanzó hacia la salida y dando dos enormes zancadas se vio en el arcén. Dijo “adiós”, pero no hubo respuesta. Después vino el olor a neumático caliente y a gasoil quemado. El rugido de un motor y el rebufo de una enorme masa metálica alejándose. Y luego una chicharra. Y un calor que derretía a las piedras. Y los dos individuos aquellos, los del “ji-ji-jí, ja-ja-já” eructo viene, eructo va, que también habían bajado en la misma parada.


V
Estaba exhausto. Aún así, aceleró el paso. Pero no se quitaba a esos dos tipos de encima. Sentía su aliento, uno a cada lado, a pocos metros de su espalda. Los vigilaba por el rabillo del ojo. Y le subía la angustia y el pánico por momentos. Ahora, ahora me darán un estacazo. Buuff, qué largo se hacía aquel camino tan corto, después de tantos miles de kilómetros. Después de tanta odisea para poder salir de las Jandinas en busca de un porvenir mejor. Días, muchos días de viaje. Y ya estaba en los últimos metros, llegando. Sólo faltaba preguntar por La Perla. Y aunque apenas recordaba a su tío Palitrodomico, tampoco sería tan difícil: Un cebroide es un cebroide, aquí y en todas partes, caramba.


Ragitefa entraba en las primeras calles de Siraiñe. Primero el polígono industrial, después las fincas nuevas del ensanche. Apenas nadie a esas horas. A quién pedir ayuda. ¡Allí, a aquella buena mujer! Pero esta primera señora, a la que lo vio acercarse con cierta urgencia, se metió en su casa despavorida y pasó el cerrojo, todo de una. Y él, “¡no, por favor, espere…!”. El siguiente en aparecer, un hombre en bicicleta, al toparse con el joven que se le encaraba, “…por favor…”, hizo un quiebro y le faltó poco para irse de morros por intentar esquivarlo. El chico se desesperaba. Y aquellos dos ya le pisaban los talones.


Luego todo ocurrió en tres segundos. Primer segundo: Dos coches patrulla, con los luminosos azules irrumpieron en la calzada. Segundo segundo: Cuatro policías pertrechados de arriba a abajo daban el alto. Tercer segundo: Ragitefa gritaba en su idioma, “¡Jodeeer! ¡Que yo no he hecho nadaaaa!”.


VI
Sí, las emisoras locales dieron la noticia en los boletines horarios aquella misma tarde. (…) “Por fin, tras una brillante actuación, las fuerzas de seguridad han atrapado a los tristemente célebres “Patines”. En un primer momento, estos dos atracadores de bancos que siempre salían huyendo en patinete, habían conseguido burlar el cerco de Mardebé subiendo a un autobús de línea regular. Pero felizmente, no se les ha perdido la pista y la detención se ha llevado a cabo a primera hora de la tarde en Siraiñe”. (…)


A los susodichos “Patines” se los llevaban esposados y a rastras. El pobre Ragitefa se dejó caer en el bordillo con las piernas recogidas, la cabeza hundida entre los brazos y la bolsa tirada en tierra. Un policía se interesó: “…chaval, ¿te encuentras bien?”. Afirmó con un gesto. Entonces se retiraron los vehículos policiales, ya sin luces, y la calle quedó de nuevo desierta. Bueno, no tan desierta. Un montón de espectadores detrás de sus persianas habían sido testigos del “patinazo”. Y seguían atentos al movimiento de aquel chico tan extraño. Éste, ajeno a todo, aún permaneció mucho tiempo acurrucado, esperando a que bajaran sus desorbitadas pulsaciones. Ahora, llegar a La Perla ya no le venía de cinco minutos.

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