domingo, 29 de agosto de 2010

EL VALLE DEL CIELO

I
Al Monasterio del “Valle del Cielo” sólo se accedía a través de un estrecho camino de grava, flanqueado por cipreses centenarios que filtraban la luz del sol. Sus primeros moradores habían escogido bien su ubicación. Las escarpadas montañas que lo rodeaban lo dotaban de un privilegiado microclima, con agua y vegetación mediterránea abundantes. Y por su lejanía a cualquier núcleo de población habitado, había sobrevivido con dignidad al devenir de los siglos y a las eclosiones urbanísticas.


Se detuvo la berlina negra delante de las puertas de la segunda muralla perimetral. Bajó Emilio. Gafas oscuras. Pantalón de verano y camisa de manga larga, sin corbata y arremangada. Recogió la pequeña maleta, de las que no necesitarían facturación en un vuelo de bajo coste. Se despidió del chófer con un gesto. Ya lo tenían todo hablado. De Miércoles a Domingo. El vehículo maniobró y dio la vuelta, levantando una gran polvareda.


II
Al atisbarle por la mirilla, el monje portero se alegró de verle de nuevo por allí, “¡Don Emilio!”, y se aprestó a abrirle. Un hombre bajito y locuaz. Al único que, junto con el prior, le estaba permitido hablar, salir de aquel recinto de clausura y estar informado de cuanto pasaba en el mundo exterior. Resonaba su voz por las estancias, “Hay que ver lo mal que se ha puesto todo...”. Emilio le siguió, tirando de la maleta, cuyas ruedas giraban por aquella superficie desigual. Atravesaron el edificio principal, y accedieron a un pequeño claustro en cuyos corredores se encontraban unas habitaciones que, por ir quedando el Monasterio cada vez más despoblado, habían acondicionado y destinado a huéspedes ilustres, que buscaban reposo, espiritualidad, sosiego y meditación. “Es la misma donde usted ya estuvo”, le confirmó. Giró el gozne con una gruesa llave y empujó la puerta maciza, que conservaba una abertura en la parte inferior, por donde se pasaban los alimentos a aquellos cuyo encierro fuera absoluto. Emilio accedió, agachándose, para no darse. Paredes blancas y lisas. Un pequeño camastro. Una tabla a modo de mesa. Una silla. Un lavabo y un inodoro tras un pequeño tabique sin puertas. “Ya sabe usted el horario…”. Emilio afirmó con la cabeza. El fraile entonces, sin necesidad de encogerse, pues cabía de sobra, se retiró. Quedó Emilio a solas y se acercó hacia el pequeño ventanuco. Luces y sombras dieron sobre su rostro. Una corriente de aire puro de montaña inundó sus pulmones. Y un silencio lleno de matices por el viento, los pájaros, y el discurrir lejano del agua, calmó sus martirizados oídos.

III
A Emilio le pasaría como la otra vez, que al principio la cama le resultaba dolorosamente dura, y al final hasta en el suelo dormía a pierna suelta. Le pasaría como la otra vez, que al principio no tenía ganas de leer ni las tapas del libro que había traído consigo; y al final acababa releyendo y devorando hasta los datos de la imprenta y de la fecha de la “presente edición” que aparecen en la última página. Le pasaría como la otra vez, que al principio no tenía ni ganas de probar aquella dieta tan vegetariana y tan láctea; y al final repetía con gula aquellas sopas tan verdes, aquellos tomates tan sabrosos y aquellos quesos tan curados y fuertes. Le pasaría como la otra vez, que al principio entraba al borde del precipicio de la depresión; y al final se sentía fortalecido, muy seguro de sí mismo, totalmente reencontrado.


Por eso, salió muy temprano de su celda, con coscorrón incluido, “¡me cago en todo!”, y casi a tientas, cruzó todo el claustro hacia donde empieza la huerta. Que nadie le pusiera ahora la mano en la espalda, por favor, porque el infarto estaba asegurado. Aún con un cielo sembrado de infinitas estrellas, se sentó en el borde de la alberca, y esperó sentado al espectáculo incomparable del amanecer. Para que todo le pasara como la otra vez.


IV
Pronto reparó Emilio en que otra de las celdas para huéspedes estaba ocupada. No porque fuera un vecino ruidoso. No, no había escuchado ronquido ajeno alguno a través de las gruesas paredes del Monasterio. Fue el Jueves hacia el mediodía, al regreso del paseo que Emilio se imponía antes del almuerzo. A la salida de la Iglesia por el lado del claustro central, en cuyo centro sencillas cruces ancladas en el suelo indicaban dónde reposaban los restos de los primeros abades, y donde terminaba la zona habilitada para los visitantes, se cruzó con él. Le causó impresión verlo, pero conforme las normas y los votos de silencio, sólo le inclinó levemente la cabeza a modo de saludo. Aquello no era una persona, era la antesala de un espectro. Tales eran sus ojeras, y el semblante tristísimo de su rostro. Coincidieron después en la sala que hacía las veces de refectorio. Manos invisibles les dejaban del otro lado las bandejas de las que él y su vecino se servirían. Y las jarras con agua fresca. Mientras Emilio comía, no podía dejar de observarle. Le asaltaron mil preguntas. Qué le habrá pasado. Por qué está aquí. Cuán grave sería su pena. Terminó rápido su plato, se levantó y salió, saludando de nuevo con la cabeza, y no sin comprobar antes que aquel huésped tan triste aún no había probado bocado.


V
Cuando en la madrugada del Viernes, puestas aún todas las estrellas en el firmamento, Emilio llegó a la alberca, se topó, no sin enorme susto, con su vecino monacal, medio en trance y sentado en lo que había sido su sitio. Pensó: “hoy hay overbooking matinal…”. Y buscó sitio, tres metros hacia la derecha, “éste seguro que ha pasado la noche aquí, al raso…”. Una vez practicada la cura del amanecer, con el sol anaranjado incidiendo en los pliegues de su frente, y decenas de pececillos arremolinándose en la orilla de aquel agua cristalina, Emilio se incorporó y se atrevió a decirle, “buenos días, señor”. Después de tantas horas tan callado, hasta su propia voz le resultaba extraña. El otro individuo le miró con agradecimiento y devolvió el saludo, “Buenos días”. Según caminaba hacia su celda de nuevo, estaba convencido de que, aunque contradijera al silencio, aquella tristeza, aquel dolor tan hondo, sólo se iba a aliviar hablando.


VI
Fue por eso por lo que se sentó a su lado en el refectorio, por lo que pidió disculpas por su atrevimiento, y se dirigió a él, eso sí, con una voz susurrante para no distorsionar la quietud y mutismo del Monasterio. Al principio, sobre vaguedades. Comida sana. Vida contemplativa. Lo material y lo esencial. Tuvo remordimientos, estaba tentando a una persona que voluntariamente había elegido guardar silencio. Pero sus intentos tuvieron frutos. Al otro señor se le iluminaban los ojillos, era señal de que escuchaba atentamente cada palabra de Emilio. Se diría que estaba esperando la próxima ocurrencia. “Estar aquí nos hace bien”. Cuando parecía que el hombre triste no tenía lengua, éste cayó finalmente en la tentación y dijo un claro y rotundo: “Sí”, que resonó en toda la sala.


VII
Había llegado ya el Sábado y esta vez el sol apenas había podido asomarse por detrás de las brumas, desdibujando sus primeras luces. Se llamaba Juan, aquel hombre desolado y en franca recuperación anímica se llamaba Juan. Así, Emilio y Juan unieron sus paseos y cayeron en una incontinencia verbal imparable. Sobre lo que condiciona el lugar donde se nace. Sobre las diferencias que nos unen y las similitudes que nos separan. Preguntas. Respuestas. Aquella estancia en el “Valle del Cielo” estaba resultando mucho más reparadora aún de lo esperado... “Mañana contemplaré el último amanecer desde aquí; el Lunes me toca salir al ruedo y enfrentarme a todos mis miedos y todas mis obligaciones”. Juan le preguntó, “¿y por qué el último amanecer? ¿por qué no unos días más para estar más y mejor preparado?”.


“No lo entenderías…”. “A lo mejor sí”, repuso Juan. Emilio tuvo entonces necesidad de sincerarse. Y le explicó cómo y por qué él mismo estaba voluntariamente retirado en aquel recóndito Monasterio. Y lo vital que era que, en estos precisos días, nadie absolutamente nadie reparara en su escondite ni diera con él. Le detalló lo mucho que había en juego. Y quedó muy complacido Emilio al comprobar la cara completamente alucinada del hombre que ya no estaba tan triste y que se llamaba Juan.


VIII
El Domingo despertó gris y con lluvia. Unas gotas finas y continuas resbalaban por las tejas del Monasterio, salpicaban los corredores y encharcaban el empedrado. De repente, había venido el frío. No contempló pues el último amanecer desde la alberca. Tampoco tuvo necesidad Emilio de muchos preparativos para cerrar su pequeña maleta, puesto que sólo llevaba lo básico. Salió, cargado de fuerza interior, y pensó que sería bueno despedirse de su compañero de retiro. E intercambiar teléfonos y direcciones. No obstante, aunque llamó al portón de la celda que ocupaba, nadie le abrió.


El pequeño monje portero le aguardaba en el gran vestíbulo, anexo a la histórica sala capitular. “¿Se ha marchado Juan?”. “¿Juan?, ¿qué Juan?”. “…el hombre que estaba en la otra habitación…”. “…ah, sí, ese señor se fue anoche…”. Iba a comentar Emilio algo sobre la volatilidad del tiempo. Pero escucharon un leve fragor procedente del exterior que destacaba sobre la lluvia. “Don Emilio, me parece que han venido ya a recogerle…”.


Lo siguiente, tras las puertas de la segunda muralla, fue una inesperada ráfaga de flashes apuntándole. Cámaras, micrófonos, unidades móviles con sus parabólicas. Decenas de reporteros llamándole a la vez por su nombre. Y detrás de todos ellos, sepultado por la avalancha periodística, su chófer, que con gestos le indicaba que él no entendía cómo se habían enterado todos aquellos, que él no entendía nada. Emilio, tragando saliva, mantuvo la compostura. Y mientras cerraba los puños con fuerza, se pudo leer de sus labios con toda claridad: “¡Qué hijo de la gran puta!”.

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