En medio de una pesadilla muy real, probablemente fruto de la pesada digestión de la cena, por un maldito atracón de tortilla de patatas, sonó el zumbido del despertador. Venía a su rescate. Gracias a Dios. El mal sueño se fue disipando bruscamente cuando tomó conciencia de la realidad. Pedro se destapó y saltó de la cama. Aún no había clareado. Y para hoy tenía prevista una agenda de lo más completa. Lo primero fue la visita a Roca. Lo siguiente, preparar el desayuno, café soluble con leche, tostadas y zumo.
Puso la radio. Como cada día. Era la emisora de siempre. Con la sintonía de siempre, precedida de las señales horarias. Tiroriroríiiiiiiii. Claro, sonó la voz de siempre. Tendría que saludar, decir la hora y dar los buenos días… Un momento. Alto. Efectivamente: Era la voz del locutor estrella. Hablaba y hablaba. Pero Pedro no entendía absolutamente nada. Qué broma era ésta. “Dien cep erin cefein erfe”. Miró el dial. Sí, que sí, era el de siempre. Apagó y encendió el receptor varias veces. Qué narices estaba pasando. Se escuchaba alto y claro, “Dien cep erin cefein erfe”, y más cosas ininteligibles. “¿Qué coño dice éste hoy? ¡A tomar por saco!”. Sintonizó otra emisora. Ya había tenido bastante paciencia. Se pasó al dial de la competencia. Y apareció la voz de la locutora emergente. Y prestó atención, a ver qué contaban hoy de los brotes verdes. “Dien cep erin cefein erfe”, escuchó esta vez, pero en femenino. No estampó el sintonizador contra el suelo porque se lo pensó dos veces. ¿Será posible…?
Miró el reloj, se le tragaba el tiempo. Bebió rápido, se quemó a base de bien el gaznate porque se había pasado con el microondas. Comió rápido, se atragantó con las tostadas. Se duchó rápido, le quedó algo de gel por la espalda. Se afeitó rápido, se cortó en la barbilla. Se vistió rápido, se abrochó mal la camisa y tuvo que volver a empezar, pero también rápido. Rápido. Rápido.
Lo que le estaba ocurriendo esa mañana le tenía muy escamado. Estaba a punto de salir ya de casa, pero antes, fue al salón, encendió con el mando a distancia el televisor extramegaplano. Las noticias. Subió el volumen. “¡Dien cep erin cefein erfe!”, dijo lacónicamente el presentador. Y ya Pedro se tuvo que pellizcar. Esto no le podía estar pasando a él. “¡Mónicaaaaaa!”, llamó a su mujer. A la primera voz, ella que estaba completamente sopa, ni se inmutó. Y él entró en tromba en la habitación, encendiendo la luz de la lámpara, “¡Mónica, despierta!”, y le zarandeaba el hombro, “mira qué leches está pasando hoy, ven cariño, escucha esto, por favor, que esto es de locos…”. Y ella, cegada por la claridad repentina, apenas podía abrir los ojos. Los pelos de cualquier manera. Las sábanas marcadas en la cara. Pedro le cogió la mano, y la llevó en volandas hacia el comedor, donde la tele extramegaplana seguía encendida. “Escucha, escucha: no sé en qué idioma están hablando…”, le pidió. Mónica entonces dejó escapar un: “Dien cep erin cefein erfe” ronco y seco, de recién levantada. “¡Ostras, Mónica, tú también, no, por favor, por favor…!”, se espantó Pedro. Y, al borde del ataque de nervios, golpeó con furia la pared. ¿Pero, se puede saber qué está pasando hoy? Se cumplió lo del pez que se muerde la cola. Él estaba a punto del shock cuando la oyó a ella. Ella se aterrorizó al verle a él en ese estado de nervios. La empujó para abrirse paso, “¡No os entiendo, no os entiendo ni una mierda!”, gritó.
Se refugió en el despacho. Cerró tras de sí. Y se quedó apretando fuerte la puerta porque tampoco quería ver a Mónica detrás de él. Se pidió a sí mismo calma. Serenidad. Vio el móvil. Pedro, tranquilo, Pedro. Lo encendió. Le temblaban las manos. Una penúltima prueba. Llamó a Lucas, con quien tenía prevista una reunión a primera hora de la mañana. Dio tono. Uno, dos, tres, cuatro. Contesta, Lucas, por tu padre. Al sexto, descolgaron, “¡Lucas, no te lo vas a creer…, no sé qué pasa en mi casa, todos hablan en arameo, por lo menos!”. Al instante, sonó la voz de Lucas, “¡Dien cep erin cefein erfe!”. Y a Pedro se le rompieron todos los esquemas lógicos.
Intentó razonar con la mente en frío. Analizó las posibles causas. Siempre iba a parar a la maldita tortilla. Nunca, nunca más tortilla por la noche. ¿Acaso no tendrían aquellas yemas de aquellos huevos de corral un ingrediente alucinógeno? Si fuera así, sólo tenía que sentarse y esperar. Con los ojos fuertemente cerrados, esperar a que pasara el efecto. Las nueve. Las diez. Las once. Mirando las paredes y las fotos de familia. A las doce volvió a llamar a Mónica, quien esperaba angustiada detrás de la puerta del despacho. “Háblame ahora, cariño, dime algo…”. “Dien cep erin cefein erfe”, le dijo ella con evidentes gestos de preocupación. Y él se derrumbó, escondiendo la cabeza entre los brazos, y murmurando, “la madre que te parió…”.
La una de la tarde. Las dos. Un montón de llamadas perdidas en el móvil. Había intentado coger alguna, pero enseguida le decían, ““¿dien cep erin cefein erfe?”, y él reír por no llorar, respondía, “tú más, por si acaso”. Y les colgaba. Definitivamente se había despertado en un mundo como el suyo, con personajes como los suyos: Pero no eran los suyos. Se sentía como si le hubieran dejado caer en una ciudad remota, con un idioma irreconocible.
Mónica, que entró sigilosamente en el despacho, le señaló el edificio de enfrente, el Hospital. “No me duele nada”, replicó en un principio. Pero inmediatamente recapacitó. “Mejor será que vayamos, si me he intoxicado, lo verán enseguida…”. Y se atrevió a salir de casa. Con su mujer al lado. Él trataba de captar las conversaciones de la gente que deambulaba por la acera. Imposible. Entraron por Urgencias. Estaba todo colapsado por gente que esperaba su turno. Griposos. Accidentados. Decenas y decenas de personas con caras muy perjudicadas. Se acercó a la ventanilla de recepción y le preguntaron: “¿Dien cep erin cefein erfe?”, a lo que él adujo: “No os molestéis, es como si me hablarais en chino, no os entiendo”. La de recepción llamó urgentemente a unos enfermeros. Acudieron a toda prisa con una camilla. Lo acostaron. Le ataron los pies, las manos, el cuello. Él trató de resistirse. “¡Mónica….! ¿Qué me hacen? ¡Mónicaaa! ¡No les dejes…!”. Le pasaron por delante de toda la lista de espera de todas las Urgencias Urgentes. Con la camilla a todo meter. Un sinfín de largos pasillos con olor a desinfectante. Un pinchazo en el antebrazo. Unos focos de un quirófano. Un pensar, ¿pero qué coño hago yo aquí? Y luego nada. Nada. Nada.
“Éste ha tenido suerte”, escuchó Pedro cuando fue volviendo en sí no se sabe cuánto tiempo después. “Últimamente se nos están presentando muchos casos…”. Gorro y mascarillas verdes de cirujano. Sobre una bandeja metálica, un pequeño decodificador con restos de sangre. Se lo habían cambiado. “Esto de que la gente no entienda a la gente no es nuevo: siempre ha pasado”. “Ya, ya… no es cosa de alarmar a la población”. A Pedro le salió una sonrisa. Captaba perfectamente cada una de las palabras de los médicos que estaban junto a su cama. “Mira; ya se le pasa el efecto de la anestesia”, dijo uno. “¿Qué tal se encuentra? ¿Nos escucha bien?”. Perfectamente, pensaba Pedro. Qué maravilla. Y les respondió un rotundo: “Dien cep erin cefein erfe”. Los dos especialistas entonces se miraron con un evidente gesto de preocupación. Pedro pensó, debe de ser la boca seca, la falta de saliva, y repitió: “Dien cep erin cefein erfe”. Entonces ya sí, dieron la voz de alarma a su equipo y ellos mismos empujaron de nuevo la camilla del incomprensible Pedro hacia la sala de operaciones.
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