El sendero empezó a empinarse y los tres caminantes tuvieron que dejar prácticamente de hablar para concentrar sus fuerzas en cada paso que daban. Sus botas crujían rompiendo la fina lámina de hielo que cubría el suelo. Y su respiración se había tornado fatigosa, especialmente para Daniel, mucho menos acostumbrado al ejercicio que sus dos acompañantes, Lucas y Reme. Minutos después, alcanzaron un repecho y Daniel propuso un descanso, “¿paramos aquí?”. Y se recogieron a cubierto del viento que ya congelaba sus enrojecidas mejillas. “¡Menuda ocurrencia quedar en lo alto de Monte Miras!”, exclamó Lucas,”…y añadió: “tío, se nota que has visto muchas películas…”. “Pues a mí me da que esta chica no va a venir a la cita…”, auguró Reme. Daniel miró hacia la cima. Todavía les quedaba un buen trecho. La visibilidad era parcial. Todo blanco de nieve y bruma alrededor. En cualquier otra jornada, desde allí ya se podían divisar vistas magníficas. Pero no aquel día. “Si ella no acude por el lado sur tal como está previsto, nos hacemos unas fotos, nos bajamos después tranquilamente y santas pascuas… ahora bien, como esté allí…”. Reme interrumpió: “…como esté allí, tú y yo saludamos, hola, hola, y nos volvemos por donde hemos venido, que ellos dos tendrán mucho que contarse”. Daniel no replicó nada. Estaba concentrado. Habían pasado diez años, diez, había llegado por fin aquel 27 de Marzo, y él había quedado a las doce en la cima de Monte Miras. Con Miriam.
Y su mente voló hacia aquellos lejanos tiempos, grabados segundo a segundo con tinta indeleble, y aterrizó directamente sobre la mañana que se despidieron, cuando él buscaba desesperadamente la fórmula que detuviera el tiempo para evitar la inminente separación. Sí, justo cuando Marquitos, el hermano pequeño de Miriam, lo abordó con la bici, muy contento el niño, y le anunció: “¿Sabes, Daniel? Nos vamos hoy…”. Vaya que si lo sabía. No pensaba en otra cosa. Puso cara de “je, je, qué bien”. Pero no le salió. Y aún anduvo, haciendo ceros y ochos, alrededor de las dos robustas mimosas que coronaban la entrada de la casa familiar de Miriam y esperando a que ella terminara sus quehaceres, ya que no le dejaban salir si antes no dejaba la casa reluciente. Finalmente, Miriam apareció radiante. Como en cada uno de los días precedentes de aquel mágico verano. Fueron los últimos minutos, los últimos, para hablar y escuchar, para lamentar juntos lo desgraciados que eran ambos en manos de unos padres muy controladores y poco comprensivos. Y juntos apuraron aquellos segundos para perderse y esconderse en la zona alta del parque, donde veían a los demás sin ser vistos. Y donde habían trazado un plan. Aquel plan. Tenían calculado el tiempo necesario para ser independientes. No sólo por la mayoría de edad, no. También económicamente. Para entonces, ella ya sería una buena actriz, formada en las mejores Academias. Él ya habría estudiado Audiovisuales y sería director de cine. “Nos veremos el 27 de Marzo, dentro de diez años”, se despidió Daniel. Ella lo tenía claro: “… en el refugio del Monte Miras. Apuntado queda”. Todo durante aquellos días les parecía tan terriblemente complicado, que emplazarse en aquel momento para una fecha tan lejana, les resultaba a los dos tremendamente fácil. Seguramente se dijeron más cosas, del estilo “espero que seas la actriz principal en mi mejor película y que te den el Goya por eso”, pero las palabras quedaron eclipsadas por un beso, aquel beso con el que cerraron aquella despedida.
“¡Eh, eh, vamos a movernos!”, pidió Lucas, “si no, llegaremos tarde, al paso que vamos”. Se arrebujaron todo lo bien que pudieron y reemprendieron pues la ascensión, por un terreno cada vez más escarpado. Entonces empezaron a llover pensamientos raros sobre Daniel. Y le entraron todas las neuras. Al fin y al cabo, qué había quedado de todos aquellos sueños. Dónde estaban, dónde. Si alguno quedaba, estaba torcido. A saber: No había estudiado Audiovisuales. No era económicamente independiente. Trabajaba en una oficina del Banco Imaginación recién absorbido por el Banco Práctico, donde compartía espacio con Lucas y Reme. Sabía que la supervivencia de la sucursal entera pendía ahora de un hilo. La realidad estaba siendo muy cruda con él ¿Era eso lo que le iba a ofrecer a Miriam, cuando llegara allá a la cumbre con el higadillo fuera y se la encontrara frente a frente? No, decididamente no. Tenía que tomar una decisión dura ya. Dolorosa. Con altura de miras.
“¡Venga, ánimo, que ya casi llegamos, que faltan cien metros, yujuuuuu!”, gritó Reme con júbilo. Fue cuando Daniel se paró en seco. Lívido. “¿Te encuentras mal?”. Él negó con la cabeza. “¿Pues qué te pasa?”. Transcurrieron unos segundos de aturdimiento. “Yo no sigo. Me vuelvo”. Lucas y Reme se miraron atónitos. “Y ahora, ¿qué le ha dado a éste?”. Intentaron disuadirle. En vano. “Que yo me voy hacia abajo. Ya ha durado mi broma demasiado. No existe Miriam. No existe. No quedé con nadie hace diez años. Exageré. En qué cabeza cabe que eso le pase a dos niños de trece años. En qué cabeza”.
Daniel se dio la vuelta. De momento, sintió vértigo. Y un nudo en la garganta. Lucas y Reme seguían allí plantados, resoplando, mientras Daniel daba cabizbajo unos pasos que le pesaban como si tuviera plomo en las botas. “Vamos, Lucas, que nosotros nos volvemos también”, indicó Reme. Daniel no les esperaba. Seguía andando, camino abajo. Y la humedad les calaba de forma importante.
Pero Lucas lo tenía ya claro: “Yo no bajo, Reme, yo voy a llegar a Monte Miras. Está ahí mismo. Yo le compro el sueño a Daniel... Se lo compro. A mí me hubiera gustado vivir una historia como la suya y no la tuve… Y yo voy a saber si Miriam ha subido desde el lado sur. Y si ha llegado, la voy a conocer. No se merece que no haya nadie allá arriba esperándola cuando ella alcance la cima. No, desde luego que no. Eso no le va a pasar…”. Reme no daba crédito: “Pero Lucas… ¿tú estás hablando en serio…?”. Lo vio asentir. Y tragar saliva. Reme ya entendía que sí, que no bromeaba. Y se sentía entre la espada y la pared: “Tú verás… ya eres mayorcito para saber lo que haces… “. Le dio una palmadita en el hombro a modo de “hasta luego”, y aceleró para alcanzar a Daniel, que ya se había alejado una buena distancia. Mascullaba: “desde luego, vaya par de raritos me han tocado como compañeros de oficina…”.
Ya solo, Lucas, retomó el último tramo, el más cercano al cielo. Apretó los dientes para que no le castañetearan del frío y pensó que por nada del mundo, por nada, tanto si llegaba a encontrarse con Miriam en Monte Miras como si no, se lo iba a contar a Daniel. Ni cuando lo viera este Lunes a las ocho en el Banco, ni nunca. Para que esa duda le reconcomiera siempre.
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