Pasadas las dos del mediodía, Benito (el tercero de la saga) se presentaba en la casa de sus abuelos, en la calle del Muro. Abuelo y abuela estaban encantados de recibir al nieto como ilustre invitado. Y sabiendo de sus gustos y preferencias, lo tenían todo a punto, encima de aquella mesa de mármol blanco, y le hacían sentarse, pidiéndole "por favor" que no se moviera. Ya estaban ellos para servirle de forma generosa y exagerada, uno tras otro, sus platos favoritos, torrijas de pan y azúcar incluidas, hasta que Benito Tercero se plantaba y decía: "no me cabe más".
Entonces, con su mochila a cuestas, se dirigía al despacho del abuelo, desplegaba su portátil y sus libretas, se encasquetaba los auriculares de la ipod, y se disponía a estudiar unas cuantas horas. Había descubierto que allí, en aquellos metros cuadrados sin cobertura, el tiempo cundía más y se concentraba mejor. El trasiego del fregado de platos y el sonido de la tele con la novela eran infinitamente mejores que la estrechez de su cuarto compartido en casa y los ladridos del perro del vecino. No había color. Cuando se acercaban las nueve de la noche, recogía los apuntes al tuntún, se estiraba y se desentumecía. Encontraba a sus abuelos en la sala de cara a la tele, y les decía, "...me voy ya. Mañana también vengo". Ellos, a dúo, lo acompañaban hasta la puerta, "Aquí estaremos".
Aquel despacho olía a libro y madera antigua. Era estrecho y largo. A ambos lados, estanterías abarrotadas forraban las paredes hasta el techo. Desorden controlado. Benito Tercero era persona de distracción fácil y mente voladiza. Y al chocar de frente con el tercer párrafo, que no le entraba, su mente rebotaba hacia arriba y se encontraba con la colección completa de Blasco Ibáñez, en aquella edición tan antigua, y de lujo. Y con la de Pearls S Buck. Y la de Dickens. Y la de Pérez Galdós. Y así, hasta donde la vista se perdía.
También, arriba del todo, estaban aquellas carpetas descoloridas, clasificadas por años. Aquellas carpetas azules que le llamaban poderosamente la atención, en lo alto de lo alto, del último estante. Apuntes del abuelo, de Benito Primero. Qué fuerte, pensaba Benito Tercero. Cuántas historias allí guardadas. Pero el temor a ser descubierto le retenían. El abuelo, llamando previamente a la puerta, solía aparecer a media tarde para ofrecerle una horchata, un café con leche, unas rosquilletas o cualquier cosa.
Y una tarde la curiosidad le pudo. Benito Tercero se encaramó a la silla, y con el brazo estirado alcanzó la carpeta de 1963. Qué pasada. Cuartillas amarillentas. Letra pulcra e inmaculada. En aquellos textos se concentraba la esencia de los libros que el abuelo había leído. Los mejores párrafos, analizados y comentados. Justo cuando ya se disponía a cerrar la vieja carpeta, dio con una hoja, "OBJETIVOS INMEDIATOS...", pero qué era aquello, leyó interesadísimo: "Adquirir la casa de la calle del Muro". ¡Ostras! El abuelo había conseguido lo que se había propuesto. Benito Tercero se rindió a la lectura de los detalles. El cómo. El a quién. Todo, todo, estaba allí escrito con aquella caligrafía impecable.
Al día siguiente empezó a mirar a su abuelo de otra manera. Comió a toda velocidad, "hoy tengo mucho que repasar", y fue raudo al despacho. Cuando estuvo muy seguro de no ser escuchado, se estiró de nuevo hacia lo alto de la estantería y se hizo con la carpeta de 1964. Más apuntes, nuevos comentarios... y ¡ahí estaban! "OBJETIVOS DEL 64..."... "Abrir una librería en la calle Mayor". El asombro de Benito Tercero iba en aumento... este abuelo suyo era la leche: quiso ser librero y fue librero. Reabrió nuevas carpetas y fue comprobando evidencia tras evidencia que todos y cada uno de los propósitos que el abuelo se había ido trazando en la vida se habían cumplido escrupulosamente... ¿cabía mayor triunfo en la vida? ¡Si hasta la llegada de Benito Segundo, su padre, había sido algo perfectamente previsto y organizado! Benito, el tercero de la saga, se llevaba las manos a la frente, Madre mía, pero qué injusto había sido toda la vida con el abuelo, y con qué inmerecida indiferencia lo había tratado.
Era ya noche cerrada en la casa de la calle del Muro. La abuela entró en el despacho, donde Benito Primero, enfundado en su batín, escribía bajo la luz del flexo con su letra perfecta. "¿No vienes a dormir, Benito?". "Dos minutos, María...". "...pero ¿se puede saber qué estás haciendo a estas horas?". Benito guardó la cuartilla vieja con tinta nueva en la carpeta de 1970. Se quitó las gafas, dejando al descubierto sus profundas ojeras, y con una sonrisa respondió, "estoy anticipando el futuro que tuvimos".
Muy interesante. No lo dejes.
ResponderEliminarvale, lo reconozco, este me ha gustado, pero hay algunos que..., lo puedes hacer mejor.
ResponderEliminar