I
Cuando escucho un “chissssss” como éste, tengo por
norma no girarme. Estoy escarmentado. Si vuelvo la cabeza, puedo encontrarme con
un “¡chisssspea pero no gotea!”, seguido de una risotada. O puede que sea a otro a quien llaman. Así que, ahora mismo,
yo, como si oyera llover. “¡Chissss, chisss!”. Como si estuviera sordo. “¡Chisssss,
chissss, chissss, chissss!”. Bueno. Vale. Tendrá que ser a mí. Me paro. Me
giro. Quién es. No veo a nadie. Eso es lo que me temía. Lo que me supera. Lo
que más rabia me da. Sólo hay una pared pintarrajeada. Para qué, para qué me
habré girado. Brrrrrr, reemprendo mi marcha. “¡Chiiiiiissssssss!”. Ahora lo he escuchado
en mi misma oreja. “….eh, eh, sí, que es a ti, párate un momento, por favor”.
Me vuelvo a detener. Arriba, abajo, derecha, izquierda. No hay nadie. “…es que me
oyes pero no me ves”. Ostras, pero esto qué es. “…atiéndeme unos segundos,
tengo un mensaje para ti”. Contengo la respiración. El susto me paraliza. Qué
broma es ésta. Escucho. “…ahora, cuando salgas a la plaza, verás que ya han
montado el puestecito de buñuelos”. Avanzo con tembleque, doy unos pasos. Entro
en la plaza del Ayuntamiento. A la derecha, efectivamente, bajo una sombrilla,
un mostrador, una vasija con pasta, un enorme caldero con aceite hirviendo. Y
una chica regordeta con el delantal en la pechera dibuja con su mano y
distribuye anillos que flotan, se fríen
y crecen para convertirse en buñuelos consistentes. Me quedo hipnotizado. Hasta
mí llega el olor de la dulce fritura. Mmmmm. “…pues bien: voy a hacerte una
revelación”. Es otra vez la “voz del chissss”. Otra vez me asusto. Ya no me
acordaba de ella. Me anuncia solemnemente que: “…Úrsula, la buñolera, no sabe
cómo y no sabe cuándo, preparará, preparará…”. Aquí se calla. Qué es lo que preparará.
Ya ha conseguido intrigarme. “… ¡preparará EL BUÑUELO DEL SIGLO!”. La voz desaparece dejando un pitido en mis
oídos. Me quedo aturdido. Bastantes minutos. La mujer, que efectivamente se
llama Úrsula, me pregunta entonces: “Niño… ¿te pasa algo?”. “No, no”. Doy un
paso al frente. “Una docena, por favor”. Ella se ha limpiado las manos, y con
destreza, zas, zas, los ha puesto en una bolsa de papel. Después los ha regado
generosamente con azúcar, los ha metido en una bolsa y me los ha tendido. Y
ahora aquí me tienes a mí, que siempre he sido más de churros, con una docena
de buñuelos. Camino de casa. A ver qué cuento les cuento cuando me vean llegar
tan cargado.
II
“Sigue la voz de tu interior”, es lo que yo me
digo siempre. Y esta vez, no ha podido ser más clara. El buñuelo del siglo. Qué
será eso. Será mágico. Será milagroso. Potenciará el intelecto. Potenciará a
secas. Hoy, cuando todo el mundo duerme, me he levantado y he salido corriendo
hacia la plaza. Ahí está Úrsula. Ahí tiene los primeros buñuelos. Calentitos. “Ponme
una docena, por favor”, le he pedido. Me he rascado el bolsillo. Luego he
vuelto a casa. Por poco ruido que he pretendido hacer, me han pillado al entrar
en la cocina. “¡Qué bien, Cefe! ¡Nos has traído buñuelos!”. Eh, eh, que no se
equivoquen. Que son todos para mí solo. El del siglo puede estar metidito ahí,
en la bolsa que me he traído.
III
Ufffff. Ufffff. Ayyyyy. Ayyyy. Menudo atracón.
Estoy que no me puedo mover. Estoy que me retortijo. Estoy muy malito. Y aún me
queda un buñuelo en la bolsa. Ése podría ser el que tanto busco. Tengo que ir a
por él. Venga, va, voy a hacer un esfuerzo. A la de una, a la de dos, a la de…
GOOOOOPPPP.
IV
En casa me preguntan que qué me ha dado. Buñuelos
para desayunar. A media mañana. Para comer. De merienda. Para cenar. Que mire
cómo me estoy poniendo. Fondón y seboso. Con lo chupadito que yo era. Sí. La
ropa ya no me viene. Que registrara la cartera de mi padre para coger dinero
con el que ir a comprar una docena disparó las alarmas. Castigado y sin salir. Y
lo peor de lo peor: Sin buñuelos. Qué te pasa, Ceferino. Yo, no contesto. Entre las paredes de mi
cuarto, surgen unas cuantas reflexiones: Por qué no contesto. Porque no me van
a entender. Y si me entienden, porque van a querer ser ellos los que se quieran
comer el buñuelo fantástico. Y eso sí que no… que yo ya llevo más de doscientos
digeridos y sería una faena que vinieran ellos a última hora y se lo comieran
de un bocado. Aunque se trate de mis padres. Ufff. Eso sería una faena.
V
Más reflexiones. Ella me conoce ya y me suele
poner alguno de propina. Pero Úrsula no buñuelea para mí solo. Otros llegan,
antes o después que yo, piden, y se van. ¿Y si les toca el campeón a ellos?
Cuando pienso que eso puede pasar, me pongo peor que malo. Tengo que plantearle
seriamente a la buñolera: “Úrsula, tú, en adelante fríeme buñuelos a mí solo”.
VI
“A mis padres, no, pero a ti te lo puedo contar,
Monti”. Uno tiene que saber en quién confiar y cuándo. Monti, mi amigo, escucha. Se le abren los ojos como platos. Me
mira un poco raro. Luego espero sus reacciones. Él no dice nada. No decir nada
también es una reacción.
VII
Antes de que me digan “tú no vas a ningún sitio”,
he salido pitando. Corriendo, aunque me fatigo pronto, he salido a la plaza.
Hacia el puestecito de Úrsula. Cuando he llegado, he visto que tiene la
palangana vacía. Sin pasta. El fuego apagado. Está recogiendo la paleta con la
que remueve los buñuelos. “…es que ha venido un amigo tuyo… uno pequeñín,
rubio, con gafas…”. “¿Monti?”. “¡Sí, Monti! Pues ese chico me los encargó ayer
y se los ha llevado todos…”. Ella nota mi cara de estupor. “Lo siento, Cefe”.
Miro a la buñolera con resentimiento. Regreso con las manos en los bolsillos. Con
las manos vacías. Con malos pensamientos. Que le peguen como un tiro los
buñuelos a mi examigo Monti.
VIII
…esta mañana, la cola llega hasta el Banco. Pero
qué rabia me da llegar y tener que preguntar quién es el último. A todos les ha
dado por querer buñuelos. Todos quieren muchos. Y todos aguardan pacientemente
a que las manos regordetas de la buñolera recojan con la paleta los buñelos
bien frititos. Es porque todos esperan que les toque el campeón. Es por eso, aunque nadie lo
reconozca. Ahora en casa ya no me toman por loco. A mí me da que a la vocecilla
que me dio el soplo, antes de quedarse afónica, se le ha ido la lengua y le ha
contado a alguno más que un día de éstos, no se sabe cuándo, Úrsula preparará el
mejor buñuelo del mundo mundial, el buñuelo del Siglo.
IX
En ocasiones, veo buñuelos. Los cuatro que lleva
ese coche, por ejemplo, son 235/60/R17.
X
Mecagüen la mar. Escrito en un papel pringado de
aceite, lo pone bien clarito. A euro el buñuelo. Úrsula los ha subido de
precio. Eso pica. Quiere aprovechar el tirón mediático. Y encima, los hace más
menuditos, más compactos. Con más aire y menos calabaza. Se creerá que no me
doy cuenta. Llega mi turno. ¿A mí, que soy tu cliente más fiel, también,
también? Sí, también. Hasta el último céntimo. ¡Ay, ay, Úrsula, qué ganas tengo
de que me des el buñuelo total para perderte de vista!
XI
Camino de los buñuelos, he pasado por la
administración de loterías. “Hoy te puede tocar a ti”. A ver si es verdad. Que
años llevo persiguiendo a mi suerte. Pero al salir a la plaza, tumulto,
bullicio: Cuatro autobuses descargan por sus dos puertas a una caterva de
turistas japoneses. Con sus ojos rasgados y sus cámaras réflex colgadas al
cuello. Clic. Clic. Primeros planos. Clic. Clic. Grandes angulares. Patata,
patata. Fotos por aquí, fotos por allá. Montonera en torno al puestecito de
Úrsula. “Dos docenas, pol favol”. Me
engulle la marabunta. Intento aproximarme. Abrime paso. A empujones. Imposible.
Úrsula hoy ni me ve. Reculo. Cuando me retiro, en la cristalera de los
autobuses, leo claramente: “Excursión al Buñuelo del Siglo”.
XII
Tenía que pasar. Han crecido como setas las
buñolerías en este pueblo. Establecimientos pulcros, limpios, luminosos. Uno
cada veinte metros. Todos prometen que tienen el Buñuelo del Siglo. A mí esto
me va bien. Porque los turistas se reparten y se despistan. Y yo sé de qué
freidora saldrá el verdadero buñuelo, cuando salga. Cuando vengo a recoger mi
docenita, encuentro a Úrsula amargada. Me explica que claro que lo ha notado.
Que sus ventas se han resentido. Que ha tenido que despedir a la ayudante que
le preparaba la pasta. Y que, en cambio, los impuestos se llevan un mordisco
cada vez más grande… Es la primera vez
que la veo fuera de su mostrador, asomándose a la esquina, y maldiciendo
cuando un grupo de guiris pide buñuelos en un puestecito que no es el suyo.
XIII
Yo no pregunto. Hoy no estaba Úrsula. Estaba su
hija. La joven me ha dicho: “mi madre se ha jubilado… sigo yo con esto hasta
que salga algo mejor…”. Entonces he dudado. La vocecilla de la revelación dijo
claramente que: “Úrsula, la buñolera, no sabe cómo, no sabe cuándo, preparará
el buñuelo del siglo”. Simplemente le he preguntado: “Y tú… ¿cómo te llamas?”. “Igual
que mi madre, señor Ceferino, que ya le vale, igual que mi madre”. Entonces sí,
le he pedido una docena y media. La media, porque creo que esta vez sí que va
de buenas.
XIV
Me rindo. No mastico ni un puñetero buñuelo más.
Ni uno. Según avanzo apoyado en mi andador para salir a la plaza, estoy seguro
de la decisión que acabo de tomar. Es que ya está bien. Menuda tomadura de
pelo. Cien años, cien, que se dice pronto, viniendo a comer buñuelos, casi
todos los días, esperando al buñuelo del siglo. Diez décadas. Que ya tengo el
estómago hecho polvo. Que voy por los ciento cuarenta y cuatro kilos. Que mis maltrechas rodillas no pueden con
tanto peso. Sí: Ya está bien. Hasta aquí. “Chisssss”. ¡JA! “Chissss, chisssss”.
JA, JA y JA. Ahora viene la vocecilla de las narices. Desde que se me apareció
cuando era niño no la había vuelto a escuchar. Y ahora, que soy el más viejo de
Mediavilla con mucha diferencia, ahí la tengo otra vez, clavadita en mi
tímpano. “¡Chisss, chisssss, chisssss, chissss!”. Que no, vocecilla que no. Que
no me paro. Que no te quiero escuchar. Que ya no te creo. Que, más claro no puedo decirlo: que te vayas a
tomar por saco. Y cuéntale el cuento del buñuelo del siglo a otro pringado, que
yo ya no trago.
Metáfora de alguien que viene toda la vida buscando algo afanosamente sin haberse dado cuenta de que eso que buscaba hace ya mucho que lo había encontrado.
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