I
No, si esto ya lo sabía yo. Lo que no sé es por
qué he venido. Seremos ciento y la madre los que estamos haciendo fila en la recepción
de este hotel. “Pruebas de admisión Corporación VEINTE VEINTE en el Salón
Alegría”. Y por la puerta giratoria no paran de venir más. Llegan, se acercan a
algún conocido que “les estaba guardando sitio” y aprietan la cola. Yo, que ya
estaba aquí a las cinco de la mañana, tengo por lo menos sesenta delante. Ahora
me va el corazón a mil. Se me seca la boca. Y tengo la mente en blanco. Creía
que me había preparado bien. Pero al lado de ese grupito que me precede ya veo
que soy una “eme”. Entre ellos lo mismo hablan en inglés, que sueltan alguna en
alemán, y con qué acento. Cuando los entrevisten, no hace falta que sigan más.
Sólo hay cuatro plazas. Aquí no pinto nada. No tengo nada que hacer. Ya se
abren las puertas. Aparecen detrás dos tíos entrajetados. Murmullo en alza. “¡NO
ME EMPUJÉIS, JODER, NO ME EMPUJÉIS!”, grito. Me aprisionan. Me estrujan. Me
asfixian. Todos hacia dentro. No tenía que haber venido.
II
Por fin me da el aire fresco de la calle. Mira que
lo sabía. Tantas horas ahí metido para nada. ¿Eso? ¡Eso era un paripé! Es más
fácil que entre en ese kiosko de loterías, haga una primitiva de una apuesta y
las acierte todas; es más fácil eso que que me llamen. Vago sin rumbo por el
margen del viejo cauce. Y ahora qué. Ahora por dónde. Yo necesitaba esa
oposición. Meses y meses preparándola. Qué mal. Qué mal. Qué mal. “Disculpa,
muchachito, ¿tienes un minuto?”. ¿Eh? ¿Qué? ¿Quién es este abuelete? Niego con
la cabeza. “…tengo prisa”. Voy a abrirme paso. No estoy para dar limosnitas. Ni
para escuchar rollos. Ni para comprar pañuelos. Aprieto el paso, para quitármelo
de encima. Una, dos, tres bocacalles, hacia la parada del metro de la Gran Vía.
Maldigo mi mala suerte. Le doy un patadón a una lata de cerveza y la pongo en
órbita. No sirvo para nada. Qué voy a hacer. Qué. “….Ejem… y ahora que ya nos
hemos cruzado media Mardebé… ¿tienes un minuto?”. JOD… QUÉ SUSTO. Sí, es él. El
mismo. Venía tras de mí, pegadito a mí. Se tensan las venas de mi cuello cuando
me sube la ira. Me reboto, voy a decirle que me deje en paz, que se vaya a la
porra. Voy a… mmmmm…. Bueno, la verdad es que no parece mal tipo. A lo mejor me
quiere vender un crecepelo, a mí, a mí que soy tan peludo. A lo mejor… Convengo: “Si es sólo un minuto, vale. Pongo
el cronómetro en marcha”. El anciano sonríe. Agradecido. No recuerdo que nadie
nunca me haya sonreído así, de esa manera.
III
La pulsera es bonita. Pero, desde luego, esa
historia que me ha contado… je, je, no hay quien se la trague. Le he intentado
dar tres euros por ella, de los veinte que me quedan. Pero no ha querido. Es
más: Se ha puesto terco y se ha ofendido. Ahora es muy de noche. Ya debería
estar en casa. Estarán mis padres de los nervios, a punto de llamar a la
policía. Y yo, aquí, sentado, en el jardín central de la Gran Vía. Mirando cómo
queda en mi muñeca una pulsera que me ha regalado un tipo raro que negaba
rotundo y convencido: “… no, no, esto no es una pulsera…”. ¿Ah, no?
¿Entonces? “…es un equilibrador del carácter…”. ¿Equili qué? Eso me ha hecho
gracia: “¡Desde luego, lo que hay que hacer y contar para vender abalorios!”. Él
insistía: “…es como un pulidor de ese diamante en bruto que es tu manera de ser…”.
Sí, el viejete sobreactuaba. Yo le he dicho con sorna: “¿Y qué más? ¿Y por qué,
si es tan buena no la sigues llevando tú?”. Ha resoplado. “Es obvio que mi tiempo
se agota…”. “Y, vamos a ver… ¿por qué precisamente
me la quieres pasar a mí y no a otro?”. Me ha enredado diciendo que llevaba un
tiempo observándome. Glup. Y yo a la mía, sin enterarme. “…por tus cualidades,
puedes sacarle mucho, mucho provecho si la llevas”. Se la ha quitado. Y me la
ha ofrecido. La he cogido, con cuidado, entre mis dedos. ”…Oye, ¿no llevará un
chip de esos para determinar la posición de quien la lleva, como las de los
presos?”. Él ha fruncido el rostro, significando que se le estaba agotando la
paciencia. Ha sacado un tono amenazante: “Bueno, dime ya: ¿Te la vas a probar o
no?”. Es cuando me la he puesto. Y he comprobado que me gusta, que me viene que
ni pintada. Él ha dicho entonces:“…estaba ya a punto de arrepentirme, de darte un par de guantazos
bien dados y de irme por donde he venido”. He tragado saliva. El abuelete, que con
su pulsera me recordaba al Dr Jekyll, ahora sin ella me parecía el mismísimo
Mr Hyde. Se ha ido despidiéndose con un gesto. “Verás cómo lo notas a partir de
ya mismo”. Y aquí estoy yo. Sentado. Sin ninguna prisa. En una noche magnífica.
Con una luna preciosa en todo lo alto que parece una tajada de melón. Para
comérsela. Y… y, sí, sí: la pulsera es
bonita.
IV
Recibí una carta certificada. Agradecían mi
participación en las pruebas de selección y me comunicaban que me tendrían en
cuenta en próximas convocatorias. Pensaba que me lo tomaría a la tremenda. Pero
no. Qué va. El mundo no se acaba. Ni las oportunidades tampoco.
V
Sin darnos cuenta hemos venido a parar por los
jardines que custodian el río. Cada vez hemos bajado más y más el volumen de
nuestra voz. Ahora, de nuestros labios, sale apenas un susurro. Y para poder
escucharnos tenemos que acercar mucho nuestras caras. Estela me está contando
que, tres meses atrás, yo le parecía un tío tedioso e insufrible. Lo era. Que
no se lo explica, pero que sin embargo, ahora me mira y se admira de lo bien he
madurado, del equilibrio que le aporto. Lo siguiente, lo siguiente es un
estremecimiento. Y un beso. Con los ojos cerrados, cuento el tiempo que viene
la pulsera conmigo. Uno, dos, tres meses. No tendrá que ver. Seguro que no.
VI
Seamos objetivos. Aquel viejo que me abordó a la
salida de aquella oposición no era un genio de la lámpara que paseaba por el
paseo de la ribera. La pulsera tampoco es mágica. Yo sigo teniendo un montón de
problemas. Sí, seamos objetivos. Me va mejor. Es una cuestión de actitud. Positiva.
Antes no la tenía. Reflexiva. Proactiva. Mientras, me ajusto la pulsera a la
muñeca y acerco la vista a la vitrina de esta joyería, tanto, que empaño el
cristal. Trato de imaginarme cómo sería ese diamante que
emite esos destellos, antes de ser tallado, cuando era bruto. El dependiente se me acerca. “…buen gusto… y menos caro
de lo que imagina… un regalo magnífico ¿quiere que se lo enseñe?”. Mejor no
hacerle perder el tiempo. Le doy las gracias. Tiempo atrás, el mismo
dependiente, habría venido con malas pulgas pidiéndome que me apartara de ahí y
que no le pringara el cristal. Seamos objetivos.
VII
Estela y yo hemos quedado en la cafetería K-feína a
las siete. Pasan veinte minutos. No tiene ninguna importancia. Recojo el
periódico de la mesa de al lado. En portada, destaca un titular a toda página. DESTRONADO.
Me fijo un poco más. Al campeón le retiran su título porque encuentran rastros de pimpanolona
en su orina, un elementos muy dopante no detectable mediante analíticas
convencionales. La verdad, me impacta. “¡Hola, Mauri!”. Es ella. Ya está aquí. “¿Has
visto ése? Tiene todo mi desprecio… por tramposo”. Me descentro. Apenas la escucho
cuando me explica el porqué de su retraso. ¿Seré yo también un tramposo? ¿Será
la pulsera mi sustancia dopante no detectable mediante analíticas
convencionales?
VIII
Entro en un debate interno sin principio ni fin. A
veces, me justifico. El taxista que me lleva a la estación lleva gafas. Normal.
Será miope. Y sin ellas no vería ni torta. Y no pasa absolutamente nada porque
esos cristales corrijan su vista. Mmmmm. Esa mujer, la que cruza ahora, sí, con
esa naricita respingona y esas fosas nasales levantadas; seguro estoy que ha
pasado por la sierra de un cirujano plástico. Y, por supuesto, tampoco pasa
nada. Mmmmm. Miro la pulsera en mi muñeca. Y murmuro: “…espero que esto sea lo
mismo”.
IX
Sí. Sí. Sí. Ha llegado el momento de dar un paso
más en nuestra relación. Viviremos juntos. Vamos de la mano por nuestra ruta
preferida. Estela repara en la pulsera. “…Mauri, cariño, siempre la llevas
puesta… y es tan… tan vintage… a mí me hubiera gustado mucho tener una como ésa…
me la tienes que dejar algún día…”. Empalidezco, aunque no se me nota mucho. “Sí,
je, je…”, le digo con la boca pequeña: “…algún día”.
X
Buen momento he escogido. Las lluvias hicieron
crecer el caudal del río. Y una gran corriente de agua baja con fuerza buscando
el mar. Lo he meditado. Mucho. Y mi conclusión es que quiero ser de nuevo yo
por mí mismo, no por lo que determine mi pulsera. Me la quito. El sol ha dejado
la marca en mi muñeca. Me asomo por la barandilla del puente. Qué vértigo. Durante
unos segundos la retengo entre mis dedos. Luego, abro la mano y… cae. En medio
de un remolino. En un segundo, se hunde y desaparece. Respiro hondo. Ya lo he
hecho. Ya la he cagado. Mierda. Esto ya lo sabía yo. Lo que no sé es por qué he
venido. Por qué la he tenido que tirar. Y ahora qué. Y ahora cómo. Qué mal. Qué
mal. Qué mal.
Doscientas historias ya. 200. Pero mucho más que con el "cuántas", me quedo con el "cómo". Cómo están siendo escritas. Con motivación, ilusión e imaginación. Y me quedo también con el "dónde". Dónde han llegado. Poco habrá tan satisfactorio como el que alguna Ocurrencia haya calado en el espíritu crítico y exigente de quienes aquí se asoman. Tengo mucho que agradecer a los que apretáis al clic para darle una, dos, diez... doscientas oportunidades a este LIBRO DE LAS OCURRENCIAS.
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