martes, 9 de marzo de 2010

A SOLAS

Aquella noche, después de cenar, Andrés se dispuso a bajar la basura. Con sudadera y zapatillas de ir por casa, salió al rellano de su casa. Luego en el ascensor, como hacía casi siempre, se encaró con el espejo e hizo para sí mismo un poco el zángano. Aspavientos, gestos, posturitas, pantomimas y su especialidad: mover los ojos como chiribitas. Vivir en el ático de un edificio alto ofrecía eso: tiempo para el espectáculo mientras el elevador descontaba pisos de arriba abajo.

Pero aquel viaje hizo escala en el sexto, y ahí se interrumpió el “show de Mr Bean”. Apareció Elena, la de la puerta 23, que ya esperaba con impaciencia. Ninguno de los dos disimuló el desagrado que les producía encontrarse frente a frente. Ella se abrió paso sin saludar siquiera, “aquí está el plasta éste”, debió pensar. Y él agachó la cabeza, mirándose los pies para no ver de ella ni siquiera su reflejo, “menuda elementa”. Con la respiración por ambos contenida, los dos desearon que aquel receptáculo bajara lo más deprisa posible.

Entonces sucedió. Se hizo el apagón más absoluto. Y el ascensor, en medio de un gran chasquido, se quedó bloqueado. Elena ahogó un grito. Andrés se resintió de las rodillas y dejó escapar un taco, coño, y luego otro, joder. Estaban en la más absoluta oscuridad. Por nada del mundo, por nada, ninguno mostraría al otro el más leve indicio del pánico que les desbordaba. Eso sería lo último. Ella abrió la tapa de su móvil. La tenue luz de la pantalla les alumbró unos segundos. “Mierda, no hay cobertura”.

Lo que vino a continuación fue una larga lluvia atronadora de decibelios. Aporrearon a dúo la puerta de inoxidable de su nueva cárcel. Fundieron el botón amarillo de la alarma. ¡¡¡¡RIIIIIIIIINNNNNGGG!!!. Gritaron al unísono. ¡ESTAMOS AQUÍ ENCERRADOS! ¿ALGUIEN NOS OYEEEE? Segundos para recuperar el resuello. Privados de la vista: allí dentro no se veía ni torta, los otros cuatro sentidos se agudizaban. El olfato, “vaya peste que tira la mierda de basura esa que llevas”; el oído, “aquí no nos oye ni el tato”; el gusto, “¿quieres un chicle?” y el tacto, “como se me arrime, le doy en los huevos”.

A solas a la fuerza, fueron cayendo los minutos. Y las palabras. “Después de esto, pienso estar una larga temporada subiendo por las escaleras”. “Algo gordo ha tenido que pasar…”, murmuró él, “se habrá ido la luz en todo el barrio…”. “Le dije que si a las once y media yo no llegaba, que hiciera marcha…”, suspiró ella, “habrá pensado que lo dejamos estar”. Y es que pasaban ya unos minutos de las doce. Tema serio. Mejor intentamos sentarnos, esto puede ir para largo. Más vale resignación que pataleo. “Puede que mañana sea mi último día de trabajo…”, confesó entonces él. Poco a poco, empezaron a fluir sus historias. “Yo hubiera querido…”, “Una vez, yo tenía previsto…”. Casi la una en el reloj. Y de nuevo el silencio. Andrés notó que Elena estaba a punto de romper a llorar. Entonces le pidió a ella el móvil, “para qué, si no tiene línea”. Insistió. Abrió la tapa de la carcasa, se iluminó el rostro levemente y le dedicó su careto más imposible. Ése que tenía muy ensayado y nadie había visto antes jamás. Ella no pudo reprimir una carcajada. Se descuajaringó. “Pensaba que eras un tío capullo, y resulta que eres muy majo”, le dijo con franqueza. Andrés no encajó este cumplido demasiado bien, pero estaba todo tan oscuro, que claro, ella no lo vio.

Cuando ya las vejigas demandaban con insistencia un alivio, y ambos caían medio aletargados en un ambiente cargado, de repente volvió la luz. Los fluorescentes parpadearon y cegaron en los primeros instantes sus pupilas. Por fin. Ya era hora. Al instante, la doble puerta del ascensor se abrió mansamente y dejó entrar una bocanada de aire nuevo. Era la liberación. Con los músculos entumecidos dieron un paso y salieron aturdidos de su encierro. En el patio había algunos vecinos blandiendo linternas de leds en sus manos, que se sorprendían y compadecían al verlos. “Ah, pero… ¿estabais ahí?”. Sí, estaban ahí, provistos de una gran dignidad y un enorme cansancio, Andrés con la bolsa de basura pegada en la mano; Elena con el móvil que recuperaba la cobertura y empezaba a disparar los mensajes pendientes y las llamadas perdidas. Se fundieron en un mar de explicaciones, y dedicaron un sinfín de lindezas a la compañía eléctrica.

Poco después, ya en la calle, frente a los abarrotados contenedores entre los coches aparcados y bajo la luminaria que recobraba su intensidad normal, Andrés y Elena fueron a despedirse. Sólo les salió un gesto. Porque para entonces, ella ya había advertido que él desprendía de nuevo un inconfundible tufo a plasta total y él en parecidos términos, veía claramente a la elementa que tenía al lado.

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