domingo, 21 de febrero de 2010

EL OGRO DE LAS MATEMÁTICAS



En el aula reinaba el silencio. Tres alumnos en cada fila de diez asientos. Todos estaban absortos leyendo ya las preguntas del examen. Desde la tarima, José Ramón, profesor titular en Matemáticas, después de haber realizado las pertinentes puntualizaciones, se disponía a tomar asiento. "Disculpen", dijo, "¿quién es Ester Ramírez?". Todos levantaron la cabeza, buscando a la aludida. Desde el fondo, a la derecha, una chica menuda levantó tímidamente la mano, "yo", con evidentes signos de inquietud. "Gracias", le dijo, "puedes proseguir". A partir de entonces sólo se escuchó el ruido de los bolígrafos escribiendo, tachando y reescribiendo otra vez, conjuntamente con las toses secas y los pañuelos en las narices, típicas de la época de los catarros. José Ramón se refugió detrás de las páginas del periódico, aunque en realidad tenía el radar en guardia. Un golpe de vista le había bastado para intuir quién sí y quíén no venía preparado. Quién no levantaba la cabeza del papel y quién esperaba leer en el gotelé de las paredes las fórmulas milagrosas para plantear los problemas. Confiaba, eso sí, en no tener que sorprender a nadie in fraganti para no verse obligado a tomar ninguna acción drástica. "Es clavadita a su madre, clavadita", pensó sujetando su cabeza barbuda entre las manos.


Y se acordó de aquella visita inesperada, días atrás. A él no le cundían ni las mañanas ni las horas centrales, su actividad era tan frenética, que nunca podía actualizar todo el trabajo pendiente. Así que, cuando casi todo el mundo se marchaba y el Departamento quedaba casi vacío y a medio gas, José Ramón se enclaustraba para sentarse frente a la pantalla del ordenador y entonces daba lo mejor de sí mismo. En ésas estaba aquella tarde, cuando llamaron a la puerta de su despacho, profesor titular Don Jose Ramón Camacho, y se asomó Bea, preguntando por él. ¡Dios, casi se cae de la silla!


Le pilló fuera de juego. En otra órbita. Y tuvo que realizar un aterrizaje forzoso para regresar al mundanal ruido, el de los papeles y librotes desparramados por la mesa. Ella estaba allí después de tanto tiempo. Qué sorpresa. Se cruzaron algunas frases cortas. Tenías que haberme llamado. Sólo serán dos minutos. Cómo estás. Te veo en forma. Parece que fue ayer cuando...Ambos obviaron los cuatro pelos que cubrían la azotea de Jose Ramón o las perceptibles arrugas en la expresión de Bea bien cubiertas por el maquillaje.


Y fue cuando ella le expuso el motivo de su visita. Le habló de su hija, "estudia en esta Facultad", "tuvo muy claro desde el principio lo que quería hacer". Él escuchaba atentamente. "El caso es que ella está traumatizada con las Matemáticas. En el primer examen, cuatro aprobados en total, y la máxima nota un 5,6...". A José Ramón se le encendieron las alarmas. Se estiraba los pelos del bigote hasta casi arrancarlos. "Me dijo el otro día, mamá: este profesor es un ogro". Él cogió un listado. Cómo se llama. Efectivamente, era alumna suya, del grupo 1A. "Y cuando me comentó que el profesor se llama Jose Ramón Camacho, yo me dije: IM-PO-SI-BLE. El Jose Ramón que yo conozco es el rey de la paciencia, y un maestro de maestros" "Bea", le explicó, "de cuando estudiábamos nosotros a esta parte, el nivel de los alumnos ha bajado enormemente...". Él suspiró. "Ester no sabe que te conozco", aclaró Bea, "y mucho menos que he venido...". Aún hablaron de todo un poco durante unos minutos. Pero pasaron muy rápido. Ella dejó como testimonio de su visita la fragancia de su perfume, que perduró en el ambiente del despacho muchos minutos. Él ya no fue capaz de concentrarse de nuevo aquella tarde. A lo mejor era porque, sin querer reconocerlo, seguía con una herida abierta.


Volvió de su ensimismamiento a la realidad del aula el día del examen. Tres horas frente a la misma página del periódico, "Las caras de la noticia", evidenciaban que Jose Ramón casi casi se había "teletransportado". Se levantó, "Señores, el tiempo ha terminado. Vayan entregando, por favor". Murmullos in crescendo, bolis encima de la mesa, ajuste de folios, alumnos en pie y casi en fila, resoplando, con la cabeza fundida rumbo a la mesa de la tarima. Cuando José Ramón tuvo enfrente a Ester, pensó en decirle, "recuerdos a tu madre", o mejor, "saludos a tu madre". Un golpe de vista con sus lentes para vista cansada le sirvieron para comprobar la magnífica presentación y la pulcra letra de la estudiante. José Ramón dio un vistazo también al resto de los folios. Estaban perfectos. Ester se había quedado parada, esperando un comentario del profesor. Éste carraspeó. Ahora su madre pensaría que su visita había surtido efecto... pero este examen estaba de libro. Alumna y profesor se miraron. Él ya había visto muchas veces una mirada como la de Ester. Años atrás. No se atrevió a decir nada, no le envió ni recuerdos ni saludos para nadie, lo dejó en una simple mueca y siguió recogiendo exámenes.

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