domingo, 23 de mayo de 2010

NOS VEMOS EN SIRAIÑE

VICKY

“A ver si lo entiendo: Resulta que hace meses te estoy pidiendo un fin de semana. Nos escapamos aquí o allá, aparcas un poco el trabajo, y nos perdemos. Pero contigo no hay manera. Éste no puedo. El próximo tampoco. Nunca, nunca te viene bien. Y cuando al fin fijamos una fecha, me preguntas con tu voz inocente, ¿pueden venir Rafael y Consuelo? Bueno, venga, pase, sacaré dos entradas más. El tema es salir, desconectar y poder salir hoy, que era ese gran día. Para evitar imprevistos, yo quería que nos hubiésemos ido esta mañana temprano y lo tenía todo a punto. Pero mira tú por dónde, ha surgido una urgencia de última hora y don Preciso ha tenido que acercarse a la oficina “diez minutos”, porque si no se hundía la humanidad entera. Y, con lo que te conozco, me he plantado con el coche en doble fila esperando a que bajaras y, después de media hora, al no verte de vuelta, he fundido tu móvil a llamadas perdidas. Si no, aún estarías allí. Fijo. Y luego, otra sorpresa, cuando te he preguntado por la parejita feliz, me has anunciado que sí que venían, pero que venían con su coche. Qué raro. Un fin de semana corto, cuatro personas y dos vehículos. No han tenido siquiera el detalle de ofrecerse y de invitarnos a ir con ellos. Bueno, tampoco pasa nada. Lo que empieza a ser un poquito fuerte es que… Rafita y Consue sí han salido prontito y a primera hora. Se ve que no tenían que salvar el mundo como tú y tenían prisa, eso se ve. O sea, que estarán ya casi llegando. Imaginaba yo que ya habrías quedado directamente allí en Mardebé, en la puerta del Auditorio, justo antes de entrar en la Ópera. Pero mi imaginación es pobre. Porque me has dicho que nos esperan a la hora de comer en Siraiñe… ¡Tío! ¿Tú sabes dónde está Siraiñe? ¡Nos tenemos que desviar sesenta kilómetros! Claro, claro que lo sabes. Me acabas de recordar que allí es donde se fue Aurelio, aquel maestro que tuviste y al que no tengo ni gusto ni ganas de conocer… Pero bueno, qué casualidad. Oh, qué lástima, desde que se jubiló no has sabido nada de él… y ya que estamos, ya que pasamos, pues lo mismo lo vemos, nos tomamos un cafetito con él, y hasta da para contarnos batallitas. La pena es que no tienes ni su móvil, ni su correo electrónico, ni su dirección. Si no, a estas horas, ya tendríamos al gran Aurelio, con una pancarta, a la entrada de la ciudad, dándote la bienvenida… Pero no te preocupes, allí sólo viven unos cincuenta mil habitantes, lo más normal, es que en la primera o en la segunda bocacalle, sin más, te lo encuentres de cara, tú para eso siempre has tenido suerte, y ya puestos, hasta puede que él no tenga nada mejor que hacer y se venga con nosotros a la ópera, que parece que no, pero es esta noche y era a lo que veníamos en esta escapada…”.

Alberto guardaba un silencio tenso. Vicky conducía y él, tras los cristales oscuros de sus gafas, tenía la mirada perdida en el paisaje lateral de la autovía. Campos ondulados y verdes de trigo, bajo un cielo azul salpicado de nubes blancas. Igual que el fondo de pantalla de Windows. Ella entonces remató su monólogo: “Tío, ya te vale: Los tienes cuadrados”.

LA SOBREMESA

En el bar La Perla, habían juntado dos mesas. Los manteles de papel. Las copas. Agua. Vino, un crianza, de Siraiñe. Y cerveza de barril. Los platos con los huesos de las chuletas a la brasa. La fuente del embutido, vacía; de las güeñas, longanizas y morcillas tan sólo había quedado un caldito para mojar. Homenaje al colesterol del bueno. El pan crujiente y tostado, reducido a migas. El tarrito de barro tieso, con trazas de alioli cuajado. Homenaje al aliento del fuerte. Los cafés ya venían de camino. A su izquierda, dos grupos más rematando los postres. Homenaje a las calorías sin complejos. A su derecha, una partidita de dominó en su punto álgido, ¡plash!, paso a la caja de gaseosas, el seis doble. En lo alto de la esquina, una tele gigante muda con las noticias. Como banda sonora, las fichas que impactaban en la mesa de mármol, el vaivén para mezclarlas y el soniquete de los euros que iban cayendo, clink, clink, clink, en una máquina tragaperras. Con tres ruletas. Y tres botones con sus luces intermitentes. Uno. Dos. Tres. Casi premio. A la próxima. Un individuo absorto, de espaldas al mundo y de espaldas a La Perla. Una copa de coñac en una mano. Y una bolsa con monedas en la otra.

RAFITA

Y dijo Rafita: “Bueno, bueno. Arriba esos ánimos, venga. Que menuda comida nos hemos arreado. Ya me habían dicho que aquí…”, aquí bajó un poco la voz, “… es un sitio cutre-cutre…”, para volver inmediatamente al volumen normal, “… donde se come muy bien y en cantidad”. Tenía las orejas y las mejillas muy rojas. “Y que conste, que el que ha tenido la idea de parar en Siraiñe a comer he sido yo… Tenía interés en fotografiar el casco antiguo… me lo habían contado, pero no me imaginaba que fuera tan impresionante y estuviera todo tan bien conservado… Las fotos que me han salido con la digital están de escándalo”. Sí, sí, ya todos las habían visto una a una: Consue sentada. Consue de pie. Consue seria. Consue risueña. Consue con los ojos cerrados. Consue haciendo el pino. Consue. Más Consue. Y otra vez Consue. De las callecitas medievales, con sus casonas, sus blasones en la entrada; de las puertas góticas de los templos; de todo eso, nada, sólo un angelito cuyo rostro juzgó Rafita que se parecía a la cara de Consue. Se escuchó entonces una ráfaga: Ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca!!! Llovieron euros en la máquina tragaperras. Y apuntó Rafita: “A ése le ha salido por lo menos la especial”.

CONSUE

Comentó Consue: “Hoy no es el día apropiado, pero desde luego que estaría muy bien conocer a una persona como Aurelio. Por lo que nos has contado de él, tiene que ser todo un señor, que ha vivido un montón, que lo ha visto todo y que ha tenido mucho, mucho poder… Jo, qué suerte la tuya, Alberto… Está claro que nadie te ha regalado nada y estás donde estás por méritos propios… Pero que, de entre un millón, este hombre confiara en ti, en tu potencial, y te transmitiera sus conocimientos y después te diera la oportunidad… Es muy noble por tu parte que reconozcas que hoy eres quien eres gracias a él… “. Clink. Moneda. Un. Dos. Tres. Nada en la tragaperras. Y en la otra mesa, la del dominó, gran cerrada a pitos. Un montón de fichas para contar. Partida sentenciada. Un lamento, “¡joder!, pero cómo se te ocurre darle la puerta…”. Y en ésas, Consue dio dos palmadas en la mesa: “Bueno, chicos, cuando queráis pedimos la cuenta y seguimos la ruta: Nos espera Salomé y su cabeza cortada…”.

ALBERTO

“Esperadme fuera, que salgo enseguida”, pidió Alberto. “Eso, eso”, exclamó Rafita, “Mea ahora, o calla para siempre”. Alberto entró de nuevo en La Perla. Pero no fue al lavabo. Se acercó a la máquina de juegos. Una copa casi vacía. Una bolsa sin monedas. El jugador compulsivo, apenas levantó la cabeza para mirarle, y sorbiendo el brandy, le confesó: “Ya pensaba que no me ibas a decir nada…”. Luego, extendió un billete doblado hacia la barra, y pidió: “¡Paco! Haz el favor, dame cambio”. Solícito, Paco, el de La Perla, abrió la caja registradora y extrajo veinte monedas. “Aquí tienes, Aurelio…”. Alberto, le cogió el hombro con el brazo, lo estrechó con fuerza durante unos segundos, le miró a los ojos con profunda tristeza, y después se dio la vuelta, con la cabeza agachada. Y efectivamente, no le dijo nada.

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