I
He salido tranquilo, con mucho tiempo de sobra. Pero
cuando los minutos han empezado a volar en el reloj del salpicadero, los
semáforos a enrojecer uno por uno a mi paso, y el tráfico a colapsarse, me han
venido todos los males de golpe. Temblores en pies y manos. No llego. No llego.
Volantazos. Sudores en el cuello. Y luego, a la altura de la Torre Cristalline, estaba escrito que no habría sitio para
aparcar. Mierda. Parking completo. Esto no estaba previsto. Esto no. Mientras
pienso, actúo. Media vuelta con derrapaje y pisada de raya continua. Por la derecha,
un pitido agudo al canto. “¡Pita, pita, pero este hueco lo he pillado yo!”. A
ése se le ha quedado pegada la mano al claxon. Que le den, yo he llegado antes.
Ahí me quedo, medio arriba, medio abajo de la acera. Con lo que aprietan estos
zapatos, salgo a la carrera. Cinco minutos tarde. Cinco. Pis, pis, la vegija me
consume. Según he arribado a la puerta giratoria, he visto mi reflejo en los
cristales. Mi traje nuevo. Mi corbata de seda fucsia. Hay que causar buena
impresión, la mejor, en esta oposición. Bien peinado. Estoy que me salgo. Sí.
Que me salgo porque yo creía que seríamos cuatro gatos y aquí en el Cristalline
Hall hay ya ciento y la madre. Respiro muy hondo. Por lo menos estoy aquí. Aprieto
los puños. Ahora empiezo el segundo round de este combate.
XIII
Éste era el último escalón. Haber pasado el corte,
llegar a la entrevista personal. Creo que he contestado al tribunal lo que
ellos querían oír. Hubiera hablado en cantonés si se hubiera terciado. Pero bueno,
tampoco podía parecer demasiado inteligente, no fuera que se espantaran y me
descartaran por sabidillo. He buscado un equilibrio. “Espere fuera, por favor”.
Ahora estoy en los minutos eternos. Me miro en los cristales tintados de las
ventanas. Me fijo en las bolsas de mis ojos. No me quedan uñas. Parecían
afables, pero los cabrones no daban puntada sin hilo. El corazón me va a mil
por hora. Cuando me llamen, será para decirme si sí o si no. Será para… Se abre
la puerta. El presidente de la Corporación Cristalline me llama: “Señor Arnedo,
pase de nuevo a la sala”.
XIV
Me han oído llegar. Según giro la llave de casa,
aguardan todos en el recibidor. Es cuando estallo en júbilo. Brazos en alto.
Como si hubiera marcado el gol de la final del Mundial. ¡EL TRABAJO ES MÍO,
MÍO, MÍO! Gritos de júbilo. UAAAAAHHH. Se me abalanzan. Abrazos desde todos los
ángulos. Mis tres hermanos. Mi madre me come a besos sonoros. Y Lupa, que no
entiende a qué viene tanta fiesta, brinca y ladra. Yo sigo repitiendo: ¡ME LO
HAN DADO! ¡ME HAN DADO EL TRABAJO! Atrás quedan los sinsabores. Las horas y horas
enclaustrado, sin salir, diciendo a los amigos que hoy tampoco. Horas de sueño.
Cafés a granel. Atrás los dolores de espalda. Somos una piña, OÉ, OÉ, OÉ. Desde
detrás aparece mi padre con una botella de cava. PLOOOMM, PSSSSSS…. lo abre y
se derrama en el parquet sin que mi madre le riña. El tapón pega en la talla,
rebota en la lámpara y me da de lleno en el ojo. UFFFFF. Cómo me llora. Qué amargo me quedo. “¡Se necesita ser
bruto y patosillo para hacer eso!”, le suelta mi madre, dándole un manotazo en
el hombro. No pasa nada, no pasa nada. Esta tarde firmé el contrato de
confidencialidad con la Corporación Cristalline y el trabajo es mío, mío, mío.
XV
Economía, Matemáticas Avanzadas, Química Cuántica,
Astronomía, Meteorología, Inglés, Francés, Alemán…. Toqué muchos temas para
llegar aquí arriba, a lo cima… pero ni a mí ni a los otros aspirantes nos
pusieron nunca en la mano una gamuza. Ni un cubo. Y tampoco un pulverizador.
Siento un poco de vértigo desde esta cesta. Pero, en fin, todo es ponerse y no
mirar mucho abajo. Auppp. Me subo. Presa de la emoción. Mmmm… jopeta cuánto
hará que no han limpiado estos cristales. Con buen ánimo. Con mi mejor
disposición empiezo por el principio, por el piso veinticuatro de esta Torre
Cristalline, emblema de la arquitectura contemporánea. Planning, hoja de ruta: Una
planta por día, con todo su perímetro, sus cuatro puntos cardinales. Seis a la
semana. Veinticuatro al mes. Y vuelta a empezar. Frush, frush… Cómo se cogerá
un paño. Me veo en mi reflejo. Con mi uniforme nuevo. Me deslomo. Abajo, a ras
del suelo, ajena a mí, se mueve la gente desordenadamente como hormiguitas. Desde
aquí arriba las contemplo. Aún con el ojo morado por el taponazo de corcho, le veo: ése que se sienta en el
banco de la plaza es mi padre. Va con Lupa, que corretea distraídamente a su
alrededor. Entrecierra los ojos, con la palma de la mano en la frente para
divisarme. EOOOO. Noto cómo la amargura recorre su silueta encorvada. Noto en
él una especie de: “…hijo: tanto esfuerzo y sacrificio para esto”. No sé cómo
entrarle. Ya entenderá que estoy mejor que quiero, que he llegado a lo más
alto, que… Escurro el paño hasta la última gota. Cuando vuelvo a mirar hacia
allí, ya no veo a nadie. Mi padre y Lupa se han ido.
XXXVI
Desde aquí, desde esta canasta que pende de dos
hilos, se ve el mundo. Soy su testigo. Observador
de todo. Protagonista de nada, puesto que en nada puedo participar ni meter
baza. Limpio piso a piso, habitación a habitación. Palmo a palmo. Ahí está la
chica del diecisiete, la que no levanta la cabeza de su doble pantalla. El mes
que viene la volveré a ver y estará igual, con la vista clavada en el
ordenador. Yo doy con los nudillos en el vidrio, pero es tan grueso, que no
transmite el toctoc al otro lado. Pego mi nariz, la achato. Espero. Lanzo
pensamientos cósmicos. No le llegan: por lo visto rebotan. Algún día pasarán,
ella me mirará y tengo que estar preparado para, sin que se me asuste, enviarle
en ese momento una sonrisa muy linda.
XXXVII
Ahora no porque no puedo. Porque firmé la
confidencialidad con la Corporación Cristalline, si no… buffff… ¡la de
chascarrillos y primicias que podría contar! La reunión del consejo lleva en
marcha muchos minutos. Ahí entra el rezagado pidiendo disculpas. Con la corbata
mal anudada y la camisa por fuera. Se sienta en el hueco que le han dejado. Se
disimulan mal, muy mal, las caras de
desagrado en el resto de los presentes. Entra el sol oblicuo en la sala y
alguien se levanta para darle al botón de la cortina. RRRRRR. Fin del
observador. Cachis. Justo cuando salía la gráfica de que las ventas han caído
un veintitrés por cien en el segundo semestre.
XLVIII
Desde aquí lo he visto todo perfectamente. Me he
dado cuenta de sus intenciones, pero no he tenido tiempo de prevenir a esa señora.
Ese cabrón se le ha acercado por detrás y se ha cerciorado primero de que no
había nadie a su derecha ni a su izquierda.
Luego ha pegado un estirón seco. La pobre mujer ha ido al suelo. Pedazo
de mala bestia. He gritado desde mi azotea haciendo tambalear mi canastilla. Y
mi voz ha rebotado en las fachadas de los rascacielos vecinos. Se ha metido por
debajo de la arboleda del parque con el bolso de la mujer bien sujeto. Subo a
toda prisa. Dispuesto a denunciar. Según voy ascendiendo del diecisiete al
veinticinco, centro mi visión. Trato de enfocar. De ponerle cara a ese capullo
desaprensivo. Imposible para mi vista de lince. No sé cómo es. Ni rubio, ni moreno, ni calvo. Aprieto el stop. La
polea se detiene. Qué sensación de impotencia. Abajo, una multitud ya se ha
arremolinado en torno a la señora y le ayudan a levantarse. Hasta mis oídos
llega nítidamente un lejano: “¡…hijo putaaaaaaaa…!”.
LXIX
Dentro de la Torre Cristalline, cada día una
historia en cada ventana. Hoy, en el octavo piso, lección de anatomía. Nada
nuevo bajo un sol cuyos rayos uv se filtran al atravesar estos cristales
ultrarresistentes. Desde hace tiempo estoy curado de espanto. Yo sigo a lo mío,
mojando en espuma las esponjas y limpiando a lo Karate Kid, “poner espuma,
quitar espuma”. Por ser un poco más descriptivo, si no fuera porque se mueve y
respira, yo diría que eso es una estatua de Botero.
LXXX
Lo volvió a hacer. Llegar tarde. Esta vez, el que
presidía la mesa se levantó haciendo aspavientos y no le dejó entrar. El
rezagado se trabó. Señaló hacia la puerta justificándose. Se explicó moviendo
las manos. Los presentes miraron hacia otra parte. Me miraron a mí, al cotilla de
los cristales. A mí, que estoy fuera, con mi barquita a merced del viento. Se
mascaba la tensión. Después de súplicas inútiles, el que siempre llegaba tarde
salió cabizbajo dejando la puerta abierta. Luego, clic, alguien apretó el botón
de la cortina, aunque hoy no haga ni pizca de sol, y fin de la escena. Aún
impactado por lo tremendo de esta situación, y habiendo avanzado sólo un par de
metros en mí perímetro, he sentido un bulto cayendo como un obús a veinte
centímetros de mi cabeza. Una sacudida. Un vértigo. Un mareo. Luego abajo,
abajo, del todo un golpe seco. Me he descompuesto. Gritos de histeria salen del
patio. Y como una marioneta con los hilos cortados, inmóvil, la silueta del
hombre que llegaba siempre tarde.
LXI
Es inconsciente. Tengo ganas de llegar al
diecisiete. Esa mañana toca y me brinca el corazón. Ése lo limpio con más ganas.
Miro mi reloj. Me sitúo. Me asomo hacia su mesa. Vaya chasco. Nunca falta y hoy
precisamente ella no está. Mi gozo en un pozo. Me agacho para pena de mis
lumbares. Y al incorporarme me doy cuenta. Hay un folio pegado con celo. Hacia
mí. Es una cara redonda. Con una sonrisa dentro. Al fondo vuelve a estar ella
sentada y hace como que no, pero es que sí. Le han llegado intactos mis
pensamientos cósmicos. Le devuelvo esa sonrisa que traía preparada durante
tanto tiempo. Seguramente no quiere decir nada. Pero para mí, después de tantos
años, quiere decir todo.
CCLXXII
La dichosa maquinita esa se pega como una lapa y
deja reluciente el cristal por donde pasa. El triple de rápido en la mitad de
tiempo. Hoy me han anunciado que, después de treinta años pendiendo de dos
cables, termino este mes mis servicios en Torre Cristalline. “Pero… ¿sabe algo
de orbitales moleculares ese cachivache?”. Mi pregunta tiene la respuesta de
los grillos: Cri-cri-cri. Bueno… a estas alturas, en el piso veinticuatro, no
me amargo ya por eso. Me siento con las piernas cruzadas en mi bote salvavidas.
Junto mis manos agrietadas. La de veces que he escuchado: “…Arnedo, Arnedo ¿cuándo
vas a ponerte guantes?”. Ahora me sonrío con mi respuesta: “…cuando me jubilen”.
En mis últimos días laborables, extrañamente, en vez de mirar las bolsas de mis
ojos en el reflejo de los cristales, en
vez de mirar a los habitantes del edificio o mirar a los peatones en la calle,
he levantado la vista hacia arriba, al cielo. Limpio. Cristalino. Azul, azul. Transparente.
Pero qué pedazo de cúpula. Cuánto cristal para limpiar, cuánta gamuza, cuánta
esponja y cuánta espuma. Me vienen unas lagrimitas a los ojos. Es que ahí
adivino ahora la sonrisa de mi padre. Y las patitas de Lupa. Estará ahí, limpiando el cielo, dejándolo inmaculado… un
poco como yo, testigo de todo, protagonista de nada. Cuando suba para allá, a
no mucho tardar, me remangaré y, gamuza en ristre, le diré: “¿Ves, papá? Por lo menos, yo subo
entrenado…”.
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