I
Así lo digo. Me he cagado en la madre que lo parió.
Quién le manda abrirme la libreta y ponerse a fisgar. “¡Manu, devuélveme eso!”.
“Toma, toma… pero, oye… ¿y quién es la otra “G”?”. Me lo pregunta con guasa. Así que sí. Que ha visto que tengo los
márgenes plagados de “G y G”. El boli ya los escribe solos. En minúsculas gyg. En mayúsculas GYG. En letra gótica. En letra
de caligrafía. Dentro de corazones camuflados y cubiertos por garabatos. De la
rabia que me ha entrado, le he metido un empujón que ha ido al suelo de morros.
Sus gafas por un sitio y él por otro. “…pero… ¿qué te pasa, Gael? ¿yo a ti qué
te he hecho?”, me ha preguntado lloriqueando. Ya iba yo a sacudirle por
cotilla, por fisgón, por… “¡¡¡¡GAEL!!!”. La voz de la señorita Gabriela me ha
paralizado. “¿QUÉ IBAS A HACER?”. Manu gimotea señalándome: “¡…me ha dado un empujón,
señorita, me ha tirado al suelo!”. Agacho la cabeza. Me muerdo los labios. Ella
se encara conmigo. Ojos con ojos. No puedo sostenerle esa mirada. “Vete fuera al pasillo,
luego tú y yo hablaremos”. Este castigo me escuece más que tirar alcohol sobre
una herida. Qué frío hace en el pasillo en horas de clase. Abro mi libreta. Una
lágrima, un poco de moco. Nada que no pueda quitar la manga de mi jersey. GyG. Qué
desesperanza. Si lo mío con “G”, la que me quita el corazón, era imposible del
todo… ahora, lo es más todavía.
II
No raspo aún. Mecagüen. No hago más que mirarme al
espejo lupa que tiene mi madre en el baño. Me acerco. Me miro. Me remiro.
Quiero que esa pelusilla que me estoy afeitando y reafeitando con la cuchilla
de mi padre se convierta en barba barbuda ya. YA. El planteamiento es fácil. “G” tiene que
mirarme de otra manera. No soy el crío que ese espejo refleja. Para nada. Tengo
que crecer. Crecer deprisa. A ver si se entera de eso mi puñetera y perezosa
barba.
IV
Sábado. Hora de salir. Sigilosamente. Sin hacer
ruido. De puntillas. Sin molestar la siesta de los muy mayores. “Gaeeeel,
¿dónde vas?”. Vaya. Es mi madre que, como siempre, tiene la antena puesta. “A
dar una vuelta”. “Vale, pero cámbiate ahora mismo esos pantalones largos… vas a
coger el sarampión”. Ahí, agggggg, como siempre también, me ha matado.
V
Le he dicho que trataré los discos con sumo
cuidado. Como si fuera él. Que no los rascaré con la aguja. Pero que me deje
oírlos. Mi padre se lo ha pensado. Mmmm. Luego he buscado entre los
tropecientos que tiene el de Dvorak, la Sinfonía del Nuevo Mundo. “G” lo pronuncia
así: Borsac. Por eso me ha costado más encontrarlo. Dijo que tenía entradas
para el Principal de Mardebé. Él se asoma varias veces al salón. Me encuentra
concentrado. Tratando de retener la melodía. “¡Jo… papá, pasa si quieres y siéntate
a mi lado, pero deja ya de hacer ruiditos con la puerta!”.
VI
Manu me ve a lo lejos. “¡¡¡Gaeeeel!!!! ¿Te vienes
a dar una vuelta con la bici?”. Sigfrido lo oye y me pregunta: “¿Qué te dice
ese enano?”. Yo, como si no lo oyera, le replico: “Buah, paso de lo que ése me
diga”. Me ajusto a su paso y le sigo. Éstos tienen cuatro años más. Lo que pasa
es que, con mi plan de crecer deprisa, yo a su lado, parezco como ellos.
VII
Mi padre va subiendo el tono de voz. Se le hinchan
las venas del cuello. Yo intento, pero no me sale, reprimir una sonrisa. “Gael…
¿ME PUEDES DECIR QUÉ ES ESTO?”. Su voz me retumba en la cabeza. Como si él, que
me lo pregunta, no lo supiera. Es una botella de su vino favorito. Vacía. De la
vinoteca a la fuente del jardín. Flotaba. Je, je. Conste, que aún quedaba un poco. Yo no sabía
que era la última de esa cosecha. Hubiera cogido otra. Intento contestar. No me
sale. Tengo la boca ahora demasiado espesa.
VIII
A Sigfrido le confesé que yo quiero ser mayor. No
le dije el porqué. Él lo tuvo claro. “Hay una maga”, me recomendó, “que, por
quinientas pelas, te transforma”. Yo me quedé ojiplático. ¿De verdad? Me
imaginaba entrando por la puerta con mi uno sesenta y pico, y saliendo
agachado, para no darme en el cogote con el marco, con más de uno noventa que
tengo que llegar a medir. ¿De verdad? Se reía. Se partía de risa, afirmando: “Yo
no gasto bromas”. Me ha costado mucho juntar el dinero. Pero lo tengo. En el bolsillo.
Estoy llamando ahora a un timbre. Es la dirección. Me abre una señora. Es,
tiene que ser, la Maga. Me pregunta que qué quiero. Voy directo al objetivo: “Quiero
crecer deprisa”. Le enseño el dinero. Billetes de cien, de Manuel de Falla, algo
arrugados. Niega rotunda. Y me cierra en las narices. “¿Por qué?”, pregunto. Desde
dentro, le oigo contestar: “…porque tengo un código ético”. Vuelvo cabizbajo
hacia mi casa. Desde luego, no entiendo nada.
CDIX
La he reconocido al instante. Sigue igual, igual. “Es
G”, he pensado. Yo hubiera querido pasar de largo, que no se diera cuenta. “¡¡GAEL!!”.
Imposible con ella. Cuánto tiempo. Cómo tú por aquí. Luego mira al nano, que se
estará preguntando quién es esta señora. G se agacha, le da dos besos, y le
dice: “…tu abuelo era muy estudioso en el cole y sacaba muy buenas notas”. Me
azoro. Bueno. Me alegro de haberte visto. G sigue su camino. Y yo la sigo con
la mirada. El nano me tira entonces de la mano. “…qué señora tan rara, papá… se
ha confundido: ha dicho que eras mi
abuelo…”. Encojo mis hombros encorvados. Me entra un nudo en la garganta. No
voy a entrar en detalles. No voy a contarle que yo una vez quise crecer tan
deprisa que, cuando me vine a dar cuenta, me pasé de frenada.
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