I
Comprobado. Los ruidos de la noche se silencian durante
el día. El trocotroc de los neumáticos al rodar por el asfalto agrietado de la
calle. El clac-clac apresurado de los zuecos de las enfermeras sobre el suelo
abrillantado de este hospital. El piiiiiiiiiiiii de los timbres de los avisos.
Las voces en el pasillo. Y mi respiración agitada que cuenta las horas en este
compás de espera. Mira que pongo después atención para distinguir neumáticos,
zuecos, timbres y voces… pero estos decibelios deben de tener algo de
vampíricos, porque se diluyen y desaparecen con la claridad del alba. Sólo los
escucho, por supuesto para no dejarme dormir, cuando regresan las sombras.
II
Presentarse así no era la mejor manera. Yo hubiera
elegido algo más “casual”. Si me apuras, hasta me hubiera puesto la chaqueta gris
marengo que guardo en mi fondo de armario, la que primero me ponía en las
bodas, y después en las comuniones. Ahora intento aparentar la mejor apostura.
Miro hacia un lado del corredor, hacia el otro. Se me antoja que voy a cruzar una
autopista con muchos carriles y no un simple pasillo y que me van a atropellar
antes de alcanzar la otra orilla. Cuando supe que seríamos dos los que íbamos a
pasar por el taller, me entró una curiosidad tremenda. Tomo aire desinfectado.
Me miro de nuevo en el espejo, a ver qué pinta tengo. Bueno… he tenido tiempos
mejores. TOC, TOC. Antes de abrir la puerta y preguntar si se puede, reviso los
botones para que no estén descuadrados, como casi siempre. Los de mi uniforme, los
de mi pijama azul claro deshilachado. Alguien, dentro de la habitación, estira el cuello para
verme. Ejem. Tartamudeo cuando me presento y me encuentro con esa chica tan
guapa. Me parece increíble que le esté pasando lo que a mí. Además, quedo fatal…
lo único que se me ocurre decirle es: “Hola, yo soy el otro conejillo de indias”.
III
Ahora comparto música, lectura y conversación con
Eulalia. De todo, me quedo con lo último. Y eso que somos de pocas palabras, de
muchos “hm, hm”, de algunos “noes”. Se nos escapan de tanto en tanto unas
sonrisas que, en mi caso, yo creía perdidas y olvidadas. Padecer lo mismo nos
hace más iguales, entendernos mejor. “¿A qué crees que esperan? ¿Por qué nos tendrán tanto tiempo con pruebas
y más pruebas?”. Yo tengo una teoría. La doctora que nos ha de intervenir está aguardando
su mejor momento. Su mejor pulso. Y éste tiene que llegar con la próxima luna
llena. “…eres un poco lunático tú”. Sí. Un poco. Luego ella se ensombrece. Y su
tristeza me rompe el alma. Mi voz entonces sale en un susurro: “…no tengas
miedo… Estamos en las mejores manos, en el mejor sitio… Y vamos a tener un mañana”.
Luego me giro, agacho la cabeza y me retiro para que mis palabras de ánimo no
se derrumben con la cara de acojonado que se me ha puesto.
IV
Me cuesta un esfuerzo terrible. Pero abro los
ojos. Oigo voces. Veo sombras. Siento frío. Dónde estoy. ¿Y Eulalia? “Todo bien”,
escucho. Me dejo llevar. Empiezo a entender. Ya estamos pues en nuestro mañana.
XXX
Ahora vivimos bajo el mismo techo. El mismo techo,
la misma cama y el mismo botiquín. Prometimos cuidarnos. Nos miramos con buenos
ojos. Nos regañamos si intentamos saltarnos alguna pauta en la rehabilitación. Y
nos animamos si nos sentimos decaídos. Ahora por ejemplo. Acabo de llamar a su
puerta, toc-toc, “¿se puede?”. Y Eulalia, al verme, se ha tronchado. Qué pasa. “Quítate
eso… pareces una morcilla”. Me desconcierta su risa. No me imaginaba yo así
este momento tan buscado y esperado. Bueno, vale, me apretará un poco, estaré
un poco más relleno, pero no me sienta tan mal mi chaqueta gris marengo.
XL
La doctora Milagros nos mira complacida mientras
imprime el informe con nuestra alta médica. “He hecho un buen trabajo con vosotros”.
Eulalia y yo torcemos un poco el gesto. A mí no me acaba de convencer. Le
pregunto de nuevo. Y su respuesta invariable es: “La batería que lleváis es la
misma”. Lo repite y lo asegura, toda convencida. Pero lo cierto es que nuestros
ritmos son completamente distintos. Yo necesito disipar energía desde que me
levanto. Tengo que pedalear, correr, levantar pesas para encontrarme bien. Después
me quedo fundido a eso de las seis. Agotado. Ella, que va a su velocidad, nunca muestra cansancio. Por qué mi corazón
arde rápido como la pólvora y el suyo lento como la cera de una vela. La
especialista me escucha sin pestañear. Luego se quita sus gafas y nos pregunta:
“¿vosotros qué vidas llevabáis antes de todo esto?”. Mmmm. Caemos en que eran así,
como lo empiezan a ser ahora. Completamente distintas. También nos percatamos del
pequeño temblor en la mano con que nos tiende los sobres con los respectivos papeles.
Eulalia me apunta entonces: “…es que hoy había luna nueva”.
L
Comprobado. Los ruidos de la noche se silencian
durante el día. El canto de la lechuza. La trova insistente del grillo. El
ulular del viento. Las risas de mis compañeros en torno al fuego de campamento.
Mi respiración agitada dentro de esta tienda de campaña mientras pienso en
ella. Todos estos decibelios se ponen ahora de acuerdo para no dejarme dormir,
por supuesto. Y, cuando despunte el alba e iniciemos la escalada, se disiparán.
Pero sea de día o sea de noche, seguiré pensando en ella, seguiré pensando en
que estamos teniendo un mañana, pero cada uno el suyo.
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