I
Porque les he montado un cirio, que si no… me vuelvo
a casa por donde he venido sin que me vea. “…es que el Dr. Coba tiene la
consulta de hoy completa…”. “Pues de aquí no me voy. Vengo de Gorroperdido. He
hecho adrede más de doscientos kilómetros.
Como usted comprenderá…”. Nada: ésta no me escucha, se cierra en banda. “…le
puede atender otro médico”. ¿Otro? Quiá. Yo quiero al Coba, que es una
eminencia en lo mío. Ahí me he plantado, frente al mostrador. Y la enfermera
ésa o lo que sea, como si oyera llover. Al final me ha señalado. “Mire, pase a
la consulta cinco, sin número y sin nada y, cuando le toque al último, detrás, usted”.
He respirado hondo. Avanzo. Esto parece un mercado. Por el guirigay. Gente en
los bancos esperando. Gente apoyada en las paredes, atenta a que se abra la
puerta y les llamen por su nombre. De momento, primer obstáculo superado. Ahora, a por el segundo, el más importante.
Yo no vengo a ninguna fiesta. Yo he venido a que el Doctor Coba me vea.
II
Tres horas. Tres. No avanzaban las manecillas del
reloj. Es de noche fuera. Poco a poco se ha ido despejando la sala. Me ausculto
yo mismo. Me examino. Repaso lo que le tengo que decir, palabra por palabra, no
sea que cuando llegue mi momento me quede en blanco. Me levanto. Doy paseítos. Tengo
pis. El pis de los nerviosos. Aprovecho. Psssssss. Rápido, rápido. Más pssssss.
Enjuague de manos. Salgo. Aliviado. Ya no hay nadie. Ha entrado por fin el
último. Detrás, pues, yo.
III
Conduzco absorto camino de vuelta. Parpadeo a mil
por hora, para ver más claro lo que las pocas luces de mi cuatro latas dejan
oscuro. Y pienso. Cosas de la medicina de ahora. Ni me ha mirado casi. Ni me ha
escuchado casi. Pero inmediatamente ha hecho el diagnóstico. Muy seguro. “Tómeselo muy en serio. Usted
verá”, me ha advertido. Catorce curvas me faltan para llegar a la rotonda de la
entrada. Me las conozco. Y sigo pensando en lo que me ha dicho. No sé cómo voy
a hacer lo que me ha pedido. Al final, me pongo trágico, me pongo en lo peor. Todos
nos tenemos que morir alguna vez por lo menos.
IV
Juan Ra me para en la entrada del bar. “¿Qué tal
en Mardebé? ¿Qué te ha dicho el médico?”. No entro en detalles. “…tengo que
volver en unas semanas”. Luego, él a lo suyo. “…que, ahora que ha llovido,
pensaba yo que si me dejas la mulilla… pues le daría una pasada a mi campito… y…”.
Éste siempre se acerca a mí para lo mismo. Para pedir. Luego me la devuelve
sucia, cascada y, no se molesta ni en reponerle la gasolina. Mmmm. Concedo: “Pásate
por casa cuando quieras y te la llevas”. Lo que me llevo yo es una palmada en
el hombro. “¡Gracias, Gañete, esta tarde voy a por ella”. Me da lo mismo su
agradecimiento. Lo que me calienta la cabeza ahora es cómo narices hago yo lo
que me ha pedido el médico.
V
Hace días que no veía salir humo por la chimenea
de la señora Queta. Me lo imaginaba. Me he acercado con el carro lleno hasta
arriba de leña de olivo. He llamado a su puerta. He esperado. Ha tardado lo
suyo en abrir. Venía abrigada con un chal que le cubría la nariz y las
orejas. Se le ha abierto el cielo. Efectivamente, no le quedaba ni una ramita
seca para quemar. Y ella no está para salir a buscar nada. Un témpano parecía
su hogar. Al crepitar del fuego, la casa entera ha recuperado el color y el
calor. He enderezado mi espalda y me he frotado las manos después de dejar
ordenados los troncos junto a la pared. “Gañete… eres un cielo”. Me anudo la
bufanda, me quedo con el cumplido. Y al aire gélido de Gorroperdido le sigo preguntando
que qué tengo que hacer para seguir lo que me ha recetado el prestigioso Doctor
Coba.
VI
A la hora del telediario, me arrebujo hasta el
cuello, y salgo con tres bolsas. El vidrio al cubo del vidrio. Lo orgánico a lo
orgánico. Y el plástico al plástico. Me saluda Eladio. Él, a granel, todo en
bloque, brooom, al contenedor. Y lo que salpica por fuera, por fuera queda. No
rechisto. Allá cada uno. Pero él se justifica. “…yo ya pago mis impuestos… que
lo separen ellos, cojones”. Me encojo de hombros. Luego, mirándome, añade: “…hoy
haces mala cara, Gañete…”. Ufffff. Eso es que empeoro por momentos. Cualquiera
ya nota lo mal que me encuentro.
VII
Aquí estoy de nuevo. Aquí me ha traído mi cuatro
ele. Veinte grados aquí y sólo dos esta mañana en Gorroperdido. Y ahora, a la sala
de espera del doctor Coba. Tan masificada como la otra vez. Hoy ya no soy el
que va detrás del último. Pero sigo nervioso. Desde los pelos de la cocorota, pasando por
el estómago, hasta la punta del dedo
gordo del pie derecho. Finalmente no he seguido sus recomendaciones. Y se lo
voy a decir. Que no le he hecho caso. Saco la receta. Está arrugada. Manoseada.
La desdoblo. La releo en voz baja. “Usted tiene que ser mejor persona”.
Sonrío desesperado. Eso, para alguien que sea un cabronazo, es fácil. Con un
poquito que cambie, mejora seguro. Eso está chupado. Pero para mí… que creo que
soy buena gente, ya me dirás cómo. Sí, sí, siempre se puede ser mejor… pero
llega un punto en que… Lo leo por enésima vez: “Us-ted tie-ne que ser me-jor
per-so-na”. Eso me dijo. Y luego subrayó: “Tómeselo muy en serio. Usted verá”. Es
mi turno. Me levanto. Allá voy. A preguntarle y eso cómo se hace.
VIII
Carraspeo. Ejem, ejem. Me sale voz de flauta. “Disculpe,
pero yo tenía cita con el doctor Coba”. Me quedo ojiplático, mudo, cuando este
tío, al que es la primera vez que veo en mi puñetera vida, me responde: “Yo soy
el doctor Coba”.
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