I
Tengo que estar siempre pendiente, siempre
arengándoles, siempre repitiéndoles: “¡En fila india!, ¡Venga, vamos,
vamos, que no llegamos!”. Es lo que
tiene ser el mayor de los cuatro, que madre dice: “Maxi, tú vigila, sobre todo
a Shaila… es la más pequeña y siempre va pensando en las musarañas”. Y a mí se
me ponen de corbata cada vez que oigo venir un coche.”¡COCHEEEEEE, ARRRIMAOS!”.
Arrimarnos no, nos tenemos que salir a la cuneta del todo. Aquí no hay arcén.
BROOOOOOOOM. Pasa zumbando. Ahí es cuando me entran ganas de ser, sólo para un
rato, guardia civil, y tener un radar en la mano, para parar a esos energúmenos
que por estas carreteritas cogen esas velocidades y meterles un buen multazo.
“¡Capulloooooo, ojalá te estampes!”, grita Eusebio. Yo le llamo la atención.
“¡Eusebio, ay si te oye y para!”. Él me replica: “…pues es lo que tú siempre
estás diciendo”. Otra vez, arrimaditos, y alineados. Primero, la pequeña,
Shaila, que ya va para siete. Después, Arturo, que cumplió los diez. Detrás,
Eusebio, que tiene doce aunque aparenta catorce. Y cierro la comitiva yo, que
sí tengo catorce, aunque me he quedado chiquitín y aparento doce. Arturo marca
el paso, “un-dos, qué guapo que soy, qué tipo que tengo, qué bueno que estoy”.
Shaila le frena, “Ja, ja… ¿guapo tú? Tus ganas…”. A veces, no me levantaría. Me
duelen los pies. Y de pensar que el cole está a siete kilómetros, cuatrocientos
metros… a diez mil quinientos pasos, que los he contado yo varias veces… De
pensar lo que tenemos que andar a la ida, y después a la vuelta… me entran
ganas de no moverme… Uffff, por lo menos, hoy ya no llueve… Llevábamos una
racha de siete días sin parar. Eso sí, sopla un viento que corta los labios. La
bufanda nos tapa la cara hasta la altura de casi los ojos. Shaila se frena.
“¡Shaila! ¿Qué te pasa? ¿Por qué te paras?”. “Tengo pipi no: lo otro”. Los del
medio se quitan. “Je, je, je: esto es cosa tuya”. Resoplo. Venga, vamos. Me
remango. Suerte que andamos rodeados de naranjos. Nos metemos en un campo, y en
la segunda fila de árboles ya no nos ve nadie. Nadie. “¡JOOOO!”, protesta
Shaila agachada, “¡que no miren!”. “¡Ehhh! ¿Queréis hacer el favor de mirar a
otra parte?”. Se dan la vuelta. Arturo grita: “¡Cocheeeeee!”. Todos a la
cuneta. Shaila desiste. “Era un pedete”. “Pues hale, todos en marcha otra vez”.
Miro el reloj. Pasan de y media. Otro día que llegamos tarde.
II
“¡CUIDADO, AUTOBUUUUUUUSSSSS!”, advierto. Nos ha
pillado en mal sitio. Aquí no hay cuneta donde arrimarse. Hay acequia. Nos
ponemos de lado. Esperamos su paso. Es del colegio Olimpo, el de lujo de pago
que hay en la Urbanización, que para atajar, pasa por esta carreterita. Sus
luces nos deslumbran. Es que aún no se quiere hacer de día. Nos tapamos los
ojos con el antebrazo. Nos ensorda. El rebufo nos tira hacia delante. Sujeto a
Shaila, por poco se la engulle y se va detrás. ¡Se caía! Grito con rabia: “¡ME
CAGO EN TUS MUERTOOOOOS!”. Al segundo, chirria. Frena. Frena del todo. Y pone
los intermitentes. Glup. “Je, je”, se ríe Eusebio, “¡…te ha oído y ahora te vas
a enterar!”. Me quedo quieto, clavado, mudo como una estatua, cagado como un
cobarde. Una señora desciende del bus, como quien desciende de un ovni. Nos
hace señales para que nos acerquemos. Los cuatro hermanos lo tenemos claro.
Aquí se hace lo que manda el mayor. Me preguntan: “Maxi… ¿qué hacemos?”. Se me
pasa el susto. El conductor no me puede haber oído. “Vamos”, ordeno, “creo que
nos dejan subir”.
III
Ella nos ha dado los buenos días. “Soy Consuelo…
os veo cada mañana en el camino del cole… si queréis subir… os acercamos por lo
menos cinco kilómetros…”. Glup. Se nos ha aparecido un ángel. Hago gestos. Arriba,
arriba. Por mis pies. Por el día de perros que hace. Subo el último. Noto un
calorcito agradable pero cargado. El autobús va completo ya. Todos nos miran. Si
iban durmiendo, se han despertado. Si iban hablando, se han callado. Cierra la
puerta automática tras de mi. PSSSSSSSSSS. Nos tenemos que quedar de pie, en el
pasillo. Nos agarramos a los respaldos. Miro a Shaila. Temo por un segundo que
se chive y le diga al chófer: “¿Sabe que mi hermano ha dicho que se caga en sus
muertos?”. Pero no. Va como todos. Impactada. Suena la radio. Mari Trini. Se
queja. Le ha caído una estrella en jardín. Toma, peor hubiera sido que le
hubiera caído en la cabeza.
IV
Consuelo es un pedazo de pan. “¡AUTOBUÚSSSSS!”. Nos
arrimamos al bancal. No teniendo ninguna obligación da instrucciones al
conductor, éste frena, pone los intermitentes, y allá que vamos corriendo… como
para no aceptar que nos acerquen. Subimos, nos agarramos con las manos
amoratadas del frío a los respaldos. Son sólo cinco kilómetros en seis, siete
minutos. Con cuidado. El traqueteo nos hace irnos de lado a lado. Reparé en
ella el primer día que subí. El primer minuto. Y la observo. Qué ojos. Cautivadores.
Me devuelve la mirada. Me ruborizo. Espero que me mire a mí y no a mi abrigo
descosido ni a mis zapatillas gastadas. Así estamos, hasta que nos toca bajar a
los cuatro hermanos, hasta que le doy mil gracias a Consuelo por hacer el favor
de acercarnos. Broom, brooom. El autobús del Olimpo reemprende su marcha. Así,
desde hace unos días somos los primeros en entrar en nuestro cole.
V
Andamos despacio, girándonos hacia atrás, con la
confianza de que, de un momento a otro, avistaremos al autobús, y nos recogerá
como hace cada día desde hace meses. El cansino de Arturo vuelve a marcar el
ritmo: “un-dos, qué guapo que soy…”. Shaila protesta: “¡calla ya, pesao!”. Y
Eusebio, como el Pinzón que avistó tierra, grita: “¡AUTOBÚSSSS!”. Nos
arrimamos. Viene fuerte. Viene. No parece que hoy frene. No frena. Se nos queda
la misma cara que a los del pueblo que ven pasar al plan Marshall. La misma. No
ha parado. “¡Me cago en tus muertos!”, vocifera Eusebio. Todos me miran. Me
preguntan por qué hoy no. No lo sé. No lo sé. No lo entiendo. Pero como
responsable del grupo me rehago y arengo: “¡Venga, venga, vamos, que es para
hoy!”.
VI
“¡AUTOBÚSSSSSSS”. Hoy tampoco ha parado. He
tratado de ver si ella, a través de la ventana de socorro nos miraba. No lo sé.
Repaso mentalmente nuestras últimas subidas en el bus. Por si hicimos o dijimos
algo no procedente. No saco nada en claro. “¡No os quedéis ahí pasmados, venga,
venga, tirad para adelante, leche!”.
VII
A la última persona que esperaba ver en la puerta
de nuestra casa es a ella, a Consuelo. No sé si saludarla. No sé si estoy
enfadado con ella. Se me acerca. “Hola, Maxi…”. Me pide disculpas, a mí, como
hermano mayor. Me explica que la Dirección del Colegio le prohibió
taxativamente recogernos para acercarnos esos kilómetros. Por seguridad no se
puede viajar de pie, apoyado en los respaldos de los asientos. Un frenazo
brusco y podría pasar una desgracia. Me hago cargo. “Nosotros no pedimos que
nos llevaras… fue cosa tuya”. Ella afirma, cabizbaja. Entro para dentro de casa.
Se queda hablando con madre. No sé de qué. O a lo mejor sí. Oigo que mi mi
madre, seca, rotunda, firme, le responde: “O todos, o ninguno”.
VIII
…luego mi madre me lo ha contado. Quería que yo,
solo yo, fuera al colegio Olimpo. Ella se hacía cargo de los gastos. Se ve que
le caigo en gracia. Vaya. “Tienes razón, mamá: o todos, o ninguno”. Yo se lo he
dicho, pero no debo de ser buena persona, porque en mis adentros, he pensado
que qué rabia perderme una oportunidad como ésta…
IX
No puedo, no puedo seguirles el paso. Eusebio se
gira: “¡Maxi! ¿Te pasa algo?”. Ufff, que si me pasa… Ayer pisé en falso, la
rodilla me hizo “croc”… y hoy estoy de un rabioso subido… tengo un hinchazón
más grande que una pelota de tenis… “¡AUTOBÚSSSSSS!”. Nos arrimamos. Pasa de
largo. Humo. Polvareda. El grupo se para. Yo no puedo más. Arturo y Eusebio
vienen en mi ayuda. “Apóyate en nosotros”. No, de eso nada. Soy el mayor. El
que da las órdenes. “Eusebio, seguid sin mí… ocúpate de ir con cuidado”. Me
miran. Me siento sobre una piedra. “¡Que os vayáis, coño!”. Eso sí es
contundente. Eusebio reagrupa a Arturo y a Shaila. “Yo pierdo mi batalla, pero
vosotros ganáis la guerra”. Se van. Aún oigo eso de “…qué tipo que tengo, que
bueno que estoy”. Se me saltan las lágrimas. La vida tiene que seguir, aunque
yo no pueda seguirlos.
X
El médico se lo ha dicho a mi madre en un aparte,
creyendo que yo no escuchaba. “Señora: si el niño sigue dándose las caminatas
que se pega, se va quedar cojo para toda la vida, así que usted verá”.
XI
No sé qué hace Consuelo otra vez en la puerta de
mi casa. Debe ser cabezota, porque mi madre se lo dijo bien clarito. O todos o
ninguno.
XII
Le pregunto tímidamente si el asiento está
ocupado. Ella, la de los ojos cautivadores, me dice que no. Y yo paso. Con mi
abrigo descosido. Mis zapatillas gastadas. Me siento. Con el corazón a mil. Mi
primer día. Pego la cabeza a la ventanilla de socorro. Me voy dando coscorrones
con el traqueteo. Atento. Ahí. Por ahí van. Los tres. Los tres mosqueteros.
Aprieto las palmas de mis manos en la luna. Shaila, Arturo, y detrás,
controlando, un crecidísimo Eusebio. Me da sentimiento cuando le leo los
labios. Se le ha entendido muy clarito. “¡Me cago en tus muertoooosssss!”.
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